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Authors: Jan Guillou

El Caballero Templario (63 page)

Saladino perdió la carrera contra el tiempo. Para su desespero, la guarnición de Acre se rindió y entregó la ciudad al rey Ricardo.

Arn y Al Afdal recibieron ahora la onerosa misión de entrar en la ciudad conquistada para tomar parte en el cumplimiento de las condiciones a las que habían accedido los habitantes de Acre en nombre de Saladino para rendirse sin continuar luchando.

Fue luego muy amargo tener que regresar e informar a Saladino, pues su propia gente dentro de Acre había accedido a soportar condiciones muy duras. Además de la ciudad y de lo que había en ella, el rey Ricardo exigía cien mil besantes de oro, la liberación de mil cristianos, cien caballeros prisioneros específicamente nombrados y recuperar la Santa Cruz.

No le sorprendió a nadie que Saladino se echase a llorar al oír estas condiciones; era un precio muy alto por las dos mil setecientas almas que ahora estaban a merced del rey Ricardo. Pero la propia gente de Saladino había accedido a soportar esas duras condiciones para salvar sus vidas. El honor exigía la aceptación de las condiciones por parte de Saladino.

Arn y Al Afdal volvieron a la ciudad que para Al Afdal se llamaba Akko, que para Arn era San Juan de Acre y que los romanos habían llamado Akkon. Ahora las negociaciones serían más complicadas ya que se tratarían muchas cuestiones prácticas de plazos y lugares y de cómo se podría dividir el pago en varias partidas y qué parte de las condiciones habría que cumplir antes de liberar a los prisioneros.

Tardarían mucho tiempo en resolver esas cuestiones. Pero el rey Ricardo hizo esperar un buen rato a los negociadores del otro bando, pues entre otras cosas, la celebración de su victoria incluía también competiciones ecuestres a las afueras de los muros de Acre.

Cuando al fin se dejó molestar, hizo todo lo posible por mostrar su desprecio hacia los dos negociadores de Saladino y dijo que era poco cortés interrumpir un torneo sin tener la intención de participar en él. Luego se dirigió hacia Al Afdal y le preguntó si era un cobarde o si se atrevería a cabalgar con lanza contra alguno de los caballeros ingleses. Arn tradujo y Al Afdal respondió, aconsejado por Arn, que prefería cabalgar con arco en mano contra dos cualesquiera de los caballeros del rey Ricardo a la vez, una respuesta a la que el rey hizo oídos sordos.

-Y tú, templario prisionero, ¿también eres un cobarde? -preguntó el rey Ricardo, desdeñoso.

-No, Sire, he servido como templario durante veinte años -contestó Arn.

—Si le ofreciera a tu nuevo señor pagarme primero cincuenta mil besantes y los prisioneros de los que hemos hablado y luego liberara a mis sarracenos antes de recibir los restantes cincuenta mil y la Santa Cruz, ¿entonces te enfrentarías a mi mejor caballero?

—Sí, Sire, pero no me gustaría herirlo —respondió Arn.

—Te arrepentirás de esas palabras, tránsfuga, pues voy a ofrecerte a sir Wilfredo —bufó el rey.

—Necesito escudo, lanza y yelmo, Sire —contestó Arn.

—Podrás tomarlo prestado de tus amigos templarios de esta ciudad o, mejor dicho, los que fueron tus amigos, de eso me encargo yo —dijo el rey.

Un poco abatido, Arn le explicó a Al Afdal lo que se le había ocurrido al infantil rey inglés, y éste se apresuró a objetar que iba en contra de las normas alzar armas tanto en contra como a favor de un negociador. Arn respondió con un suspiro que las normas no parecían ser lo que más preocupaba al rey, a menos que le fuesen en provecho propio.

Arn no tuvo problema alguno en tomar prestado lo que necesitaba de los serviciales hermanos en el cuartel de los templarios y pronto salió a caballo al campo que había delante de la muralla de la ciudad para saludar a su contrincante con el yelmo y el escudo templario en la misma mano. Dudó un poco al ver la aparente juventud y la inocencia de Wilfredo, de unos veintiuno o veintidós años y sin una sola cicatriz de guerra en la cara.

