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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Policíaca

El Avispero (52 page)

—No conozco con detalle ninguno de sus asuntos —explicó a sus hijos, a quienes tampoco les interesaba en absoluto.

—Pues vaya —dijo Jude mientras sacaba otro traje del colgador y empezaba a doblarlo—. Habría sido lógico que hubiese hablado de su testamento contigo, mamá.

—En parte es culpa mía. —Hammer cerró un cajón y se preguntó cómo habría podido soportar aquella actividad ella sola—. No se lo pedí nunca.

—No tendrías por qué habérselo pedido —replicó Jude irritado—. Una parte del propósito de vivir con alguien es compartir las cosas importantes, ¿sabes? Como en tu caso, para que pudieras planificar tu futuro, tal vez, si le sucedía algo, cosa bastante probable en vista de su mala salud.

—He planificado mi propio futuro. —Hammer miró a su alrededor, consciente de que debería desaparecer de allí hasta la última molécula de lo que contenía la habitación—. No me va tan mal por mi cuenta.

Randy era más joven y más irritable. Para él, su padre había sido un hombre egoísta y neurótico porque estaba malcriado y porque no hacía el menor esfuerzo por pensar en los demás, como no fuera por el provecho que les pudiese sacar en su existencia ruinosa y rapaz. Pero lo que a Randy le ponía furioso sobre todo era el trato que había recibido su madre. Ella merecía alguien que la admirase y la quisiera por su bondad y su valor. Se acercó y la rodeó con sus brazos mientras Hammer doblaba una camisa de Key West que recordaba que Seth había comprado en sus escasas vacaciones.

—No. —La mujer apartó con suavidad a su hijo y los ojos se le llenaron de lágrimas.

—¿Por qué no vienes a Los Ángeles y te quedas con nosotros una temporada? —dijo él con tono dulce, y siguió abrazándola.

Hammer movió la cabeza para decir que no y volvió al asunto que tenía entre manos, dispuesta a eliminar de la casa lo antes posible cualquier cosa que recordara a Seth, y seguir adelante con su propia vida.

—Lo mejor para mí es trabajar —declaró—. Y hay problemas que debo resolver.

—Siempre hay problemas, mamá —respondió Jude—. Nos encantaría que vinieras con nosotros. ¿Sabes algo de esta llave? Va en una cadena. —Randy la mostró en alto—. Estaba dentro de la Biblia, en el fondo de ese cajón.

Hammer contempló el colgante como si hubiera sufrido una conmoción. La llave era de ella, de la Universidad de Boston, donde había disfrutado de cuatro años muy estimulantes y donde se había graduado entre los primeros de su clase con un doble título en justicia criminal y en historia, pues consideraba que ambas materias iban indisolublemente unidas. Hammer había crecido sin privilegios especiales y sin perspectivas de llegar a grandes cosas pues era una chica entre cuatro hermanos en una familia con poco dinero y una madre que no veía con buenos ojos que una hija tuviese los pensamientos peligrosos de la suya. La llave de la fraternidad Phi Beta Kappa de Judy Hammer había sido un triunfo y se la había regalado a Seth cuando se habían comprometido. El la llevó mucho tiempo hasta que empezó a ponerse gordo y a hacerse odioso.

—Me dijo que la había perdido —dijo Hammer sin alzar la voz, al tiempo que sonaba el teléfono.

West lamentaba terriblemente tener que molestar otra vez a la jefa. Se disculpó por el móvil desde el coche patrulla mientras aceleraba hacia el centro de la ciudad. Otras unidades y una ambulancia se dirigían ululando camino de Five Points, donde otro hombre de fuera de la ciudad acababa de ser asesinado brutalmente.

—¡Oh, Dios! —exclamó Hammer, cerrando los ojos—. ¿Dónde?

—Puedo pasar a recogerte —dijo West por el aparato.

—No, no —respondió Hammer—. Tú dime dónde.

—Cedar Street, pasado el estadio —indicó West mientras aceleraba para pasar una luz en ámbar—. En los edificios abandonados de esa zona, cerca de la empresa de suministros para soldaduras. Ya nos verás.

Hammer cogió las llaves de la mesa junto a la puerta. Salió sin molestarse en quitarse el traje gris y las perlas. Brazil estaba dando una vuelta en coche, atemorizado, cuando oyó la llamada de la emisora de la policía. Enseguida llegó al lugar, y en aquellos momentos estaba más allá del cordón policial, inquieto, vestido con vaqueros y camiseta, y frustrado porque nadie le permitía el acceso a la escena del crimen. Los policías lo trataban como si fuera uno más de los reporteros que merodeaban por allí, y Brazil no entendía el motivo. ¿Acaso no lo recordaban de uniforme, de ronda con ellos noche tras noche y en persecuciones a pie y en peleas?

