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Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Histórico

El camino mozárabe (47 page)

Transcurrieron quizás un par de horas y, en torno al mediodía, la gente empezó a levantarse de sus asientos. Se formó un revuelo, que fue creciendo poco a poco, hasta convertirse en un griterío.

—¡Allí! ¡Allí viene! ¡Mirad! —exclamaban.

Al parecer venía el rey al fin, confundido entre una aglomeración de peregrinos que se acercaba caminando por el centro de la plaza, todos con semejantes hábitos, con bordones en las manos y los pies descalzos.

—¡Aquel! —gritaba el gentío—. ¡Aquel de allí es! ¡Mirad! ¿No lo veis? ¡Viva! ¡Viva el rey!…

Por más que mirábamos nosotros, solo veíamos hombres barbudos y hábitos pardos, sin poder distinguir quién era Radamiro, puesto que no lo habíamos visto nunca. Y un momento después, empezó a formarse un corro alrededor y muchos de los prelados, condes y prohombres se inclinaron, haciendo reverencias. Entonces vimos entre los peregrinos a don Bermudo y pensamos que estaría entre los que caminaban más cercanos al rey. Así que nos arrimamos, confiando en que él nos diría quién de todos ellos era el monarca y tal vez nos abriría el paso hasta alcanzarlo.

—¡Vamos! —dije—. Los peregrinos van a entrar en el templo y el rey está entre ellos según parece. Acerquémonos más para que él nos vea y nos facilite las cosas.

Así lo hicimos. Entramos de nuevo en la basílica, apretujados entre la muchedumbre, y vimos cómo los peregrinos iban a postrarse ante el altar.

Un momento después, sucedió algo que nos dejó pasmados. Avanzó el obispo de León, Oveco, llevando un manto de armiño en sus manos, hacia donde los caballeros peregrinos estaban arrodillados.

—Ahora revestirán al rey —explicó a nuestro lado el obispo Ero—. Es un momento emocionante…

Y nuestra sorpresa fue enorme cuando vimos que el manto era puesto sobre los hombros de don Bermudo y, acto seguido, su cabeza coronada con una diadema de oro.

—¡Viva el rey! —se pusieron a gritar en derredor—. ¡Dios guarde a nuestro señor Radamiro! ¡Viva, viva, viva…!

Hasday y yo nos miramos, atónitos, sin poder comprender de momento lo que estaba sucediendo ante nuestros ojos. Pero enseguida el judío exclamó con asombro y admiración:

—¡Increíble! Resulta que hemos estado comiendo y bebiendo día tras día con el rey Radamiro… ¡Menudo zorro! Y le llamábamos mula terca…

61

El viaje de la reina Goto

Cuando yo era niña solía tener un sueño vagamente extraño, que transcurría en un lugar y un cierto entorno que nunca he podido reconocer después. Yo tenía entonces unos seis o siete años, pero no identifico aquello como el caserón familiar de Vilanova de Mondoñedo, ni con los campos que lo rodeaban, ni con ninguno de los palacios donde he habitado a lo largo de mi vida. Sucedía entre las ruinas de un edificio impreciso de varios pisos, en el que me movía con dificultad, ascendiendo por una escalera de piedras, con los peldaños irregulares, derruidos en parte, que me infundían desasosiego y sensación de inestabilidad. Y todo envuelto en una atmósfera de bruma y escasa luz. Lo molesto de aquel sueño consistía en que yo tenía que ir de un piso a otro para estar con mis seres queridos, de forma necesaria y sin especial significado. Cuando llegaba al punto más alto, tenía que bajar, porque allí arriba no había nadie; me encontraba sola, sentía miedo y volvía a los peligrosos escalones que me obligaban a sujetarme a la pared. Abajo había animales: terneros, cerdos, gallinas y perros, con los cuales permanecía solo el tiempo necesario para echarles de comer. Y enseguida estaba impaciente y excitada y volvía a sentir la necesidad de subir. Únicamente en los espacios intermedios encontraba a los míos: mis padres, mis abuelos, mis tíos, mis hermanos, los criados… Quería permanecer allí, en su compañía, pero algo indeterminado, amenazante y sin sentido, me impulsaba de nuevo a la escalera, a la ascensión y a la soledad. Y así una y otra vez. Hasta que despertaba llorando, con la angustiosa y desagradable sensación de tener que entregarme al absurdo ritual.