Cabalgaron el uno hacia el otro y dieron dos vueltas juntos antes de detenerse frente a frente. Arn aguardó un poco, pues no conocía las reglas de estos juegos. El joven inglés le habló en un idioma que no comprendió y le pidió al contrincante que hablase en el idioma de su rey.

—Soy sir Wilfredo, caballero que ha ganado sus espuelas en el campo de batalla y saludo con honor a mi contrincante —anunció el joven inglés con arrogancia en un franco muy torpe.

—Yo soy Arn de Gothia, he llevado mis espuelas en el campo de batalla durante veinte años y también te saludo, joven. ¿Qué hacemos ahora? —preguntó Arn, divertido.

—Ahora cabalgaremos el uno contra el otro hasta que uno yazca indefenso o muerto o se rinda. ¡Que gane el mejor! —dijo sir Wilfredo.

—Bueno, pero no quiero hacerte daño. ¿Es suficiente si te tiro de la silla unas cuantas veces? —preguntó Arn.

—No ganáis nada con palabras ofensivas, sir Arn, eso sólo os supondrá mayores sufrimientos —contestó sir Wilfredo con una sonrisa torva que a Arn le resultó muy estudiada.

—Piensa en una cosa, joven —dijo Arn—, Vas a montar por primera vez contra un templario y nosotros nunca perdemos contra blandengues.

Antes de que se hablase más, el joven Wilfredo dio media vuelta con su caballo y se alejó al galope hasta el otro lado del campo, donde dio media vuelta de nuevo, alzó el yelmo y se lo colocó con brusquedad sobre la cabeza. Llevaba un yelmo de los nuevos, de esos que cubrían toda la cara pero con los que era difícil ver más que hacia adelante.

Arn también se dirigió hacia su sitio para prepararse pero más despacio. Permanecieron así el uno frente al otro sin que nada pasase durante un rato. Puesto que su contrincante parecía dirigir la mirada hacia el pabellón del rey Ricardo, Arn también miró como de reojo en esa dirección. Al hacerse el silencio entre el público, el rey Ricardo se puso en pie y dio un paso hacia adelante con un gran pañuelo rojo en una de las manos, que mantenía extendida. De repente soltó el pañuelo y de inmediato el joven caballero empezó a galopar desde el otro lado del campo.

Arn montaba a Ibn Anaza, lo que le daba una ventaja tan grande que su contrincante que venía tronando sobre un pesado caballo franco probablemente jamás podría ni imaginar. Sólo por eso la lucha estaría muy desequilibrada, pero lo difícil para Arn sería no herir a su contrincante más que con moretones.

Cruzando el campo, algo que Arn hizo cabalgando primero al mismo ritmo moderado que su contrincante, vio claramente cuál era la intención de su contrincante: golpearle la cabeza o el escudo para matarlo o derribarlo del caballo. Parecía ser un juego muy peligroso y Arn no quería asestar un golpe con la punta de la lanza a toda velocidad.

Poco antes de su encuentro, de repente Arn hizo galopar más de prisa a Ibn Anaza y dio un fuerte giro, inclinándose hacia la izquierda justo antes del momento del choque, de modo que fue a parar al lado contrario de su contrincante y pudo barrerlo de su caballo con la parte ancha de la lanza.

Luego se volvió, preocupado, y se acercó al trote hacia el joven, que blasfemaba y pataleaba en la arena.

—Espero no haberte hecho daño, pues no era ésa mi intención —dijo Arn con amabilidad—, ¿Ya hemos terminado?

—No, yo no me rindo —repuso el novato, que agarró con rabia las riendas de su caballo y se levantó—, ¡Tengo derecho a tres ataques!

Arn se fue un tanto decepcionado hacia el punto de partida, pensando que ese mismo truco seguramente no funcionaría una segunda vez.

