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Authors: Jodi Picoult

Tags: #Narrativa

Diecinueve minutos (10 page)

—Perdona —dijo Lacy—. Mi hijo… le estoy buscando… He oído que has mencionado su nombre: Peter Houghton…

Los ojos de la chica se abrieron de par en par, y se pegó a su madre.

—Es él el que está disparando.

De repente, a su alrededor todo empezó a moverse con lentitud: la llegada acompasada de las ambulancias, los pasos de los alumnos que corrían, las palabras rotundas que se escapaban de los labios de aquella chica. Quizá había entendido mal.

Volvió a alzar los ojos hacia ella, e inmediatamente deseó no haberlo hecho. La joven estaba sollozando. Por encima de su hombro, su madre miraba fijamente a Lacy horrorizada, hasta que fue dándose la vuelta con cuidado para resguardar a su hija de su vista, como si Lacy fuera un basilisco, como si su mera visión pudiera convertirlas en piedra.

«Tiene que ser un error, por favor que sea un error», pensó, mientras contemplaba aquella masacre y sentía que el nombre de Peter se le atascaba en la garganta.

Con un movimiento de autómata, abordó al policía que tenía más cerca.

—Estoy buscando a mi hijo —dijo Lacy.

—Señora, no es usted la única. Estamos haciendo todo lo posible por…

Lacy respiró hondo, consciente de que, a partir de aquel momento, todo iba a ser diferente.

—Su nombre —dijo —es Peter Houghton.

A Alex se le dobló uno de sus altos tacones al metérsele en una grieta de la acera, y se cayó golpeándose en una rodilla. En su esfuerzo por ponerse de pie, se agarró al brazo de una madre que pasaba a toda prisa.

—Los nombres de los heridos… ¿dónde está la lista?

—Colgada en el pabellón de hockey.

Alex cruzó corriendo la calle, que había sido cerrada al tráfico y se había convertido en zona de evaluación del estado de los alumnos heridos, a los que el personal sanitario distribuía en ambulancias. Cuando se vio obligada a reducir la marcha por culpa de sus zapatos, apropiados para moverse por el recinto cerrado de un tribunal pero no para correr por la calle, optó por quitárselos y seguir corriendo calzada sólo con las medias.

La pista de hockey sobre hielo, que compartían el equipo del Instituto Sterling y los jugadores universitarios, estaba a cinco minutos a pie del recinto escolar. Alex llegó en dos minutos. Allí se vio empujada por una marea de padres ansiosos por ver las listas escritas a mano colgadas de los paneles de la entrada, las listas de los chicos que habían sido evacuados a hospitales de la zona. No decían nada acerca de la gravedad, ni si estaba heridos o algo peor. Alex leyó los primeros nombres. Whitaker Obermeyer. Kaitlyn Harvey. Matthew Royston.

«¿Matt?»

—No —dijo una mujer a su lado. Era de pequeña estatura, con los ojos penetrantes de un pájaro y un mechón de pelo rojo—. No —repitió, pero esta vez las lágrimas caían por sus mejillas.

Alex se quedó mirándola, incapaz de ofrecerle consuelo, por miedo a que el dolor fuera contagioso. Recibió un repentino empujón por el lado izquierdo, y se vio ante la lista de heridos que habían sido trasladados al centro médico Dartmouth-Hitchcock.

Alexis, Emma.

Horuka, Min.

Pryce, Brady.

Cormier, Josephine.

Alex se habría caído redonda de no haber sido por la presión de los angustiados padres a ambos lados.

—Discúlpenme —musitó, dejando su lugar a otra madre frenética. Intentaba abrirse paso entre la multitud que se agolpaba, cada vez más numerosa—. Perdón —repetía, una palabra que más que una disculpa de educación, era una súplica de absolución.

—Capitán —dijo el sargento que estaba tras el mostrador al entrar Patrick en la comisaría, al tiempo que le señalaba con los ojos a la mujer sentada al otro lado del vestíbulo, encogida sobre sí misma, en una postura que expresaba una resolución obstinada—. Es ella.