Aquel sueño se repitió durante años, cada vez con menos frecuencia, espaciadamente, y aparecían en él los seres queridos que iban muriendo, junto a los vivos, siempre los mismos, cada uno en su propio piso, reconocibles, pero distantes. Y con el tiempo no volvió más, y me olvidé de aquello, por esa natural tendencia que nos ayuda a desprendernos de lo que nos resulta desagradable.

Pero el sueño retornó durante mi estancia en Córdoba. Seguramente a causa de mi estado de frustración y desasosiego. Como cuando era niña, me vi esforzada, subiendo y bajando por el edificio ruinoso, procurando no caer y rodar escaleras abajo golpeándome con los irregulares peldaños. Y en mi deambular sin sentido, me encontré con mis padres, con mi tío Osorio, el conde santo, con mi suegro el rey Ordoño y con mi esposo. Todos estaban tranquilos, pero ausentes; nada decían, nada expresaban sus rostros impasibles. En una de las estancias, la más iluminada de todas, apareció de repente el monje Hermogio, revestido con las indumentarias y los atributos episcopales: capa pluvial, mitra y báculo. Me miraba sin hablar, y en sus ojos y su rostro yo podía adivinar lo que él trataba de comunicarme: «Ya te dije que nuestro santo muchacho no quería que sus huesos regresaran a la Gallaecia; que deseaba seguir reposando allí, en Córdoba, donde recibió la gloria del martirio. ¿Por qué te empeñaste en ir a buscarlo?».

Esta interpelación, que sentí como un reproche, me hizo llorar con profunda aflicción; y con mi dolor a cuestas y mis lágrimas proseguí mi obstinado empeño de recorrer aquellas inestables ruinas. Mi tío el conde santo también me salió al paso y procuré que me diera alguna explicación para consolarme; y él, asimismo, sin pronunciar palabra, me dijo con la mirada: «Has perdido un esposo, has perdido un reino, pero ganarás el cielo». Esto me reconfortó y seguí subiendo. Hasta que, en el piso más alto, estaba esperándome Paio, sentado en su trono, envuelto en el manto de nutria y tocado con la corona que yo le mandé hacer; sonreía, parecía feliz, y con sus ojos azulísimos, brillantes de alegría, me decía: «Para siempre, para siempre, para siempre, para siempre…». Entonces sentí como si una fuerza ajena me dominara y creció dentro de mí una suerte de ansia que pronto se desbordó en lágrimas, pero estas lágrimas eran diferentes a las anteriores: estas eran de pura dicha.

Cuando desperté, descubrí asombrada que había dormido profundamente durante toda la noche, por fin, después de tantos días de insomnio. Un retazo de sol matutino entró por el ventanuco y pasó por encima de mi cara, filtrándose a través de mis párpados. Amanecía Córdoba una jornada más, bulliciosamente. En el frescor del alba, el jolgorio de los pájaros, el canto de los gallos y la llamada de los almuédanos se unían para intensificar la explosión de gozo que inflamaba mi ser después del sueño. Parecía seguir viendo el encantador rostro de Paio y por eso no quería abrir los ojos. ¿Qué había sucedido? Comprendí que los ángeles me habían regalado una visión, en la que la sabiduría había sido liberada en la inmensidad del alma, despojándome de muchos temores y soledades.

Permanecí de esta manera muy quieta, saboreando aquel instante pleno de paz, temiendo que se esfumara si hacía el más mínimo movimiento. Hasta que, de improviso, me sobresalté cuando se escucharon voces en la calle; voces exaltadas y cargadas de violencia. Di un respingo y me asusté todavía más cuando a esas voces se unieron otras, autoritarias, amenazantes. Sin duda, algo grave estaba sucediendo afuera. Así que me vestí a toda prisa y salí corriendo, con el alma en vilo, a ver a qué se debía tanto escándalo.

Y en el claustro del monasterio encontré reunidas a las monjas con algunas mujeres; todas ellas gritando y manoteando.

Se volvieron hacia mí y sus rostros me dijeron que se trataba de una gran desgracia. Entre ellas estaba Columba, con la cara desquiciada, apoyándose en su bastón, vencida y temblorosa.

—¡Nos roban a nuestros mártires! —exclamó con voz rota.

Le arrojé una mirada de perplejidad y ella añadió:

—¡Han venido a llevarse las santas reliquias!

—¿Quiénes? —pregunté angustiada.

—Los tuyos, los de la Gallaecia.

Luego estalló en sollozos. Y el resto de las mujeres se pusieron a gritar y a gemir:

—¡Los santos mártires! ¡Nuestras sagradas reliquias! ¡Dios no lo permita!