Por eso cambió discretamente la lanza de mano, de modo que la llevaba en la mano izquierda con el escudo enganchado al brazo, así no se vería hasta que estuviesen muy cerca y ya fuese demasiado tarde.

De nuevo el rey soltó el pañuelo rojo y de nuevo atacó el joven inglés con toda la velocidad que su pesado caballo pudo alcanzar. Estaba claro que el problema no era su valentía.

Esta vez Arn no cambió de lado en el ataque. Pero justo antes de chocar alzó su brazo izquierdo, de modo que el escudo se dirigió en diagonal contra la lanza del contrincante y agarró con fuerza el extremo grueso de la lanza con la mano derecha. La punta de la lanza de sir Wilfredo rebotó contra el escudo torcido de Arn y al instante siguiente el inglés fue golpeado en mitad del pecho, aunque el doble de fuerte que la vez anterior, con lo que el joven salió despedido por los aires y luego cayó al suelo.

Pero tampoco en esta ocasión quiso rendirse.

La tercera vez, Arn se deshizo del escudo y cogió la lanza del revés como una maza y cabalgó con la maza bajada hasta el último momento, en que la agarró con ambas manos y la levantó de modo que la lanza del contrincante subió y pasó por encima de él, mientras su propia estaca enorme se deslizaba como por un raíl siguiendo la lanza del otro y golpeándolo en plena cara. El yelmo lo salvó del golpe mortal pero por supuesto salió despedido de su caballo más o menos de la misma manera que las dos veces anteriores.

Tras haberse asegurado de que su contrincante no estuviese herido de gravedad, Arn se quitó el yelmo redondo y abierto, cabalgó hacia el rey Ricardo y realizó una reverencia repleta de ironía.

—Sire, vuestro joven Wilfredo se merece un gran respeto por su valentfa —dijo—. Cualquier hombre no cabalga de ese modo sin temor contra un templario.

—Tus artes son curiosas, pero no del todo, según nuestras normas —contestó el rey, malhumorado.

—Mis normas son las del campo de batalla y no las del campo de juego, Sire. Además, ya dije que no deseaba herir a vuestro caballero. Seguro que su valentía os será de gran utilidad, Sire.

Este juego, que para Arn resultó infantil, tuvo dos consecuencias. La primera y por el momento más importante fue que el rey Ricardo cedió un poco en las condiciones de pago para Saladino.

La segunda consecuencia fue que el joven caballero de nombre sir Wilfredo de Ivanhoe, que ahora participaba en su primera guerra importante, lo tendría fácil con todos los contrincantes durante el resto de su vida, tanto en los campos de juego como en los campos de batalla, con todos excepto con los templarios. A menudo tendría pesadillas soñando con ellos.

Cuando Arn regresó al cuartel de los templarios para devolver las armas que había tomado prestadas fue invitado a comer y a beber con el nuevo Maestre de San Juan de Acre, a quien conocía desde hacía mucho tiempo, cuando una vez estuvieron juntos durante un breve período en el castillo de La Fève. Su hermano tenía unas cuantas quejas por lo que se refería al rey inglés, sobre todo acerca de que ese hombre se enemistase con todos sus iguales. Había echado al rey francés Felipe Augusto del cuartel de los templarios, que después del palacio real —donde naturalmente se alojaba el propio rey Ricardo— era la segunda residencia más importante de San Juan de Acre. Se habían peleado hasta tal punto por esta tontería que ahora el rey francés había decidido regresar a casa con todos sus hombres. Y al gran duque austríaco lo había insultado el rey Ricardo de otra manera; había tomado el estandarte austríaco que colgaba entre el inglés y el francés arriba en los muros, lo había partido en dos y lo había arrojado al foso. A raíz de esto estallaron violentas peleas entre ingleses y austríacos y ahora también se marcharían estos últimos. Con esas chiquilladas los cristianos habían perdido a la mitad de las tropas pero el rey Ricardo parecía estar seriamente convencido de que solo él mismo y sus propios hombres eran necesarios para recuperar Jerusalén junto con los templarios. Ésa era una posición tanto peligrosa como frivola, pero eso lo comprendían mejor los que, como Arn y su viejo amigo, habían estado en guerra contra Saladino durante mucho tiempo. El mero hecho de empezar a trasladar a todos esos arqueros a pie bajo el ardiente sol del camino de Jerusalén sería motivo de gran sufrimiento cuando los ataques de los arqueros montados sirios de Saladino se pusiesen en marcha.