West llegó al lugar segundos antes de que lo hiciera Hammer, y las dos se encaminaron hacia la zona de vegetación donde estaba aparcado descuidadamente un Lincoln Continental negro, entre Cedar y la calle Primera, cerca de un Dumpster. La empresa de soldaduras era una silueta tenebrosa y acechante de ventanas oscuras. Las luces policiales destellaban, y a lo lejos gemía una sirena señalando alguna nueva desgracia en otra zona de la ciudad. Un tren de la Norfolk Southern pasó despacio y ruidosamente por las vías cercanas al lugar; el maquinista contempló el desastre.

Como en los casos anteriores, el coche era de alquiler, la puerta del conductor estaba abierta, el avisador sonaba en el interior y los faros seguían encendidos. La policía batía la zona, y había destellos de flashes fotográficos y cámaras de vídeo que lo filmaban todo. Brazil distinguió a las dos mujeres que se acercaban; los reporteros se arremolinaban en torno a ellas sin conseguir otra cosa que darse contra muros invisibles. Brazil contempló a West hasta que ella lo vio, pero no hizo ninguna señal de reconocerlo, como si no tuviera ningún interés en hacerlo. Era como si no se hubiesen conocido nunca, y su indiferencia atravesó a Brazil como una daga. Hammer tampoco parecía haberse dado cuenta de su presencia. El reportero la siguió con la mirada, convencido de que lo habían traicionado. Las dos mujeres estaban ocupadas y nerviosas.

—Estamos seguras —le decía Hammer a West.

—Sí, es como los otros —respondió West con tono sombrío mientras sus pasos las llevaban más allá del cordón policial, al corazón de la escena del crimen—. No tengo ninguna duda. El
modus operandi
es idéntico.

Hammer respiró hondo con expresión dolorida e indignada mientras echaba una ojeada al coche, y luego a la actividad que se desarrollaba en la espesura donde el doctor Odom estaba de rodillas, trabajando. Desde la posición de Hammer alcanzaba a ver los guantes ensangrentados del forense, que brillaban bajo las luces instaladas en la zona. Alzó la mirada cuando el helicóptero de noticias del Canal 3 apareció sobre sus cabezas y permaneció suspendido sobre el lugar mientras la cámara tomaba imágenes para el noticiario de las once. Unos fragmentos de cristal tintinearon bajo sus pies cuando las dos mujeres se acercaron más mientras el doctor Odom palpaba la cabeza destrozada de la víctima. El sujeto llevaba un traje azul marino de Ralph Lauren, camisa blanca a la que le faltaban los gemelos, y una corbata Countess Mara. Tenía cabello rizado y canoso y un rostro bronceado que quizás hubiera sido atractivo, aunque ahora eso resultaba difícil de saber. Hammer no distinguió ninguna joya pero imaginó que cualquier cosa que aquel hombre hubiera llevado encima no sería precisamente barata. La jefa reconocía a la gente de dinero en cuanto la veía.

—¿Lo hemos identificado? —preguntó Hammer al doctor Odom.

—Blair Mauney III; cuarenta y cinco años, de Asheville —respondió el forense al tiempo que fotografiaba el odioso reloj de arena anaranjado brillante pintado con spray sobre los genitales de la víctima. El doctor Odom alzó la vista hacia Hammer durante un momento—. ¿Cuántos más? —preguntó con un tono de voz severo, como si le echara la culpa a ella.

—¿Qué hay de los casquillos? —preguntó West.

El detective Brewster estaba en cuclillas, interesado en los desperdicios esparcidos entre las zarzas.

—Tres hasta el momento —respondió a la jefa—. Parece lo mismo que los otros.

—¡Dios! —exclamó el doctor Odom.

En aquellos momentos el forense estaba imaginándose al detalle lo sucedido. Odom se veía continuamente en ciudades extrañas, en reuniones, dando vueltas en el coche, tal vez perdido. Se imaginaba arrancado de pronto de su coche y conducido a un lugar como aquél por un monstruo que le iba a volar la cabeza por un reloj, una cartera o un anillo. Podía leer el miedo que habían sentido las víctimas mientras rogaban que no las mataran, y alcanzaba a ver la enorme pistola del cuarenta y cinco apuntada hacia ellas y dispuesta a disparar. El forense estaba seguro de que los calzoncillos sucios que habían encontrado en cada caso no eran efectos
post mortem.
De ninguna manera. Los comerciantes asesinados no habían perdido el control de los esfínteres ni de la vejiga mientras la vida se les escapaba. Aquellos tipos estaban aterrorizados, habían sido presa de violentos temblores, presentaban unas pupilas dilatadas y se les había cortado la digestión cuando la sangre había afluido a las extremidades para una reacción primaria, de lucha o huida que nunca había llegado a producirse. Al doctor Odom le latía el pulso en el cuello mientras desplegaba otra bolsa para el traslado de cadáveres.

West estudió detenidamente el interior del Lincoln mientras el avisador del salpicadero anunciaba que la puerta del conductor estaba abierta y los faros encendidos. Observó la bolsa con los restos de comida de Morton's y el contenido del maletín y de un equipaje de mano que habían sido vaciados y revueltos en el asiento trasero. Sobre la alfombrilla había más tarjetas esparcidas con el logotipo del USBank, y West se acercó más y leyó el nombre, Blair Mauney III, el mismo nombre del permiso de conducir que le había mostrado el detective Brewster. West sacó unos guantes de plástico de su bolsillo trasero.

