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Authors: Nalini Singh

Tags: #Fantástico, infantil y juvenil, romántico

El Ángel caído: El Gremio de los Cazadores 1 (31 page)

Había acabado con el papeleo y se disponía a marcharse cuando el director del banco dijo:

—¿Le gustaría ver el contenido de la caja de seguridad, señora Deveraux?

Ella contempló su rostro regordete, consecuencia, sin duda, del exceso de comida y poco ejercicio.

—¿Una caja de seguridad?

El tipo asintió y se estiró la corbata.

—Así es.

—¿No necesito una llave y... —frunció el ceño—... una tarjeta de acceso con mi firma? —Sabía aquellas cosas solo porque había tenido que aprenderlas durante una caza particularmente complicada.

—Por lo general, sí. —Se estiró la corbata por segunda vez—. Pero la suya es una situación algo inusual.

Traducción: su padre había tirado de un cierto número de cuerdas por no se sabía qué razones.

—De acuerdo.

Cinco minutos después, había registrado su firma y tenía una llave en la mano.

—Si hace el favor de seguirme hasta la cámara acorazada... Aquí utilizamos un sistema dual. Yo tengo la llave de la cámara; usted tiene la llave de la caja de seguridad. —El director del banco dobló una esquina y la condujo a través de los silenciosos confines del edificio antiguo hasta la parte trasera.

Las cajas de seguridad estaban ocultas tras varias puertas electrónicas que resultaban incongruentes en el interior de semejante edificio histórico.

Elena
.

Sabía que no se había imaginado aquel oscuro susurro.

—Vete.

El hombre al que seguía le dirigió una mirada sorprendida por encima del hombro. Ella fingió estar absorta en sus uñas.

Llegas tarde
.

Elena entornó los párpados, apretó los dientes y se preguntó si merecía la pena acabar con dolor de cabeza para mantener al arcángel alejado de su mente.

Habrá un coche esperándote cuando salgas del banco
.

Se detuvo y clavó la vista en la parte posterior de la chaqueta del director. Podía oler su miedo.

—¿A quién ha llamado hace unos minutos?

Cuando la miró, los ojos del hombre eran como los de un conejito asustado.

—A nadie, señora Deveraux.

Elena esbozó una sonrisa que decía a las claras que la había cabreado muchísimo.

—Enséñeme la caja.

Sorprendido sin duda por el indulto, el hombre hizo lo que le había ordenado. Ella esperó hasta que hubo colocado la larga caja metálica sobre una mesa antes de despedirlo con un gesto de la mano. Aquel tipo no era nada, una hormiga en el ejército de Rafael.

Ya a solas, clavó la mirada en la pared que tenía frente a ella.

—¿Rafael?

Nada.

Apretó los labios con fuerza, abrió el cerrojo de la caja y retiró la tapadera, esperando... ni siquiera sabía qué esperaba, pero desde luego no lo que encontró. Cajas de joyas, cartas atadas con lazos, fotos, un recibo de una pequeña taquilla de seguridad... Encima de todo aquello había un cuaderno con tapas de cuero negro ribeteadas en oro. Extendió el dedo para acariciarlo, pero lo apartó de repente y cerró la caja de golpe. No podía hacer aquello. Aquel día no. Llamó al director después de cerrarla con llave de nuevo y le pidió que volviera a colocar la caja en el lugar que ocupaba en la cámara.

—¿Cuánto tiempo lleva esto aquí?

El hombre echó un vistazo al documento que tenía en la mano.

—Al parecer, la cuenta se abrió hace casi quince años.

Elena le quitó el documento de las manos antes de que él pudiera detenerla y contempló la firma que había al pie de la primera página: JEFFREY PARKER DEVERAUX.

Quince años atrás. El verano en que él había borrado a su madre y a sus hermanas mayores de la faz de la tierra. No obstante, aquella caja contaba una historia muy distinta. ¡Maldito fuera! Tras devolverle los papeles al director, recorrió a grandes pasos la adinerada opulencia del recinto del banco y se dirigió hacia las enormes puertas de cristal, que el guarda de seguridad se apresuró a abrirle.

—Gracias.

La sonrisa del hombre se convirtió en una mueca estupefacta segundos después. Elena siguió la dirección de su mirada y descubrió a un hombre extraordinariamente hermoso con alas azules apoyado con indolencia contra una farola que había al lado de la calle. El tráfico había desaparecido en esa parte de la calle, pero la otra estaba tan llena que parecía que toda la población de Nueva York hubiese decidido pasarse por allí.

Elena bajó a la acera.

—Illium.

—A tu servicio. —Señaló con la mano el Ferrari que había tras él. Era rojo brillante. Por supuesto.

Ella enarcó una ceja.

—¿Cómo consigues meter las alas dentro?

—Por desgracia, yo solo puedo mirar. —Le arrojó las llaves.

Elena las cogió por un acto reflejo, pero luego frunció el ceño.

—¿De quién es ese coche de un millón de dólares y por qué te lo ha prestado?

—De Dmitri. Y porque sí.

