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Authors: Boyd Morrison

Tags: #Intriga, arqueología.

El arca (6 page)

«Hayden. Oasis. Génesis.» No significaban nada para ella. Y el hecho de que le hubiera asegurado que su padre había coronado con éxito la búsqueda de toda una vida… Eso era asombroso.

Que Sam hubiese sido envenenado le parecía ridículo. Lo que más la hizo dudar fue ser consciente de que su anciano amigo era experto en sustancias farmacéuticas; por tanto, si había alguien en el mundo capaz de saber si lo habían envenenado era él. Pero ¿por qué iban a querer envenenarlo? Quiso creer sus palabras, pero toda aquella historia resultaba inverosímil.

Lo que terminó por convencerla fue el incidente que se produjo al regresar a su apartamento.

Ya en el autobús que la llevaba al aparcamiento, había reparado en la presencia de un hombre enorme vestido con trinchera negra. La había mirado en varias ocasiones, y las palabras de Sam se repetían en su mente.

«Tienes que marcharte… o ellos también te matarán.»

Pensó que se estaba dejando arrastrar por la paranoia, pero aun así, cuando llegó al aparcamiento, pidió al conductor que aguardara cerca de su vehículo hasta que montó en él y arrancó. Salió a Sepúlveda, una autopista de seis vías que partía del aeropuerto de Los Ángeles, en dirección a su estudio de Santa Mónica. El tráfico era fluido hacia el norte, de modo que disfrutó de la vía izquierda para ella sola.

Un enorme todoterreno negro se puso a la altura de su diminuto Toyota. De pronto su perseguidor dio un golpe de volante y empujó a su vehículo hacia el carril contrario.

El todoterreno la bloqueó hasta que el tráfico fue aumentando. Dilara hundió el pie en el freno e intentó contrarrestar el tirón del todoterreno, pero el vehículo negro le doblaba en tamaño y peso. Una furgoneta
pick-up
se dirigía directa hacia ella, y en lugar de empeñarse en contrarrestar el empuje, apretó el acelerador y llevó el Toyota tan a la izquierda como pudo, cruzando definitivamente al otro carril. Los neumáticos protestaron y a su alrededor se alzó un coro de bocinazos. La suerte hizo que únicamente rozase la furgoneta y sorteara el avance a través del resto del tráfico, antes de frenar en una modesta zona de aparcamientos.

El todoterreno se alejó a toda velocidad, dejando a su paso una maraña de vehículos y humo de neumáticos. Dilara supuso que la había seguido desde el aeropuerto. Tenía las ventanillas de cristal ahumado, de modo que no pudo ver si el conductor era el tipo de la trinchera negra, aunque los ocupantes debían de ser cómplices de la ejecutiva que había envenenado a Sam.

«Tienes que marcharte… o ellos también te matarán.»

Podía olvidarse del asunto y recuperar su vida cotidiana, como si Sam se hubiese comportado como un lunático, pero el estómago le decía que lo que le había contado no eran los desvaríos de un anciano aquejado de demencia. Habían intentado asesinarla. No tenía pruebas de ello, pero estaba convencida. Si seguía adelante con su vida como si no hubiera pasado nada, no tardaría en acabar muerta.

Al cabo de un rato, ya no temblaba tanto y arrancó de nuevo el coche. Intentó acudir a la policía, pero resultó ser un callejón sin salida. El agente que la atendió le tomó declaración, una versión ampliada de la que había dado en el aeropuerto, pero cayó en la cuenta de que consideraba absurdo su relato. ¿Que su amigo Sam Watson no había muerto de infarto, sino que lo habían envenenado? ¿Que corría peligro la vida de miles de millones de personas y que alguien había intentado deliberadamente sacarla de la carretera? Incluso a ella todo aquello le parecía una locura. Dilara no podía apartar de su mente el todoterreno arrollándola y las últimas palabras de Sam.

«Tienes que marcharte… o ellos también te matarán.»

