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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Policíaca

El Avispero (30 page)

—¿Te importa si voy yo delante? —le dijo.

Panesa se detuvo en Fourth Ward, frente a la casa de Hammer, a la una y veinte de la madrugada.

—Bien, felicidades por tu premio —repitió él.

—Lo mismo te digo —respondió Hammer al tiempo que asía el tirador de la puerta.

—Bien, Judy, repitamos esto cualquier noche, pronto.

—Claro que sí. Con premios o sin ellos.

Hammer vio la luz del televisor a través de las cortinas. Seth estaba levantado, probablemente devorando una pizza Tombstone.

—Realmente aprecio muchísimo que permitas que Brazil ande por ahí con tu gente. Nos ha funcionado muy bien —dijo Panesa.

—A nosotros también.

—Que así sea. Yo estoy a favor de cualquier innovación —declaró Panesa—. No suele suceder.

—Es más raro que pase eso que encontrar una gallina con dientes —asintió Hammer.

—Lo que dicen no es la verdad.

—Desde luego que no.

Panesa reprimió el impulso de tocarla.

—Necesito que te vayas —dijo.

—Es tarde —asintió ella, de completo acuerdo.

Finalmente Hammer abrió la puerta del coche y se apeó. Panesa volvió con el coche en dirección a la casa vacía y sintió añoranza. Hammer entró en su espacio, donde vivía y comía Seth, y se encontró a solas.

West y Brazil trabajaban a fondo y ajenos al tiempo que transcurría. Acababan de detenerse ante los bloques de viviendas de subvención federal y entraron en el apartamento 121, donde había sospechosas señales de dinero. Sobre la mesilla auxiliar había un ordenador, junto a un montón de billetes, una calculadora y un avisador de llamadas. En el sofá había una mujer mayor muy compuesta cuyo novio o amigo, enfurecido y bebido, bailaba delante de ella apuntándola con el dedo. La policía presente en la sala procedía a evaluar el problema.

—¡Ha sacado un revólver del 22 contra mí! —exclamó el amigo.

—Señora —dijo West—, ¿tiene usted alguna arma?

—Me amenazaba —respondió la mujer a la pregunta de West.

Se llamaba Rosa Tinsley y no estaba bebida ni excitada. En realidad no conseguía llamar la atención de nadie salvo una vez a la semana, cuando se presentaba la policía. Se lo estaba pasando en grande. Por ella, Billy podía seguir saltando y amenazando como hacía siempre cuando acudía al garito a perder dinero al póquer.

—Viene aquí a hacer todos sus trapicheos con droga —continuó declarando Rosa a Brazil—. Se emborracha y dice que va a cortarme el cuello.

—¿Hay drogas aquí? —preguntó West.

Rosa hizo un gesto de asentimiento a Brazil e indicó la parte de atrás de la casa.

—En la caja de zapatos del armario —anunció.

14

En el armario de Rosa había muchas cajas de zapatos, y West y Brazil las inspeccionaron una por una. No encontraron ninguna droga, el novio quedó libre y Rosa se sintió inmediatamente gratificada. West y Brazil regresaron a su coche. Brazil consideraba que habían realizado una buena intervención. El viejo pestilente, desagradable y embrutecido quedaba fuera. La pobre mujer tendría un poco de paz. Estaba a salvo.

—Supongo que nos hemos librado de él —comentó con orgullo.

—La mujer sólo lo estaba asustando, como hace cada semana —respondió West—. Cuando volvamos, ya estarán juntos otra vez.

Puso en marcha el motor y observó al viejo por el retrovisor. El hombre estaba en la acera con sus cosas y observaba el Crown Victoria azul marino, a la espera de que desapareciese.

—Lo más probable es que un día de éstos la mate —añadió.

Detestaba los casos domésticos y aquellas llamadas por conflictos conyugales eran los más impredecibles y peligrosos para la policía. Los ciudadanos llamaban a los agentes y luego lamentaban la intervención. Todo resultaba muy irracional, pero la peor característica de la gente como Rosa y su amigo era tal vez la mutua dependencia, la incapacidad de pasar el uno sin el otro por muchas veces que los dos blandieran navajas y pistolas, se golpearan, se robaran y se amenazaran. West lo pasaba mal tratando con gente que se revolcaba en la disfunción, que pasaba de una relación abusiva a la siguiente, sin sacar nunca consecuencias y lamentándose de la vida. En su opinión, Brazil no debería vivir con su madre.

—¿Por qué no te buscas un piso y te estableces por tu cuenta de una vez? —le dijo West.

—No puedo permitírmelo. —Brazil marcó el número del departamento de vehículos a motor.

—Seguro que sí.

—No, no puedo. —Marcó algo más—. Un apartamento de una habitación en un barrio decente cuesta quinientos al mes.

—¿Y? —West lo miró fijamente—. Ya tienes pagado el coche, ¿no? ¿Debes dinero en Davidson?

No era asunto suyo.

—Te lo puedes permitir. —West continuó sus intentos para convencerlo—. Esa relación es enfermiza. Si no te apartas de ella, os haréis viejos juntos.

