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Authors: Fredric Brown

Tags: #Policiaco

El asesinato como diversión (3 page)

—Estupendo. Esto..., ¿conoce a la familia de Dineen?

—No demasiado —replicó Tracy—. Los he visto en una o dos ocasiones.

—En ese caso, no querrá enviar flores por su cuenta. Los empleados del estudio han organizado una colecta para comprar una corona. ¿Le apunto con..., digamos..., dos dólares?

—Desde luego. Que sean cinco, si no le parece fuera de lugar. Mañana pasaré por el estudio.

Colgó el teléfono y notó que sudaba un poco. Se preguntó cómo habría reaccionado Wilkins si él le hubiera dicho:

—Oiga, señor Wilkins, tengo que confesarle una cosa.
Yo planeé ese asesinato
.

Si le hubiera dicho eso a Wilkins, se habría acabado
Millie
. Bueno, en realidad,
Millie
no se habría acabado. Sino que otra persona distinta de Tracy habría guiado su desdichada vida.

Tracy entró en la cocina y se sirvió una copa de la botella del armario, después añadió a la copa agua con gas, de la botella que guardaba en la nevera. Esas dos botellas, dicho sea de paso, eran las únicas provisiones de su cocina, aparte del paquete de galletas enmohecidas que todavía no se había decidido a tirar. Hasta aquella fecha, Tracy nunca se había preparado una comida en la cocina de su apartamento. Tampoco tenía la más mínima intención de hacerlo.

Bebió tranquilamente unos sorbos y después se despachó la mitad de la copa de un solo trago. Volvió a llenar el vaso, y esta vez se lo llevó a la sala y se sentó en el sillón «Monis» de respaldo inclinado.

Era una coincidencia, por supuesto, se dijo.

Pero menuda coincidencia. ¿Debía informar a la Policía? Si lo hacía, cabían dos posibilidades: que lo trataran de loco perdido, o que sospecharan que trataba de pasarse de listo. Incluso era factible que pensaran que se trataba de un truco publicitario. Incluso podían llegar a pensar que él mismo había asesinado a Dineen y que trataba de disipar las sospechas fingiendo exponerse.

¿Tenía motivos como para haber matado a Dineen? Vaya, no, salvo que el hombre había sido su jefe.

No era un motivo demasiado bueno. ¿Y los medios? No poseía ni un traje de Papá Noel ni una pistola con silenciador, pero resulta un tanto difícil probar que uno no posee una cosa. El verdadero asesino ya se habría desprendido de esos artículos.

¿Y la ocasión? El asesinato había sido cometido poco después de las diez de aquella mañana. A esa hora él estaba en la cama durmiendo a pierna suelta. Solo. No se había levantado hasta mediodía, y no había salido a desayunar hasta la una. Vaya coartada más pobre.

Con sumo cuidado repasó, hora a hora, las cosas que había hecho desde las siete de la tarde del día anterior. Había estado sentado a su escritorio escribiendo hasta las ocho y media. A las ocho y media había bajado a tomar una copa. Bebió rápidamente un trago en «Joe’s», y después había andado unas cuantas manzanas más hacia el Norte y se había encontrado con unos tipos del estudio; juntos habían estado bebiendo y charlando en aquel bonito bar que estaba cerca del callejón..., el «Oasis», se llamaba..., y habían jugado a los dados apostando las copas, y él había llegado a casa a la una y media; había leído durante un rato y después se había acostado. Y había dormido hasta mediodía.

Maldición, no había estado borracho. Un poco alegre quizá, pero no lo bastante borracho como para haber hecho o dicho nada que no pudiera recordar. En realidad, incluso cuando estaba muy trompa, jamás hacía o decía nada que después no lograra recordar. Podía comportarse como un perfecto imbécil, pero siempre recordaba hasta el más mínimo detalle todo el proceso. En ocasiones no era una facultad cómoda, pero, en ese caso en particular, era bueno saberlo.