Patrick se volvió. La madre de Peter Houghton era menuda y físicamente no se parecía en nada a su hijo. Llevaba el pelo recogido sobre la cabeza, sujeto con una aguja, e iba con pijama de trabajadora de hospital y zuecos. Se preguntó si sería médico. Pensó en la ironía que supondría: «Ante todo, no causar daño».

No tenía el aspecto de ser una persona que hubiera creado a un monstruo. Patrick comprendió que los actos de su hijo debían de haberla tomado tan desprevenida como al resto de la comunidad.

—¿Señora Houghton?

—Quiero ver a mi hijo.

—Lo lamento, pero no puede ser —replicó Patrick—. Está bajo arresto.

—¿Tiene un abogado?

—Su hijo tiene diecisiete años… legalmente es adulto. Eso significa que Peter tendrá que reclamar por sí mismo su derecho a contar con un abogado.

—Pero es posible que él no sepa… —dijo, y se le quebró la voz—. Es posible que no sepa que eso es lo que tiene que hacer.

Patrick comprendía que, en un sentido diferente, aquella mujer también había sido víctima de los actos de su hijo. Había interrogado a suficientes padres de menores como para saber que la última cosa deseable era quemar un puente.

—Señora, estamos haciendo todo lo posible para saber qué es lo que ha pasado hoy. Y espero que usted esté dispuesta a hablar conmigo más tarde… para ayudarme a imaginar qué pudo pasar por la cabeza de Peter. —Dudó unos instantes, y añadió—: Lo lamento.

Se metió en el sanctasanctórum de la comisaría de policía tras abrir con sus llaves, y subió a la sala de registro, provista de una celda adyacente. Dentro estaba sentado Peter Houghton, en el suelo, con la espalda apoyada contra los barrotes, meciéndose levemente.

—Peter —dijo Patrick—. ¿Estás bien?

Lentamente, el chico volvió la cabeza. Se quedó mirando a Patrick.

—¿Te acuerdas de mí?

Peter asintió.

—¿Te apetece una taza de café, o algo?

Tras un titubeo, Peter asintió una vez más.

Patrick fue a buscar al sargento para que abriera la celda de Peter y condujo a éste a la cocina. Lo había dispuesto todo para que hubiera una cámara, por si se daba el caso y podía grabar en una cinta el consentimiento verbal de Peter a sus derechos y luego hacer que hablara. En la cocina, invitó al chico a que tomara asiento a la rayada mesa y sirvió dos tazas de café. No le preguntó cómo le gustaba, sino que se limitó a añadirle azúcar y leche y a ponérselo delante.

Patrick se sentó también. No había tenido ocasión de mirar al joven con calma, su visión afectada por la adrenalina, pero ahora lo observó con atención. Peter Houghton era de poca envergadura, pálido, pecoso, y llevaba anteojos de montura metálica. Tenía un diente de los de delante torcido, y la nuez del tamaño de un puño; los nudillos abultados y con la piel agrietada. Lloraba en silencio, lo cual habría bastado para inspirar simpatía, de no haber llevado la camiseta salpicada con la sangre de sus compañeros.

—¿Te encuentras bien, Peter? —preguntó Patrick—. ¿Tienes hambre?

El chico sacudió la cabeza, negando.

—¿Necesitas alguna otra cosa?

Peter apoyó la frente sobre la mesa.

—Quiero que venga mi madre —dijo en un susurro.

Patrick miró la raya del pelo del joven. Aquella mañana, al peinarse, ¿habría pensado: «hoy es el día en que voy a matar a diez alumnos»?

—Me gustaría hablar contigo acerca de lo que ha sucedido hoy. ¿Estás dispuesto a hablar conmigo?

Peter no respondió.

—Si tú me lo explicaras a mí —insistió Patrick—, quizá yo podría explicárselo a los demás.