—¿De veras? —Brazil miró a West. Sus comentarios no le gustaban lo más mínimo—. Tú lo sabes todo del asunto, ¿verdad?

—Me temo que sí —respondió ella—. Por si no lo has pensado todavía, Andy, no eres la primera persona del mundo que tiene una relación de dependencia mutua con un progenitor o un cónyuge. La enfermedad incapacitante y autodestructiva de tu madre es una elección suya. Y le sirve para una función importante, para controlar a su hijo. Ella no quiere que te marches y, ¿sabes una cosa? Hasta ahora no lo has hecho.

Ése era también el problema de Hammer, aunque ella todavía tenía que afrontarlo de pleno. Seth también era un incapacitado. Cuando de madrugada su poderosa y atractiva esposa había entrado con su trofeo, Seth estaba repasando los cientos de canales por cable que le permitía sintonizar la antena parabólica de cuarenta y cinco centímetros instalada en el porche, en la parte de atrás de la casa. A Seth le gustaba la música
country
y buscaba la buena sintonía. No era verdad que estuviese comiendo una pizza Tombstone. Aquello había sido antes, cuando había pasado la medianoche y su esposa aún no había vuelto. Ahora estaba ocupado con palomitas de maíz untadas en mantequilla de verdad, que había fundido en el microondas.

Seth Bridges nunca había sido muy atractivo. No había sido su belleza física lo que había llamado la atención de Judy Hammer muchos años atrás, en Little Rock. A ella le había encantado su inteligencia y su carácter paciente. Habían empezado como amigos, como debería hacer todo el mundo si en el planeta reinara el sentido común. El problema estaba en la capacidad de Seth. Durante los diez primeros años había progresado como lo hacía su esposa. Después se había apagado y no había podido seguir creciendo como ser espiritual, iluminado y evolucionado. La única manera de crecer como persona había sido engordar físicamente. Y ahora lo mejor que hacía era comer.

Hammer cerró la puerta delantera y conectó de nuevo la alarma antirrobo tras asegurarse de que los sensores de movimiento estaban desconectados. La casa olía como un cine y detectó un ligero aroma a pimiento verde bajo una capa mantecosa de aire gélido. Su marido estaba tumbado en el sofá, agachado, con unos dedos relucientes de grasa que introducían palomitas en una boca que nunca estaba completamente inactiva. Atravesó el salón sin comentarios mientras las emisoras se sucedían en la pantalla, cambiando todo lo rápido que Seth era capaz de apuntar y pulsar con el mando a distancia. Ya en el dormitorio, irritada, Judy dejó el trofeo en la parte inferior de un armario, junto con otros que tenía olvidados.

Dominada por la rabia, cerró de un portazo, se quitó la ropa con furia y la arrojó a una silla. Se puso su camisón preferido, sacó la pistola del bolso y volvió al salón. Ya tenía suficiente. No aguantaba más. Todo mortal tenía su límite. Seth se quedó paralizado, a medio gesto de llenarse la boca cuando su esposa se presentó con el arma.

—¿Por qué sigues arrastrándote así? —dijo ella, de pie junto a él, con el camisón de algodón a franjas azules y blancas—. ¿Por qué no te quitas de en medio y acabas con esto de una vez? Venga, adelante.

Sacó la pistola y se la ofreció, con la empuñadura por delante. Seth contempló el arma. Nunca había visto así a su mujer y se incorporó un poco, apoyado en los codos.

—¿Qué ha sucedido esta noche? —preguntó—. ¿Es que te has peleado con Panesa?

—Todo lo contrario. Si quieres terminar con esto, adelante.

—Estás chiflada.

—Gracias a ti voy camino de estarlo. —Su esposa bajó el arma y puso el seguro—. Seth, mañana irás a buscar ayuda profesional. Un psiquiatra y tu médico de cabecera. Tienes que enderezarte. No puedes dejarlo un minuto más. Estás hecho un cerdo, das asco. Estás suicidándote lentamente y no estoy dispuesta a verlo ni un segundo más. —Le arrancó el cuenco de palomitas de maíz de entre las manos aceitosas y añadió—: Si no solucionas eso, me largo. Punto.

Brazil y West también padecían los efectos posteriores a su confrontación en el coche camuflado. Habían seguido discutiendo sobre la situación del joven, y a aquellas alturas, mientras cruzaban otra zona poco recomendable de la ciudad, estaban enfurruñados. Brazil la miraba con rencor, apenas pendiente de la zona o de su desagradable vecindario, entre el cual el paso del coche patrulla despertaba pensamientos violentos. Brazil se preguntó qué le habría ocurrido para que quisiera pasar tanto de su valioso tiempo en compañía de aquella jefa ayudante tosca e insensible que era una vieja retrógrada y una auténtica pelmaza.