Sin embargo, había algo todavía peor. El rey Ricardo no sólo era un hombre de mal genio que se pasaba el tiempo provocando peleas inútiles, sino que además era un hombre de cuya palabra uno no podía fiarse.

Saladino hizo honor al acuerdo al que se había llegado. Después de diez días pudo entregar cincuenta mil besantes de oro y mil prisioneros cristianos liberados. Sin embargo, todavía ninguno de los cien caballeros citados, pues podían hallarse en cualquier calabozo de los castillos sirios o egipcios.

El rey Ricardo dijo que como Saladino no había entregado a ninguno de los cien caballeros citados, había roto el acuerdo. Por eso, primero hizo rodear el monte Ayyadieh, a las afueras de Acre, con ballesteros y tiradores con arcos largos. Luego hizo sacar a los dos mil setecientos prisioneros de la ciudad, los hombres encadenados y las mujeres y los niños junto a sus maridos y padres.

A los musulmanes les costó creer lo que veían. Los dos mil setecientos prisioneros que, según el acuerdo, deberían haber sido liberados ese día fueron decapitados, atravesados por lanzas o golpeados hasta la muerte con mazas y hachas.

Pronto atacaron caballeros sarracenos desde todas partes en un salvaje desorden, llorando, desesperados. Fueron recibidos con un chaparrón de flechas y ninguno de ellos logró llegar con vida. La matanza se alargó varias horas hasta que los últimos niños pequeños fueron encontrados y asesinados también.

Al final sólo quedaron con los muertos de Ayyadieh saqueadores de cadáveres ingleses que iban de cuerpo en cuerpo rajando los estómagos para buscar monedas de oro que las víctimas se hubieran tragado.

Al llegar a ese punto ya hacía tiempo que Saladino había abandonado la colina desde donde observó el inicio de la masacre.

Se alejó y se sentó a solas un poco más allá de su tienda. Ninguno de los suyos se atrevía a molestarlo, pero Arn se acercó lentamente.

—Es un momento difícil, Yussuf, lo sé, pero justo en este difícil momento te solicito mi libertad —dijo Arn en voz baja y se sentó al lado de Saladino, que tardó un buen rato en responder.

—¿Por qué quieres dejarme justo ahora, en este momento de pena que perdurará para siempre? —preguntó finalmente Saladino intentando secarse las lágrimas.

—Porque hoy has vencido a Ricardo Corazón de León, aunque haya sido a un precio muy alto.

—¡Vencido! —exclamó Saladino con exasperación—. He perdido cincuenta mil besantes de oro sólo para ver cómo mataban a aquellos a quienes había comprado la libertad. Ha sido mi más extraña victoria.

—No, ha sido una gran pérdida —repuso Arn—, Pero la victoria es que no has perdido Jerusalén a manos de ese miserable. Él no pasará a la historia como otra cosa que el carnicero de Ayyadieh y como quien rechazó la Santa Cruz, sólo así recordarán nuestros hijos y los suyos al vil traidor. Pero ha dañado más su propia causa que la tuya. El rey franco se ha ido a casa tras una pelea infantil acerca de dónde se hospedaría cada uno dentro de Acre. El rey austríaco lo ha abandonado por un motivo similar, el rey alemán yace pudriéndose en su tumba en Antioquia. Ya no tienes ante ti a quinientos mil enemigos sino a menos de diez mil bajo las órdenes de ese demente. Además, según he oído, también él tendrá que irse pronto para que su hermano no le quite el país. Eso es lo que quiero decir, en ese sentido has vencido, Yussuf.

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