Peter alzó el rostro. Ahora estaba llorando de verdad. Patrick comprendió que no lograría nada.

—Está bien —dijo—. Vamos.

Patrick condujo de nuevo a Peter a la celda, y vio cómo el muchacho se acurrucaba en el suelo de la misma sobre un costado, de cara a la pared de cemento. Se arrodilló detrás de él, en un último y desesperado intento.

—Ayúdame a ayudarte —le dijo. Pero Peter se limitó a sacudir la cabeza sin dejar de llorar.

Hasta que Patrick salió de la celda e hizo girar la llave en la cerradura Peter no habló de nuevo:

—Ellos empezaron —musitó.

El doctor Guenther Frankenstein ejercía como médico forense desde hacía seis años, exactamente el mismo tiempo que había conservado el título de Mister Universo a principios de los años setenta, antes de cambiar las pesas por un escalpelo, o como a él gustaba de decir, antes de pasar de formar cuerpos a desmembrarlos. Seguía teniendo una musculatura formidable, que se adivinaba perfectamente bajo el saco, lo suficiente como para cortar en seco cualquier intento de hacer chistes de monstruos a cuenta de su apellido. A Patrick le gustaba Guenther, ¿quién no admiraría a un tipo capaz de levantar tres veces su propio peso y al mismo tiempo estimar, con sólo echarle un vistazo, el peso aproximado de un hígado?

De vez en cuando, Patrick y Guenther se hacían con unas cuantas cervezas y consumían la tasa de alcohol suficiente como para que el ex culturista le contara historias acerca de las mujeres que se le ofrecían para lubricarle el cuerpo antes de una competición o sabrosas anécdotas acerca de Arnold, antes de que se dedicara a la política. Aquel día, sin embargo, Patrick y Guenther no estaban para bromas, ni para recordar los viejos tiempos. Se sentían abrumados por el presente, mientras iban de un lado a otro de las salas, catalogando a los muertos.

Patrick se había encontrado con Guenther en el instituto después de su entrevista fallida con Peter Houghton. La abogada de la acusación se había limitado a encogerse de hombros cuando Patrick le había dicho que Peter no se había mostrado dispuesto a hablar.

—Tenemos cientos de testigos que afirman que ha matado a diez personas —replicó Diana—. Proceda con el arresto oficial.

Guenther se agachó junto al cadáver de la sexta víctima mortal. Le habían disparado en el baño de las chicas, y su cuerpo había sido hallado boca abajo delante de los lavatorios. Patrick se volvió hacia el director del centro, Arthur McAllister, que había accedido a acompañarles para facilitar la identificación.

—Kaitlyn Harvey —dijo el director con voz angustiada—. Una chica especial donde las hubiera… encantadora…

Guenther y Patrick intercambiaron una mirada. El director no se limitó a identificar los cadáveres, sino que en cada ocasión pronunciaba una o dos frases elogiosas. Patrick pensó que el hombre no podía evitarlo. A diferencia de Patrick y Guenther, no estaba acostumbrado a situaciones trágicas en el transcurso de sus ocupaciones habituales.

Patrick había intentado reproducir los pasos de Peter, desde la entrada principal al comedor, donde se habían hallado las víctimas 1 y 2, Courtney Ignatio y Maddie Shaw, pasando por la escalera que salía de la sala (víctima 3: Whit Obermeyer), el baño de los chicos (víctima 4: Topher McPhee), otro vestíbulo (víctima 5: Grace Murtaugh), hasta el baño de las chicas (víctima 6: Kaitlyn Harvey). Entonces, subiendo la escalera al frente de su equipo, se metió en la primera clase a la izquierda, siempre siguiendo el rastro de manchas de sangre, hasta un lugar junto al pizarrón donde yacía la única víctima adulta… y a su lado, un joven que presionaba con la palma abierta la herida de bala en el vientre del hombre.

—¿Ben? —dijo McAllister—. ¿Qué haces aquí?