No le había contado a nadie lo de su guión; estaba segurísimo. Apostaría la vida por ello.

Fue al cuarto de baño, encendió la luz que había sobre el botiquín y se miró en el espejo. Tenía un aspecto bastante normal. No daba la impresión de estar viniéndose abajo. Aparentaba exactamente los treinta y siete años que tenía, aunque sabía que tarde o temprano tendría que dejar la bebida o empezarían a notársele los efectos. Pero en ese momento, en aquella mañana de agosto, no tenía cara de chalado.

Apagó la luz y se dirigió otra vez al teléfono. Se volvería loco si no comentaba aquello con alguien.

Pero ¿con quién? Harry Burke no estaba en la ciudad. Hacía menos de una semana que se había marchado al Norte a pasar quince días de vacaciones, de modo que seguiría allí. Lee Stenger había dejado momentáneamente la bebida. ¿Qué tal Dick Kreburn? Dick era uno de sus más recientes amigos, pero sabía escuchar y jugaba bien al ajedrez, y quizá lograra encontrar una solución a aquel problema, si es que la había.

Marcó el número de Dick y permaneció de pie, con el auricular en la mano, esperando que Dick contestara. Un tipo callado, ese Dick Kreburn, pero que cuando hablaba, lo hacía con sentido. Hacía el papel de Reginald Mereton en
Los millones de Millie
, y Tracy había introducido aquel personaje especialmente para darle trabajo a Dick. Había escrito el papel ciñéndose tanto a las posibilidades de Dick, que al hombre no le había costado nada conseguir el puesto, aunque toda su experiencia la había hecho en el teatro y no ante un micrófono.

Pero no le contestó nadie, de modo que volvió a colgar. Pensando, llegó a la conclusión de que, con toda probabilidad, Dick estaría camino de su casa desde el estudio, pues figuraba en el guión de hoy.

Tracy se puso la chaqueta y el sombrero para salir, y entonces cayó en la cuenta de que no se había terminado su copa; volvió para poner remedio al descuido. Antes de que lograse llegar a la copa, llamaron a la puerta.

Tracy fue a abrir y recibió una agradable sorpresa.

—Hola, Millie.

No era la Millie de
Los millones de Millie
. Esa Millie era un personaje de ficción, mientras que Millie Wheeler no lo era. Millie Wheeler ocupaba el apartamento que estaba al otro lado del rellano. La ligera coincidencia en los nombres era una de esas cosas que hacen la vida difícil.

Cuatro meses atrás, cuando Tracy había alquilado el apartamento en el Smith Arms, había visto, junto a su buzón, el nombre de
MILLICENT WHEELER
, pero no le había dado importancia. No más de la que le había dado al nombre del edificio mismo.

Pero el ver aquel nombre —Smith Arms— escrito encima del portal cada vez que entraba al edificio, y el encontrarlo en la correspondencia que sacaba de su buzón, se había convertido ya en una definitiva fuente de fastidio.

Aunque con ciertas diferencias, le ocurría lo mismo con Millie Wheeler. La chica le caía bien. Era amistosa como un cachorro de pastor escocés —al menos hasta cierto punto—, y uno no podía evitar que le cayera bien. Sus enormes ojos azules habrían tenido un éxito formidable en televisión, si ella hubiese tenido la nariz un poco más pequeña y si se hubiera preocupado un poco más por la forma en que llevaba el pelo. Además, tenía una sonrisa demasiado amplia o, al menos, eso parecía hasta que uno la conocía lo bastante bien como para saber que era sincera hasta el último milímetro, entonces, uno no se percataba de la anchura de aquella sonrisa.

El problema radicaba en que, una vez que se la conocía, resultaba completamente imposible llamarla Millicent, incluso utilizar ese nombre para pensar en ella. Era y tenía que ser Millie.