No podía regresar a su apartamento. Era el lugar más probable donde encontrar a sus perseguidores apostados, esperándola. No poder volver a su casa equivalía a emprender la huida, y así sería hasta que pudiese averiguar quién la perseguía y por qué.

Dilara se acercó a la sucursal de su banco más cercana y retiró hasta el último centavo de su cuenta. Era muy sencillo rastrear las tarjetas de crédito, y para poder localizar a Tyler Locke tendría que viajar.

No le costó localizar la empresa Gordian Engineering. Acudió a la biblioteca y buscó sus datos en Internet. La compañía debía su nombre al nudo gordiano, un nudo muy enredado que ataba al yugo la lanza de un rey de Frigia, que finalmente cortó Alejandro el Grande de un golpe de espada. Por lo visto, Gordian era la mayor compañía mundial de ingeniería de propiedad privada. Proporcionaba servicios de consultoría tanto a las compañías del índice Fortune 500 como al Ejército de Estados Unidos. Todos los ingenieros que ostentaban un cargo de dirección que trabajaban en ella eran socios, lo que recordó a Dilara la estructura propia de un bufete de abogados. La especialidad de la empresa consistía en el análisis de fallos y su prevención, y la página web citaba docenas de áreas de especialidad, desde accidentes aéreos y terrestres, hasta incendios, explosiones y fallos estructurales. La lista era interminable.

Aprovechó el motor de búsqueda de la página para localizar a Tyler Locke. Ostentaba el título de jefe de operaciones especiales, y contaba con una experiencia excepcional. Se había licenciado en ingeniería mecánica en el Instituto Tecnológico de Massachusetts, y luego se había sacado el doctorado en Stanford. Antiguo capitán del ejército, mandó una compañía de ingenieros. Experto en demoliciones, desactivación de explosivos y sistemas mecánicos, reconstrucción de accidentes y pruebas de prototipos. Unas credenciales impresionantes.

Dilara nunca había oído hablar de los ingenieros de combate. Una página web militar le informó de que eran soldados que construían puentes y fortificaciones, limpiaban campos de minas y desactivaban bombas, todo ello bajo el fuego enemigo. Buscó un currículum de Tyler que fuese más exhaustivo, pero no pudo averiguar cuánto tiempo había servido en el ejército ni en qué guerra, tan sólo que lo habían condecorado en varias ocasiones y que contaba con la Estrella de Plata y el Corazón Púrpura. Con su trasfondo y experiencia, tuvo la impresión de que llevaba unos treinta y cinco años en el negocio. No había foto, pero por lo que sabía de los profesores de ingeniería de UCLA, imaginó a un tipo calvo y panzudo de unos cincuenta y tantos años, con camisa de manga corta y funda portalapiceros.

Por teléfono el doctor Locke no dudaría en desestimar su relato. Tenía que verlo en persona.

Cuando averiguó que se hallaba en una plataforma petrolífera en Terranova, pensó que se trataba de un lugar estupendo para conocerse, pues se encontraba a miles de kilómetros de Los Ángeles y carecía de un acceso fácil para quienes la perseguían. Tendría que reservar con antelación un asiento en el helicóptero, requisito imprescindible para volar a la plataforma, es decir, no bastaba con limitarse a acercarse a la ventanilla y sacar billete con destino a la Scotia One. Por lo demás, fue todo lo cuidadosa que pudo para no dejar rastro de sus intenciones. Voló al aeropuerto de Gander, a doscientos veinte kilómetros de Saint John, por si acaso la esperaban en el aeropuerto de esta ciudad. Al cabo de tres horas de viaje en autocar desde Gander, llegó al helipuerto justo a tiempo de ponerse el traje de supervivencia y subir a bordo del helicóptero.