Patrick miró al chico.

—Tú no eres personal sanitario.

—Yo… no…

—¡A mí me dijiste que sí lo eras!

—Ben pertenece a los Eagle Scouts —dijo el director.

—No podía dejar al señor McCabe. Yo… le he aplicado presión, y funciona. ¿Lo ven? Ha dejado de sangrar.

Guenther retiró con suavidad la mano ensangrentada del muchacho del estómago de su profesor.

—Eso es porque ya no vive, hijo.

A Ben se le desencajó el rostro.

—Pero yo… yo…

—Tú has hecho todo lo que has podido —lo tranquilizó Guenther.

Patrick se volvió hacia el director.

—¿Por qué no se lleva a Ben afuera… ? Quizá no estaría de más que le echase un vistazo alguno de los médicos. —«Shock», formó la palabra con los labios por encima de la cabeza del chico.

Mientras salían del aula, Ben se agarró de la manga del director, dejándole una brillante mancha roja.

—Cielo santo —exclamó Patrick, pasándose la mano por la cara.

Guenther levantó la vista.

—Vamos. Acabemos con esto de una vez.

Se dirigieron al gimnasio, donde Guenther certificó la muerte de otros dos alumnos, un chico negro y otro blanco, y acabaron en el vestuario, donde Patrick había conseguido finalmente dar con Peter Houghton. Guenther examinó el cadáver del joven al que Patrick había visto antes, el chico con el suéter de hockey y cuya gorra le había arrancado de la cabeza el disparo de bala. Mientras tanto, Patrick entró en el espacio colindante donde se alineaban las duchas y miró por la ventana. Los periodistas seguían allí, pero la mayoría de heridos habían sido ya atendidos. Ya sólo quedaba una ambulancia a la espera, en lugar de siete, como hacía un rato.

Y había empezado a llover. Una lluvia fina, brumosa y fría. A la mañana siguiente, las manchas de sangre que había en el pavimento en el exterior del instituto habrían palidecido; ese día podía muy bien no haber existido.

—Éste tiene algo interesante —dijo Guenther.

Patrick cerró la ventana para que no entrase la lluvia.

—¿Por qué? ¿Está más muerto que los demás?

—Bueno, algo sí. Es la única víctima que ha recibido dos disparos. Uno en el vientre y el otro en la cabeza. —Guenther alzó la vista hacia él—. ¿Cuántas armas llevaba encima el asaltante cuando lo detuviste?

—Una en la mano, otra aquí en el suelo, dos en la mochila.

—Nada que haga pensar en un plan de reserva, o algo por el estilo.

—Sobre este chico —dijo Patrick—, ¿serías capaz de decir cuál de las dos balas recibió primero?

—No. Con todo, habría argumentos para pensar que fue la del vientre… puesto que la que lo mató fue la de la cabeza. —Guenther se arrodilló junto al cadáver—. Puede que odiara a este chico más que a ninguno.

La puerta del vestuario se abrió de sopetón, dando paso a un agente que venía de la calle, empapado por el repentino aguacero.

—¿Capitán? —dijo—. Acabamos de encontrar los útiles de fabricación de una granada casera en el coche de Peter Houghton.

Cuando Josie era pequeña, a Alex la asaltaba una pesadilla recurrente en la que ella estaba en un avión que caía a pique. Era capaz de sentir la aceleración de la gravedad, la presión que le pegaba la espalda al respaldo; veía carteras, abrigos y maletines cayendo de los compartimentos superiores contra el suelo del pasillo. «Tengo que alcanzar el móvil —pensaba Alex—, para dejarle a Josie al menos un mensaje en el contestador que pueda conservar para siempre, una prueba de que la quería y que he pensado en ella al llegar el final». Pero a pesar de que Alex conseguía sacar el teléfono del bolso y encenderlo, no le daba tiempo. Se estrellaba contra el suelo mientras el móvil aún no tenía señal.

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