La respuesta estuvo a punto de arrancarle una risotada, y eso sí que no lo habría imaginado.

—¿Y el mapa?

Los ojos del ángel (de un color dorado brillante y vívido que contrastaba con su cabello negro azulado) se clavaron en el coche.

—En la guantera.

Aunque le apetecía un montón fastidiar a Dmitri cogiendo su apreciado cochecito para darse una vuelta...

—Necesito un vehículo que no llame la atención.

—Hay un garaje subterráneo a dos manzanas al este. Entra y elige. —Se apartó de la farola y extendió las alas.

—¿Te estás exhibiendo?


Oui, oui
. —Una sonrisa llena de puro encanto masculino.

—¿El cabello es auténtico?

Un gesto afirmativo con la cabeza.

—Y también los ojos, por si acaso te lo preguntabas. —Otra sonrisa provocadora.

Elena se fijó en una pluma que había caído sobre la acera.

—Causarás un alboroto si no recoges eso.

Illium siguió su mirada.

—La recogeré y la dejaré caer desde lo alto. A alguna persona le parecerá mágica.

Elena soltó un resoplido, aunque la había conmovido la idea. Abrió el coche y entró. Al otro lado de la calle, las cámaras de los teléfonos móviles seguían disparándose a toda velocidad. Puso los ojos en blanco.

—Lárgate de aquí antes de que te asalten.

—Puede que parezca hermoso, Elena, pero soy bastante peligroso. —Un ligero acento británico se coló en sus palabras.

—Eso —dijo ella— nunca lo he dudado. —Puso el motor en marcha y se alejó con el coche, consciente de que Illium había alzado el vuelo. Tal vez fuera peligroso, pero no era un arcángel. ¿Y en qué coño estaba pensando Rafael cuando le envió semejante...?

Lo sabía.

Sabía por qué la había convocado Jeffrey, por qué se había dignado por fin dirigirle la palabra a una hija a la que tenía en menos estima que a la basura de la calle.

No solo lo sabía... También había calculado con bastante precisión cuál sería su reacción.

Y le había proporcionado la mejor y más perfecta venganza posible. Empezó a sonreír. Los ángeles consideraban a la indeseable hija de Jeffrey Deveraux lo bastante importante para proporcionarle una escolta angelical de lo más rimbombante, y le sorprendería que hubiera alguien en el estado que no se hubiera enterado ya de aquello.

Su teléfono empezó a sonar.

Se encontraba parada en un semáforo, así que lo cogió.

—Sara, tienes unos oídos kilométricos.

—Y tú estás en compañía de un ángel que, según he oído, parece salido del territorio de los sueños más húmedos.

—Todos son guapísimos. —Pero eso no bastaba. No para ella.

—Pero no todos tienen alas azules con toques plateados.

—¿Lo has visto en la televisión?

—Imágenes procedentes de las cámaras de los teléfonos móviles. No es habitual ver a los ángeles paseándose por las calles. —Exhaló un suspiro—. Tenía ciertos informes que atestiguaban la presencia de este en la ciudad, pero ninguna fotografía tan cercana hasta ahora. Es bastante guapetón... Podría darle un mordisquito en ese duro...

Elena se echó a reír.

—Cálmate, chica... Eres una mujer casada, ¿lo recuerdas?

—Mmm... Hablando de darle algún mordisquito a algo. Deacon...

—¡Demasiada información! —El semáforo se había puesto en verde—. Te llamaré dentro de unos minutos.

Estaba a punto de girar hacia el garaje cuando una pluma azul cayó sobre su regazo. Sus labios se curvaron en una sonrisa, pero ya era demasiado tarde para mirar hacia arriba. Después de meter el coche en el garaje, lo detuvo al lado de la figura inmóvil del vampiro que la había llevado a casa de Rafael. Llevaba las gafas de sol, a pesar de la oscuridad que reinaba allí abajo. Supuso que si tuviera unos ojos como los suyos, también ella llevaría gafas de sol.

Salió del coche, se quitó la coleta y se colocó a toda prisa la pluma de Illium por encima de la oreja.

—Si Campanilla no tiene cuidado —murmuró el vampiro—, volverá a perder las plumas.

En cuanto terminó de rehacerse la coleta, Elena cogió el mapa y señaló con la cabeza el sedán de modelo antiguo que había tras él.

—¿Las llaves? —Le arrojó las del Ferrari.

—Están puestas en el contacto. —El vampiro se guardó las llaves en el bolsillo y dejó de apoyarse contra la puerta del pasajero—. Rafael quiere que te pongas en contacto con él cada diez minutos.

—Dile al jefe que lo llamaré en cuanto tenga algo de lo que informar, Víbora.

El tipo se colocó las gafas sobre la cabeza para mostrarle sus espeluznantes ojos en todo su esplendor.

—Prefiero que me llamen Veneno.

Elena arqueó una ceja.

—Me tomas el pelo.

—Es mejor que un nombre afeminado como Illium. ¿Qué coño significa Illium? —Una sonrisa malévola mostró un colmillo.