Tracy solía sentarse a escribir un guión para
Los millones de Millie
, y descubría que Millie Mereton se le confundía en los pensamientos con Millie Wheeler. Millie Mereton, que era un producto de su imaginación, comenzaba entonces a hacer y decir las cosas que Millie Wheeler, la Millie de carne y hueso, haría o diría.

Y aquello le estropeaba el guión, y entonces él tenía que arrancar la página de la «Underwood» y empezar de cero. Millie Wheeler no encajaba en absoluto en el papel de heroína de una radionovela. Millie Mereton había nacido para sufrir para ejemplo de su público —para sufrir, y sufrir, y sufrir. Pero Millie Wheeler, maldita sea, era perfectamente capaz de reírse de las cosas que más hacían sufrir a Millie Mereton.

No, estaba claro que el público que sufría con Millie M. jamás iba a tolerar, ni por un instante, la actitud de Millie W. ante la vida. Era impertinente. Era fresca. Era casi todo lo que una heroína de radio no se atreve a ser.

Pero en aquel momento Tracy se alegró como nunca de verla. Se quitó el sombrero y se hizo a un lado.

—¿Ibas a salir? —le preguntó ella.

—No —repuso—. Quiero decir, sí. —Le sonrió—. Me has pillado. En estos momentos, no sé si vengo o si voy. Pero pasa, anda. Tómate una copa.

Millie entró y se sentó en el brazo del sillón «Morris», mientras Tracy volvía a la cocina. En la botella quedaba lo suficiente como para dos copas. Las preparó y las llevó a la sala.

—Salud —dijo Millie, y bebió un sorbo—. He venido sólo para devolverte los cigarrillos que te robé anoche. No son los mismos, claro, pero son de la misma marca y están igual de buenos.

—¿Anoche, Millie?

—Sí. Ayer por la noche. —Sacó un paquete de cigarrillos del bolso y lo lanzó sobre el escritorio—. Atraqué tu casa. Justo después de que te marcharas.

—¿Qué quieres decir con eso de que atracaste mi casa? —Tracy se puso muy serio. Dejó la copa sobre el escritorio, se levantó y la miró fijamente—. ¿Quieres decir que no eché el cerrojo? Cuando volví a la una y media de la madrugada encontré la puerta cerrada.

Millie abrió los ojos como platos cuando le devolvió la mirada.

—¡Tracy! Te juro que jamás soñé que te molestarías, de lo contrario... No me mires de ese modo. Si de veras te ha molestado, te pido perdón. No volveré a hacerlo.

Tracy apartó la copa y se sentó en un rincón del escritorio.

—Escúchame, Millie. Anoche ocurrió algo raro..., quiero decir, hoy. Rayos..., quiero decir que existe una extraña relación entre algo que escribí anoche y algo que ocurrió hoy. Millie, no me importa si entraste en mi casa ni qué te llevaste, puedes venir cuando gustes. Pero cuéntame exactamente qué pasó cuando estuviste aquí.

—¿Te robaron algo, Tracy?

Intentó mostrarse un poco menos sombrío, sonreír de modo reconfortante. Al fin y al cabo, era una tontería pensar que Millie podía tener algo que ver con el asesinato.

Bajó un poco el tono de voz y se lo dijo:

—Te contaré toda la historia, Millie. Tenía ganas de sincerarme. Pero, antes, dime cuánto tiempo estuviste aquí y a qué hora viniste. ¿De veras no eché el cerrojo?

—Serían alrededor de las ocho y media, Tracy. No lo sé con exactitud. Iba a tomar un baño antes de salir, y me di cuenta de que me había quedado sin cigarrillos y tenía ganas de fumar. Me puse la bata para venir a tu casa a pedirte tabaco. Abrí la puerta de mi piso y, justo cuando salí al pasillo, te vi cerrar la puerta del ascensor.

—Ya veo. Eran más o menos las ocho y media cuando salí.