Dilara se relajó nada más despegar el aparato. Tal vez no tardase en obtener algunas respuestas. Había estado contemplando la enorme plataforma petrolífera por la ventanilla del costado cuando oyó el estampido de una explosión. Los pasajeros prorrumpieron en gritos de alarma, incluida ella misma. El piloto había compensado la pérdida de control durante el descenso, haciendo gala de una considerable sangre fría, y logró mantener el helicóptero nivelado hasta que se precipitó al mar.

Dilara tardó unos segundos en quitarse el cinturón de seguridad. Uno de los pasajeros abrió la puerta corredera. El piloto se había desplomado en el asiento, inconsciente. Ella vio que el copiloto tenía un brazo doblado en un ángulo imposible. Antes de que pudiera pedir ayuda, los demás ya habían abandonado el helicóptero. Ella chapoteó en el agua que entraba por la puerta abierta. Permanecerían a flote unos segundos más.

Desabrochó el cinturón de seguridad del piloto. A esas alturas, el agua le llegaba a la cintura, y el hombre flotó sobre el asiento. El copiloto, aullando de dolor cada vez que el brazo topaba con algo, trastabilló en dirección a la salida. Ella empujó el cuerpo del piloto hacia la puerta, justo cuando el aparato se hundió bajo la superficie. Bastó un esfuerzo más para tirar de él y abandonar el helicóptero, y juntos los tres salieron por fin a la superficie.

Mientras se esforzaba por mantener boca arriba al piloto, decidió encontrar a la gente responsable de lo sucedido, la misma que había asesinado a su padre. Algo de lo que Sam le había contado era tan importante para ellos que estaban dispuestos a asesinar. Tenía que averiguar de qué se trataba, y ese tipo, Tyler Locke, iba a ayudarla. Aún no eran conscientes, pero no tardarían en descubrir que se habían metido con la mujer equivocada.

Un ruido nuevo penetró la creciente oscuridad. El ruido de un motor. Sacudió la cabeza. El viento hizo que le costase identificar la dirección de la que provenía el ruido. Entonces la vio. Una peculiar nave de color naranja con forma de bala. Se detuvo y cabeceó en el agua a unos doscientos metros de distancia. Se abrió una escotilla en popa, y alcanzó a ver que alguien asomaba por ella y empezaba a subir gente a bordo. El resto de los pasajeros del helicóptero.

Levantó el brazo que no utilizaba para mantener en alto la cabeza del piloto y lo sacudió con brío, de un lado a otro, haciendo lo posible por ganar impulso, por hacerse visible sobre el oleaje.

—¡Aquí! —gritó. La inundó una inmensa sensación de alivio, y lanzó una exclamación de alegría. Iban a lograrlo.

Logan intentó sumar su voz a la de ella, pero estaba demasiado debilitado. Cada pocos segundos se le hundía el rostro bajo el agua, y cada vez asomaba escupiendo. Si no se daban prisa, el copiloto se hundiría y no volvería a asomar.

Gritó con más fuerzas, pero no distinguió si servía de algo. La barca cabeceaba dentro y fuera de su campo de visión y la escotilla de popa ya no miraba en su dirección. Por un instante, temió que se estuviese alejando, pero entonces la barca se le antojó más visible. Se acercaba. La habían visto.

La barca se situó de costado y detuvo su andadura cuando el extremo de la popa alcanzó su posición. Ella le había prestado demasiada atención para reparar en la desaparición del copiloto. Se abrió la escotilla y un hombre alto de pelo castaño y revuelto miró en derredor y se arrojó al agua, justo en el lugar donde ella había visto por última vez a Logan.

Estuvo tanto tiempo bajo el agua que le pareció una eternidad, aunque en realidad no debieron de ser más de unos segundos. Ganó la superficie, con el brazo alrededor del cuello de Logan. Luego acercó al copiloto a un enorme hombre de piel negra que asomaba por la escotilla, quien tiró de él como si fuera un muñeco de trapo.

A continuación, el rescatador tomó al piloto de sus brazos y lo acercó a la barca.