Todo en él era deliberado, muy deliberado, pensó Elena. A pesar de su dicción moderna e impecable, Veneno era demasiado viejo para cometer errores.

—¿Lo eres?

—¿Si soy qué?

—Venenoso.

Mostró otra sonrisa salvaje. Rozó la punta del colmillo con la lengua y, cuando la apartó, Elena pudo ver una perla de líquido dorado.

—Ponme a prueba y lo comprobarás.

—Tal vez más tarde, si logro sobrevivir a Michaela.

El tipo se echó a reír, una risa que hizo que una mujer que salía del ascensor al otro extremo del garaje dejara caer su bolso y lo mirara boquiabierta. Veneno pareció no darse cuenta, ya que tenía la mirada clavada en Elena. Alzó el brazo y volvió a colocarse las gafas de sol.

—Nadie sobrevive a la Suma Sacerdotisa de Bizancio.

A Elena se le puso la carne de gallina al darse cuenta de la antigüedad que implicaba aquel título. Sin responder, abrió la puerta del sedán, se subió al vehículo... y bajó todas las ventanillas. Cuando se alejaba, vio que Veneno caminaba hacia la mujer del ascensor.

29

L
levaba conduciendo diez minutos cuando se dio cuenta de que había olvidado llamar a Sara. Vio una zona de carga desocupada, aparcó el coche y marcó el número.

Su amiga cogió el teléfono a la primera señal.

—Los rumores están que arden. Ahora dicen que el ángel azul salió volando contigo en brazos.

—Los ángeles no ensucian su buen nombre llevando a mortales. —Excepto cuando querían que dicho mortal llegase a un lugar de inmediato—. ¿Alguna otra cosa que deba saber?

—Chicas desaparecidas: quince en la pasada semana. —Su voz era ya la de la directora del Gremio—. Coge a ese cabrón, Ellie.

—Lo haré. —¿Quince? ¿Dónde demonios estaban los siete cadáveres que faltaban?—. ¿Existe alguna secuencia temporal?

—¿No tienes eso ya?

—No. —Así que o bien los ángeles no lo sabían todo, o bien la mantenían a oscuras. Apretó el teléfono entre los dedos—. Cuéntame.

—No tengo mucho que contarte. Un grupo desapareció hace dos días, al parecer la misma noche. El segundo grupo desapareció anoche, quizá cerca ya del amanecer.

—Gracias, Sara. Dale un beso a Zoe de mi parte.

—¿Estás bien? —Había preocupación en cada palabra—. Te lo juro, Ellie, una palabra tuya y encontraremos la forma de sacarte de esto.

Elena sabía que lo harían. El Gremio había sobrevivido durante siglos porque estaba basado en un esqueleto de lealtad absoluta.

—Estoy bien. Tengo que atrapar a ese tío.

—Vale. Pero si la cosa se pone demasiado peliaguda, recuerda que estamos aquí, a tu lado.

—Lo sé. —Se le hizo un nudo en la garganta. Y Sara lo supo, porque su siguiente comentario fue para hacerla reír.

—Ya sabes lo escalofriante que es Ashwini. Ha llamado hace una hora para decirme que se había hecho con un alijo secreto de lanzagranadas portátiles y que le pareció que yo querría saberlo. Mi respuesta fue: «¿De qué cojones me estás hablando?».

—Como de costumbre con Ash —dijo Elena, partida de risa.

—Pero ya sabes... —continuó Sara—, esas malditas cosas podrían sernos útiles para quién sabe qué. Recuerda, Ellie. Una palabra tuya. Es todo lo que necesitamos.

—Gracias, Sara. —Colgó antes de rendirse al impulso de decir demasiado. Luego respiró hondo, volvió a poner el coche en marcha y se dirigió hacia la Torre del Arcángel.

Como era de esperar, Michaela había pasado la mayor parte del tiempo en su casa o en los alrededores de la Torre, aunque había hecho alguna parada ocasional en ciertas tiendas de lujo.

Elena esperaba en un cruce para salir de la avenida principal con la intención de cambiar de sentido cuando lo percibió.

Un olor ácido teñido de sangre.

Frenó en seco, salió del coche ignorando las increpaciones del taxista que tenía detrás y realizó un cuidadoso giro de trescientos sesenta grados. Allí estaba. Volvió a meterse en el coche, aparcó en doble fila y salió. Ahora que tenía la esencia, sería mucho más eficiente a pie.

Intensa, oscura, achocolatada. Pecaminosa. Seductora.

Se detuvo para olisquear el aire.

—Dmitri. —O bien el vampiro había pasado por allí, o bien se encontraba en los alrededores. Si hubiera sido cualquier otro vampiro, le habría dado igual, ya que habría podido distinguir los aromas. Sin embargo, la presencia de Dmitri era demasiado fuerte, y si se unía al hecho de que el rastro de Uram era más antiguo...—. Mierda. —Sacó el teléfono y llamó a Rafael.

—Elena.

Su sangre se incendió al oír el sonido de aquella voz: sexo y hielo, placer y dolor.

—La esencia de Dmitri está interfiriendo con mi rastro.

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