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Authors: George Alec Effinger

Tags: #Ciencia Ficción

El beso del exilio (4 page)

Yacía tumbado con la espalda en la tierra y la mente flotando en algún lugar del Cielo, y la línea divisoria parecía ser mi cuerpo. Precisamente la parte que tanto me dolía. Sentía un dolor agudísimo bajo la bruma del opiáceo. Cuando la droga perdió su efecto, me percaté del calibre del dolor que me aquejaba y me asusté mucho. Por fortuna, no pude detener mi mente en ello más que unos pocos segundos. Luego volví a sonreír y a murmurar palabras para mis adentros.

Supongo que me dormí, aunque en semejante estado es muy difícil establecer la diferencia entre el sueño y la vigilia. Recuerdo que intenté abrir los ojos, esta vez pude mover la mano hasta la barbilla y recorrer con los dedos mis labios, mi nariz y mis párpados. Me restregué los ojos hasta limpiármelos, pero el esfuerzo me dejó tan agotado que no pude retirar la mano. Tuve que descansar un minuto con los dedos bloqueándome la vista. Por fin, intenté enfocar a mi alrededor.

No acerté a ver mucho. Aún me costaba levantar la cabeza, de modo que sólo distinguí lo que tenía directamente delante de mí: un triángulo brillante de base estrecha en el suelo, que se levantaba en una cúspide afilada de unos cuantos centímetros de alto. El resto era oscuridad. Me pregunté si alguna vez había estado en peligro mortal por culpa de un triángulo brillante. La respuesta se hizo esperar: no. Bueno, pensé, entonces olvidémoslo. Volví a dormirme.

Cuando volví a despertarme las cosas eran diferentes. No es

que fueran agradablemente diferentes. Sentía un tremendo y punzante dolor de cabeza y tenía la garganta como si por ella descenso diera un delgado hombrecito con gafas que me la limpiara con un chorro de arena. Me dolía el pecho como si hubiera inhalado una docena de kilos de barro y luego los hubiera tosido uno a uno. Todas las junturas de mi cuerpo rechinaba de dolor cada vez que hacía el menor movimiento. Los brazos y las piernas me dolían particularmente, de modo que decidí no volverlos a mover jamás.

Tardé unos minutos en catalogar todas mis dolencias, pero por fin llegué al final de la lista. Cuando me di cuenta de que la mayoría de la superficie de mi piel hervía de dolor —prueba de que algún loco me había desollado vivo antes de romperme los huesos— tenía pocas opciones: podía quedarme allí tumbado y evaluar la totalidad de mis dolores, podía volver a catalogarlos para ver si me había olvidado alguno o podía intentar sentirme un poco mejor.

Opté por la número tres. Decidí sacar mi caja de píldoras, a pesar de que ese acto me costaría caro en materia de futuros sufrimientos. Recordé lo que me decían los médicos en estas ocasiones: «Ahora —siempre decían— esto le dolerá un poco». Aja.

Moví con cuidado la mano derecha por encima del vientre hasta dejarla plana a un lado. Luego traté de que mis dedos reptaran por mi gallebeya hasta el bolsillo donde guardaba las drogas. Realicé tres rápidas observaciones. Primera, no llevaba mi gallebeya. Segunda, vestía una camisa larga y mugrienta, sin bolsillos. Tercera, no había caja de píldoras.

Me he enfrentado a maníacos cuyo interés primordial era acabar con mi vida. Ni siquiera en los momentos más desesperados había experimentado ese absoluto y glacial vacío que me envolvía. Me preguntaba qué decía de mí el hecho de que prefiriera morir antes que soportar el dolor. Supongo que en lo más hondo de mi ser no soy un hombre valiente. Probablemente me motiva el temor de que los demás sepan la verdad sobre mí.