Estaba tan concentrada en lo que hacía que no se percató de la presencia de nadie a su alrededor, ni en la grúa que se acercaba despacio para llevarse el Lincoln al departamento de policía para su inspección detenida. West no había trabajado en escenarios del crimen desde hacía años, pero en otros tiempos se le había dado muy bien. Era meticulosa, incansable e intuitiva, y en aquel momento empezó a tener una sensación extraña al contemplar el desorden que había dejado el asesino. Levantó del suelo un billete de USAir cogido por una esquina y lo abrió en el asiento del coche, tocándolo lo menos posible mientras aumentaban sus recelos.

Mauney había volado a Charlotte desde Asheville aquel mismo día, y había llegado al aeropuerto internacional Charlotte-Douglas a las diecisiete treinta. El regreso para la tarde siguiente no era a Asheville sino a Miami, y desde allí volaría a Gran Caimán, en las Antillas. West repasó con cuidado otros billetes; el corazón se le aceleró con una descarga de adrenalina. Tenía previsto abandonar Gran Caimán el miércoles y hacer una escala de seis horas en Miami. Después volvería a Charlotte, y por último a Asheville. Había más signos perturbadores que probablemente no estaban relacionados con el asesinato de Mauney, pero que apuntaban a otro delito que posiblemente envolvía su vida.

West pensó sin poderlo evitar que aquélla era siempre la amarga ironía en ese tipo de casos. La muerte delataba a drogadictos y borrachos vergonzantes o a personas que tenían líos con uno y/o otro sexo, o a quienes les gustaba dar azotes o ser azotados o atarse y colgarse de poleas o lazos corredizos y masturbarse. La creatividad del ser humano era inagotable, y West había visto de todo. Había sacado un bolígrafo para pasar las páginas de otros documentos. Aunque el dinero en metálico y sus equivalentes —bonos del tesoro y efectos públicos, títulos, inversiones bancarias, valores bursátiles— no eran su fuerte, West sabía lo suficiente como para hacerse una idea de lo que Mauney probablemente había estado haciendo en sus viajes.

En primer lugar tenía un apodo, Jack Morgan, cuya foto de pasaporte y del permiso de conducir mostraba la cara de Mauney. Había un total de ocho tarjetas de crédito y dos talonarios de cheques a nombre de Mauney y de Morgan. Ambos parecían tener un profundo interés en el negocio inmobiliario, y en concreto en diversos hoteles a lo largo de Miami Beach. A West le daba la impresión de que Mauney se disponía a invertir alrededor de cien millones de dólares en aquellos viejos tugurios de colores pastel. ¿Por qué? ¿Quién coño iba hoy día a Miami Beach? West hojeó más papeles, sudorosa bajo el calor húmedo. ¿Por qué Mauney tenía previsto pasar por Gran Caimán, la capital mundial del blanqueo de dinero?

—Dios mío —murmuró West al caer en la cuenta de que Gran Caimán tenía tres sílabas.

Se incorporó y contempló el luminoso perfil de rascacielos de la ciudad, el poderoso edificio USBank Corporate Center, que se alzaba por encima de todos los demás con su luz roja en lo alto, parpadeando calmosamente, una advertencia a los helicópteros y aviones que volaban a poca altura. Admiró aquel símbolo del triunfo económico de la grandeza y del trabajo esforzado por parte de muchos y se puso furiosa. West, como tantos ciudadanos, tenía cuenta corriente y de ahorro en el USBank. Había financiado la compra de su Ford a través de esa entidad. Los empleados siempre eran amables y trabajadores. Volvían a casa al final de la jornada y hacían cuanto podían para afrontar sus gastos, como la mayoría de la gente. Y de repente se presenta un cabronazo y decide estafar, robar, engañar, comportarse como un ladrón y dar mala fama a un negocio honesto y a su gente. West volvió la atención a Hammer y le hizo una señal.

—Echa un vistazo —le dijo en voz baja.

Hammer se agachó junto a la puerta abierta del coche y examinó los documentos sin tocarlos. La jefa llevaba muchos años de su vida haciendo inversiones y ahorrando dinero. Sabía reconocer la «banca creativa» cuando la veía, y al principio se quedó perpleja; después, conforme empezó a filtrarse la verdad, la perplejidad se convirtió en asco. Por lo que podía deducir —y por supuesto nada de ello era demostrable en aquel preciso momento—, daba la impresión de que Blair Mauney III estaba detrás de cientos de millones de dólares prestados a Dominion Tobacco, que parecía estar vinculada a un grupo de promociones inmobiliarias llamado Southman Corporation, de Gran Caimán. Asociado con éste había múltiples números de cuentas bancarias no vinculadas mediante números de identificación. Algunos de los teléfonos de Miami aparecían repetidas veces sin más descripción que unas iniciales a las que no encontraba sentido. Había referencias a algo llamado USChoice.

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