Parecía que las peleas formaban una capa de nubes sobre la Ciudad de la Reina, y el ánimo optimista de Panesa se había deteriorado también cuando su amiga abogada lo llamó por teléfono. En aquel preciso instante, Hammer cerraba la puerta del dormitorio y West le decía a Brazil que creciera y se hiciera adulto, y Bubba andaba al acecho en su taxi King Cab. La abogada había estado pensando en Panesa, a quien había visto en las noticias de la noche, con un esmoquin deslumbrante, mientras recibía un premio. La abogada pensaba en Panesa y sus cabellos plateados y quería pasar a verlo y quizá quedarse a dormir. Panesa dejó claro que no era posible y que nunca volvería a serlo, al tiempo que Bubba aparcaba entre densas sombras, cerca de Latta Park.

Bubba llevaba ropa de camuflaje y una gorra negra muy calada. Cuando llegó sigilosamente a la casa de West se alegró al comprobar que no estaba allí. Quizás estuviera dándose un revolcón con su novio afeminado, y mientras seguía acercándose a la fachada de la casa de ladrillo, sonrió al imaginar que a continuación él la agarraba y se la follaba también. Su intención no era tan perversa, pero aquella zorra se iba a poner contenta cuando intentara abrir alguna de las puertas de la casa, la delantera o la de atrás, y viera que no podía porque alguien había rellenado las cerraduras con pegamento Super Glue. Había sacado la idea de otro de sus manuales y habría funcionado como un hechizo si las circunstancias no hubieran conspirado contra él mientras abría la navaja de bolsillo y procedía a cortar la punta del tubo de pegamento.

Se acercaba un coche y Bubba supuso, sensatamente, que podía ser la mujer policía, que volvía a casa. No le daba tiempo de escapar y se tumbó boca abajo tras el seto. La camioneta Cavalier de Ned Toms pasó por la calzada camino del mercado del pescado, donde Toms empezaría en breve su turno, dedicado a sacar marisco de cajas de hielo. El hombre observó la presencia de un perro de gran tamaño que se movía entre los arbustos frente a una casa ante la cual veía con frecuencia un coche de la policía camuflado. La Cavalier desapareció en un santiamén.

Bubba se asomó por detrás del seto con los dedos pegados y la mano izquierda totalmente adherida a la parte interna del muslo de la pernera derecha del pantalón de camuflaje. Al instante se retiró de las inmediaciones de la casa con unos movimientos que evocaban sorprendentemente a los de un jorobado. No podía abrir su vehículo ni conducir sin liberar una mano, y ello requería quitarse los pantalones, lo cual se disponía a hacer en el momento en que el agente Woods pasaba por allí en su patrulla rutinaria, comprobando que no hubiera pervertidos en el parque. Bubba fue detenido por exhibicionismo.

West y Brazil escucharon la llamada por la emisora policial, pero no se encontraban cerca de la zona y estaban enfrascados en una discusión sobre la vida de Brazil.

—¿Y tú qué sabes de mi madre y de por qué escogí cuidar de ella? —preguntaba Brazil.

—Sé mucho. Los servicios sociales y los tribunales juveniles están llenos de casos como el tuyo —respondió West.

—Yo nunca he sido un caso para asistentes sociales. Y nunca he estado ante un tribunal de menores.

—Sí —le recordó ella.

—Será mejor que te ocupes de tus propios asuntos.

—Vive tu vida —dijo ella—. Independízate. Sal con alguien.

—O sea que ahora no salgo…

Ella se echó a reír.

—¿Cuándo? —preguntó—. ¿Mientras te cepillas los dientes? Te pasas las noches trabajando y apareces en la redacción a las nueve, después de haber movido el culo por la pista de atletismo y de haber golpeado un millón de pelotas de tenis. Dime cuándo sales por ahí, Andy.

Por fortuna Radar los llamó en aquel preciso instante desde la central. Al parecer estaba produciéndose un asalto en Monroe Road.

—Unidad 700 responde —dijo Brazil por el micro, en tono irritado.

—Te llaman «La voz de la noche» —le dijo West.

—¿Quién?

—Los agentes. Cuando respondes por la radio, saben que no soy yo.

—¿Porque tengo un tono de voz más grave, o porque utilizo la gramática correctamente?

West avanzó entre nuevos bloques de viviendas subvencionadas por el Gobierno. Los edificios tenían un aspecto amenazador, y la mujer estaba pendiente de los retrovisores constantemente.

—¿Dónde coño están mis apoyos? —preguntó.

Brazil tenía la vista fija en otra cosa, que señaló con excitación.

—Esa furgoneta blanca, EWR-117 —dijo—. De la llamada de antes.

La furgoneta doblaba una esquina despacio, y West apretó el acelerador.

Conectó luces y sirenas, y veinte minutos después unos agentes se llevaban a alguien a comisaría mientras West y Brazil continuaban la ronda.

Radar aún no había terminado con ellos. Llegó una llamada relativa a un coche reventado en Trade con Tryon, y el encargado de la central también asignó el asunto a la unidad 700, mientras otros coches patrulla rondaban por la zona sin gran cosa que hacer.

—Varón negro, sin camisa, con pantalones cortos verdes. Puede ir armado —dijo la voz de Radar por la emisora policial.

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