Casi rompí a llorar cuando no encontré la caja de píldoras. Contaba con que estuviera allí conteniendo las tabletas de soneína, para borrar ese horrible dolor, al menos durante un momento. Intenté gritar. Tenía los labios encostrados, al igual que los párpados. Me costó un poco de esfuerzo abrir la boca y cuando lo hice mi garganta estaba demasiado ronca y seca como para hablar. Por fin, tras grandes penalidades logré graznar: «Ayuda». Pronunciar esta sola palabra hizo que me doliera la garganta como si me hubieran rebanado el pescuezo con un cuchillo mellado. Dudé que alguien pudiera oírme.

No sé cuanto tiempo transcurrió. Paulatinamente fui consciente de que, además de mis restantes dolencias, también sufría un hambre y una sed enormes. Cuanto más permanecía allí tumbado, más tenía la sensación de haberme metido en un problema del que no saldría con vida. Aún no había especulado sobre dónde estaba o cómo había llegado hasta allí.

Después de un rato noté que el triángulo brillante se iba apagando. A veces pensaba que el triángulo se oscurecía porque alguien o algo pasaba delante de él. Por fin, el triángulo casi desapareció por completo. Me di cuenta de que lo extrañaba mucho. Pese a que no tenía ni idea de lo que era, era la única cosa real de mi mundo, además de mí mismo.

Una mancha de luz amarilla apareció en la oscuridad donde antes había estado el triángulo brillante. Parpadeé unas cuantas veces, intentado enfocar con más nitidez. Vi que la luz amarilla procedía de una pequeña lámpara de aceite en la mano de una persona pequeña vestida de negro. La persona vestida de negro se acercó hacia mí a través del triángulo, que ahora identificaba como la abertura de una tienda. Una tienda que olía a demonios, por lo que pude comprobar.

El visitante levantó la lámpara para que la luz iluminara mi rostro.

~¡Yaa Alá! —murmuró ella cuando se percató de que estaba consciente.

Con la otra mano se apresuró a coger un extremo del pañuelo de su cabeza y cubrir con él su rostro. La vi sólo unos segundos, pero sabía que era una muchachita sobria, bonita, pero muy sucia, probablemente a punto de cumplir los veinte.

Respiré todo lo hondo que el dolor de pecho y pulmones me permitió y grité otro: «Ayuda». Ella se quedó allí de pie, mirándome unos instantes. Luego se arrodilló, dejó la lámpara sobre la arena, fuera de mi alcance, volvió a levantarse y salió corriendo de la tienda. A veces produzco ese efecto en las mujeres.

Ahora empezaba a preocuparme. ¿Dónde me encontraba exactamente y cómo había llegado hasta allí? ¿Estaba entre amigos o enemigos? Sabía que debía estar entre nómadas del desierto, pero ¿qué desierto? Existen numerosos océanos de arena en el área geográfica del mundo islámico. Podía estar en cualquier parte, desde el extremo occidental del Sahara en Marruecos, hasta la frontera del Gobi en Mongolia. Aunque también podía estar a pocos kilómetros al sur de la ciudad.

Mientras estos pensamientos daban vueltas en mi mente turbada, la muchacha vestida de negro regresó. Se quedó de pie a mi lado y me hizo preguntas. Adiviné que eran preguntas gracias a las inflexiones. El problema era que sólo entendía una palabra de cada diez. Hablaba en cierto tosco dialecto árabe, pero por lo que a mi respecta podía estar farfullando en japonés.

Sacudí la cabeza, ahora ligeramente hacia la izquierda, ahora a la derecha.

—Me duele —dije con voz mortecina.

Ella se limitó a mirarme. No daba muestras de comprenderme. Aún llevaba púdicamente el velo sobre el rostro, por encima de la nariz, pero creí que su expresión —la parte que podía ver— era amable y atenta. Al menos, prefería creerlo por el momento.

Intentó hablarme de nuevo, pero yo no podía entender lo que me decía. Acerté a decir:

—¿Quién eres tú?

Y ella asintió y dijo:

—Noora.