Se volvió hacia Dilara y, desafiante a pesar del frío cruel que los azotaba, esbozó una sonrisa.

—Ha llegado su turno, señorita. —No pareció afectarle lo más mínimo el temporal cuando clavó en ella sus ojos azules. Teniendo en cuenta las circunstancias, Dilara consideró el gesto extrañamente encantador, y eso la tranquilizó.

Tendió el brazo al hombre de piel negra, quien tiró de ella con un único esfuerzo. En lugar de desplomarse en el asiento más cercano, se dirigió hacia la popa para comprobar si Logan y el piloto se encontraban bien. El copiloto respiraba con dificultad, y de vez en cuando vomitaba agua salada. Un tercer miembro del equipo de rescate se inclinaba sobre el inconsciente piloto.

—¿Se pondrá bien? —preguntó a pesar de que le castañeteaban los dientes.

El tercer hombre asintió.

—Tiene un golpe muy feo, pero sigue con vida.

—Gracias a usted —dijo una voz a su espalda.

Al volverse, vio que el hombre que se había arrojado al agua cerraba la escotilla. Exhausta, se dejó caer en el asiento, temblando sin control. El tipo sacó una manta de lana de un compartimento y la cubrió con ella. El calor que le transmitió la manta fue una sensación maravillosa.

—¿Cómo está? —preguntó el hombre. A la luz que reinaba en el interior de la barca, Dilara pudo ver la fina cicatriz blanca que le recorría el cuello. Clavaba los ojos en los suyos. Le tomó las manos y les dio friegas.

—No tendrán ustedes a bordo una cafetera
expresso,
¿verdad? —respondió. Debido al castañeteo de los dientes dio la impresión de que tartamudeaba—. Porque ahora mismo me tomaría uno doble.

El tipo volvió a esbozar la generosa sonrisa que lo caracterizaba, a pesar de lo cual Dilara comprendió que tenía tanto frío como ella.

—Nuestro
barista
ha salido un momento, pero no tardaremos en servirle un buen café caliente —aseguró—. Usted debe de ser Dilara Kenner.

Ella inclinó la cabeza, sorprendida.

—Así es. No esperaba una bienvenida así. Y ¿cómo se llama el extraño alto, moreno y robusto que me ha salvado?

—Bueno, no sé muy bien a cuál de nosotros se refiere, pero el superhombre de ahí se llama Grant Westfield, al tripulante a quien usted mantuvo con vida lo atiende Jimmy Markson, y yo soy Tyler Locke.

En lugar del cincuentón que esperaba conocer, vio a un hombre de treinta y tantos años, no mucho mayor que ella, más parecido a un musculoso bombero que a un ingeniero empollón. Tosió y dijo:

—¿El doctor Tyler Locke?

—No creo que sea necesario ser tan formales. Prefiero que me llame Tyler, pero también puedes llamarme Ty —dijo, tuteándola.

—¿Qué estás haciendo aquí?

—Yo podría hacerte la misma pregunta.

La impresión y el cansancio debieron de pasarle factura. Antes de que pudiera impedirlo, las palabras surgieron de sus labios en un torrente imparable.

—Quiero que me ayudes a encontrar el arca de Noé.

Capítulo 7

El capitán Hammer Hamilton llevaba una hora intentando sin éxito que alguien se pusiera a la radio del reactor privado. Lo único que oyó fue el sonido de la estática. Claro que no esperaba que le respondieran. La única radio se hallaba en la cabina, que llevaba mirando desde que casi se tocaban ala contra ala. La aeronave volaba recta y nivelada, siguiendo su rumbo, escoltada por Hammer y Fuzzy, sobrevolando Los Ángeles sin incidentes. A kilómetro y medio de distancia, el avión cisterna ÊÑ-10, que ya los había reabastecido en una ocasión, aguardaba en las inmediaciones, por si era necesario reabastecerlos de nuevo, lo que dependía de hasta dónde llegara el 737.

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