—Te llamé —continuó Millie—, pero la puerta del ascensor se cerraba en ese momento y no me oíste. Y yo ahí, sin tabaco. Pensé que, si no habías echado el cerrojo, no te importaría si cogía prestado un paquete. Sabía que guardabas un cartón en el cajón de tu escritorio.

—Pero ¿no eché el cerrojo?

—Quisiste hacerlo. Lo habías echado, pero, como no habías cerrado bien la puerta antes, no quedó enganchado. Por eso entré un momento, te quité los cigarrillos y, al salir, tiré bien de la puerta para que el cerrojo quedara echado. Por eso la encontraste bien al regresar. ¿A qué viene todo esto, Tracy?

Tracy suspiró. Tomó un buen trago de su copa y después volvió a mirarla.

—Ojalá la puerta hubiera permanecido sin cerrojo durante más tiempo, así habría podido entrar alguna otra persona y yo me sentiría mejor. Maldición, sé que estuvo cerrada a partir de un minuto después de marcharme hasta que llegué acasa. ¿Lo ves?

—¿El qué?

—Mira, estaba trabajando en un guión. No era para
Los millones de Millie
, sino para otra cosa. Había una hoja en la máquina de escribir. ¿Por casualidad no le habrás echado un vistazo?

Millie se sonrojó un poco, justo por encima del escote.

—Bueno, la verdad es que leí una o dos líneas. No era mi intención, Tracy, pero no pude evitarlo.

—¿Leíste lo suficiente como para enterarte de qué iba?

Millie asintió.

—Era el resumen de una novela policíaca. —Frunció los labios un momento, y reflexionó—. Se trataba de un tipo que se disfrazaba de Papá Noel, para presentarse en el despacho de una persona y matarla sin que después pudieran identificarlo. Buen truco, Tracy. Me gustó la idea.

—Parece que no eres la única.

—¿Qué quieres decir?

—Millie, ¿has leído el periódico de hoy?

—Una edición de la mañana. Aunque no leí mucho, sólo los titulares y los cómics.

—Entonces, prueba con una edición de la tarde —le sugirió Tracy—. Aquí tienes. —Le entregó la primera sección del diario que había sobre el escritorio, y le señaló la nota de la segunda columna.

Millie la leyó despacio hasta el final. Levantó la vista.

—Dineen —dijo—. Es tu jefe, ¿no es así, Tracy?

—Era mi jefe. Escúchame bien ahora, porque aquí viene lo más duro. La idea de ese guión se me ocurrió ayer a las siete de la tarde. Creí que era la única persona que la conocía y ahora resulta que somos dos..., espera... ¿Le has contado a alguien lo del guión? Piensa bien, ¿lo has comentado con alguien?

Millie sacudió la cabeza con decisión y respondió:

—Con nadie, Tracy. Te lo juro. De verdad.

—Yo tampoco.

—Pero, Tracy, tiene que tratarse de una coincidencia. No podría ser otra cosa, ¿no?

—Millie, si le hubiera ocurrido a un extraño, te habría dicho que era una coincidencia. Pero le ocurrió a alguien que yo conocía, con quien yo estaba relacionado...

»Maldición..., de todos modos, tiene que tratarse de una coincidencia. ¿Qué otra cosa podría ser? Voy a salir a ver si me olvido un poco de esto. ¿Te vienes conmigo?

Millie se fue con él.

CAPÍTULO II

Mucho me temo que Tracy estuviera borracho. Aunque al mirarlo nadie lo hubiera adivinado, a menos que lo conociese a fondo. Sabia cómo dominar la bebida. Quizá no pudiera dominar a Millie (la había perdido hacía media hora), pero a la bebida sí que la dominaba.

«Bueno —pensó Tracy—, que Millie se cuide sola.» Eso se le daba bien. Además, el mundo era un lugar extraño y monstruoso, y había cosas profundas y complejas que decir al respecto, con tal de que hubiese alguien dispuesto a escuchar.

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