En árabe significa «luz», pero adiviné que era también su nombre. Desde el momento en que había entrado en la tienda con la lámpara, ella había sido la única luz en mi oscuridad.

Alguien apartó bruscamente la cortina de entrada y entró, trayendo una bolsa de piel y otra lámpara. No era una tienda grande, tendría unos cuatro metros de diámetro por dos de alto, de modo que empezaba a estar algo llena. Noora se apartó hacia la pared trasera, el hombre se acuclilló junto a mí y me estudió durante un rato. Su rostro era severo, huesudo, dominado por una gran nariz ganchuda. Tenía la piel curtida y ajada, y me resultaba difícil adivinar su edad. Vestía una gran túnica y una keffiya en la cabeza, pero no la ceñía con una cuerda negra akal, simplemente la sujetaba con los extremos. En el baile de sombras parecía un salvaje asesino.

No es que mi situación mejorara mucho después de que me formulara algunas preguntas en el mismo dialecto que Noora había empleado. Creo que una de ellas se refería a mi procedencia. Todo lo que pude hacer fue hablarle de la ciudad. Entonces debió preguntarme dónde estaba la ciudad, pero no estoy seguro de que ésa fuera la pregunta.

—Me duele —gruñí.

Él asintió y abrió la bolsa de cuero. Me sorprendí cuando sacó una vieja jeringuilla desechable y un frasquito con un líquido. Montó la aguja y me la clavó en la cadera. Yo solté una exclamación de dolor y él me dio unos golpecitos en la muñeca. El murmuró unas palabras y a pesar de ignorar su dialecto podía decir que fueron: «Calma, calma».

Se levantó y me examinó minuciosamente durante más tiempo. Luego hizo un gesto a Noora y me dejó solo. En pocos minutos, la inyección surtió efecto. Mi experiencia en la materia me indicaba que me había suministrado una dosis considerable de soneína; la modalidad inyectable era mucho más eficaz que las pastillas que conseguía en el Budayén. Estaba terriblemente agradecido. Si ese hombre de tez curtida hubiera regresado a la tienda en ese preciso momento, le habría dado lo que me hubiera pedido.

Me rendí a la poderosa droga y vagué a la deriva, sabiendo todo el rato que pronto cesaría el alivio del dolor. En los ilusorios momentos de bienestar intenté pensar algo en serio. Era consciente que todo andaba bastante mal y en cuanto me recuperase debería intentar enderezar las cosas. La soneína me indujo a creer que nada escapaba a mi poder.

Mi mente engañada por la droga me dijo que me hallaba en estado de gracia. Todo era perfecto. Estaba en paz con el mundo y con sus criaturas. Me sentía como si tuviera inagotables reservas de energía física e intelectual. Cierto que tenía problemas, sí, pero tenían fácil solución. El futuro se me presentaba como el feliz panorama de una victoria tras otra: el Cielo en la tierra.

Mientras me felicitaba de mi buena suerte, regresó el hombre con cara de halcón, esta vez sin Noora. Eso me entristeció. En cualquier caso, el hombre se acuclilló junto a mí, descansando en cuclillas sobre sus talones. Yo nunca he podido permanecer así sentado mucho tiempo; siempre he sido un chico de ciudad.

Esta vez, cuando me habló, lo entendí perfectamente.

—¿Quién eres tú, oh caíd?

—Ma... —empecé, pero me tiraba la garganta.

Me señalé los labios. El hombre comprendió y me pasó una bolsa de pellejo de cabra llena de agua salina. La bolsa olía mal y el agua tenía el sabor más repugnante que había probado nunca.

—Bismillah —murmuré: «En el nombre de Dios».

Luego bebí ese horrible agua con avidez, hasta que me puso la mano en el brazo y me contuvo.

—Marîd —dije, respondiendo a su pregunta.

Él retiró la bolsa de agua.

—Yo soy Hassanein. Tu barba es roja. Nunca había visto una barba roja.

—Es corriente en Mauritania —dije.

Ahora podía hablar un poco mejor, después de haber bebido agua.

—¿Mauritania? —preguntó moviendo la cabeza.

—Argelia. En el Magreb.

Volvió a sacudir la cabeza. Me pregunté cuánto había vagado para encontrar a un árabe que nunca hubiera oído hablar del Magreb, nombre que reciben las tierras musulmanas del norte de África.

—¿De qué raza eres? —preguntó Hassanein.

Le miré sorprendido.

—Árabe —le dije.

—No. Yo soy árabe. Tú eres otra cosa.

Su declaración era firme, aunque sin malicia. Sentía verdadera curiosidad hacia mí.

Llamarme árabe era inexacto, porque soy medio beréber, medio francés, o al menos eso es lo que siempre me ha dicho mi madre. En mi ciudad de adopción, cualquiera nacido en el mundo musulmán, que hablase en lengua árabe, era árabe. Allí, en la tienda de Hassanein, no valía una definición tan laxa.

—Soy beréber —le dije.

—No conozco a los beréberes. Nosotros somos Bani Salim.

—¿Badawis? —le pregunté.

—Beduinos —me corrigió.

Resulta que la palabra que siempre empleaba para designar a los nómadas árabes, badawi, era un poco elegante plural de un plural. Los nómadas preferían beduino, que deriva de una palabra que significa desierto.

—¿Me has cuidado tú?

Hassanein asintió. Extendió la mano hacia mí. A la oscilante luz de la lámpara, veía polvillo de arena sobre el vello de su brazo, como azúcar sobre un pastel de limón. Tocó ligeramente mis implantes corímbicos.

—Estás maldito —dijo.

No respondí. Por lo que parecía se trataba de un musulmán estricto, que pensaba que yo me iba a ir al infierno por haberme operado el cerebro.

—Estás doblemente maldito —insistió.

Incluso allí, mi segundo implante era tema de conversación. Me preguntaba dónde estaría mi ristra de moddies y daddies.

—Tengo hambre —dije.

Él asintió.

—Mañana comerás, inshallah.

Si Dios quiere. Era difícil imaginar que Alá me hubiera hecho pasar las penalidades que había sufrido, sólo para abstenerse de darme el desayuno por la mañana.

Cogió la lámpara y la acercó a mi cara. Con un pulgar sucio me bajó un párpado y me examinó el ojo. Me hizo abrir la boca y me miró la lengua y el fondo de la garganta. Se inclinó hacia adelante y apoyó la oreja en mi pecho, luego me dijo que tosiera. Me apretaba y examinaba con manos expertas.

—Colegio —le dije, señalándole—. Universidad.

Él se echó a reír y sacudió la cabeza. Dobló despacio mis piernas hacia arriba y luego me hizo cosquillas en las plantas de los pies. Me apretó las uñas y observó cuánto tardaba en volver el color.

—¿Doctor? —le pregunté.

Volvió a negar con la cabeza. Me miró y tomó una decisión. Se aflojó la keffiya. Me sorprendió ver que tenía su propio moddy enchufado en la coronilla. Luego se lió de nuevo la keffiya alrededor de la cabeza.

Le miré interrogativo.

—¿Maldición? —dije.

—Sí —me respondió, con expresión estoica—. Soy el caíd de los Bani Salim. Es mi obligación. Debo llevar la marca del
shaitan
[1]

—¿Cuántos moddies? —le pregunté.

No comprendió la palabra «moddies». Volví a formular la pregunta y descubrí que habían operado su cerebro de modo que sólo podía utilizar dos módulos: el moddy de médico y otro que le convertía en un docto líder religioso. Ésos eran todos los que poseía. En el árido desierto en el que habitaban los Bani Salim, Hassanein era el anciano más sabio y, a sus propios ojos, había vendido el alma por amor a su tribu.

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