Corrí en dirección a la puerta con el corazón oprimido, temiéndome lo peor. Salí a lo alto del atrio y me asomé por encima del pretil que daba a la plazuela donde estaba la iglesia de los Tres Santos. Se hallaba congregada allí una gran multitud que se agitaba furiosa y vociferante; se veía venir a la gente, apresurada, por los callejones adyacentes, y me sobrecogí al ver hombres de aspecto rudo que llevaban en alto palos, horcas y azadones, de manera amenazadora, y clérigos con manifiesta indignación que crispaban los dedos por encima de las cabezas. Unos y otros gritaban a voz en cuello:

—¡Las reliquias! ¡Los mártires! ¡Nuestros santos! ¡Impediremos que los roben! ¡A por ellos!…

Descendí por las gradas y me adentré en la muchedumbre, insensatamente, para buscar a los responsables del tumulto; y enseguida me di cuenta del verdadero peligro que anidaba entre aquella masa irracional cuando alguien empezó a gritar:

—¡Mirad! ¡Mirad, es su reina! ¡A por ella…!

Todas las miradas se clavaron en mí, feroces, llenas de rencor. Me rodeaban aquellas caras hoscas, cercándome por todos lados. Confundida, temerosa, no supe qué hacer. Y entonces decenas de manos, como duros garfios, me agarraron por los brazos y por el hábito. Forcejeé, protesté tratando de zafarme, pero era inútil; me arrastraban rugiendo a mi alrededor.

—¡Ella es su reina! ¡Ella es la culpable! ¡Llevémosla ante nuestros jefes! ¡Maldita! ¡Ladrona! ¡Llevémosla ante las autoridades!

Un momento después estaba ante la puerta de la iglesia, sintiendo los fuertes empujones en la espalda; y me vi arrojada a los pies de los magnates mozárabes: el obispo, los jueces y sacerdotes, que me traspasaban con sus ojos severos e inquietantes.

El obispo de Córdoba avanzó hacia mí; un hombre anciano de largas barbas canosas, que me señalaba con un dedo acusador inquiriendo:

—¿Por qué, dómina? ¿Por qué esta injusticia? ¿Por qué esta maldad? ¿Por qué nos hacéis esto?

Acongojada y con una inquietud que me tenía paralizada, solo pude murmurar:

—No sé nada…, no sé nada…

Se había hecho un gran silencio en derredor, en el que sentía todas aquellas miradas exigentes y agraviadas.

—¿Por qué habéis venido? —repetía el obispo—. ¡Habla de una vez! ¿Por qué nos robáis a nuestros santos mártires?

Estas preguntas, reprobatorias y desafiantes, me herían profundamente. Nada comprendía de lo que me estaba pasando y no acertaba a explicarme. Así que me cubrí el rostro con las manos y me eché a llorar angustiada.

En ese instante se oyó la voz de Columba, fuerte y llena de autoridad, que gritaba:

—¡Por el amor de Dios, dejadla en paz! ¡Estáis cometiendo una grandísima injusticia! ¡Ella no sabe nada! ¡Ella no es culpable!

Alcé la mirada y la vi allí, encarándose con las potestades, y sentí un alivio inmenso al tener aquella inesperada abogada de mi parte. Entonces me puse de pie y busqué protección entre las monjas que venían acompañándola.

—¡Creedme! —supliqué—. ¡Creed lo que dice Columba! ¡Nada sé de lo que sucede! ¡Y os ruego que me digáis lo que ha pasado!

La multitud empezó a gritar de nuevo, agitándose, y temí que volvieran a echarme mano. Pero los magnates pidieron calma y silencio para que el obispo pudiese tomar otra vez la palabra. Y él, con su dedo largo y seco, señaló ahora la puerta de la iglesia diciendo con dolor:

—¡Mirad! ¡Las puertas de los Tres Santos están cerradas! Dentro se han refugiado los prelados y los condes de vuestra embajada… ¡Mirad! Esta madrugada, antes de que amaneciera, los tuyos vinieron como ladrones, amparándose en la oscuridad, para profanar nuestro santo templo; para abrir los sepulcros y llevarse las reliquias de nuestros mártires. Cuando fuimos advertidos por los guardianes de la puerta de lo que trataban de hacer, vinimos apresuradamente para impedirlo; pero nos rechazaron de mala manera, violentamente, a empujones… La gente entonces acudió en masa, ¡toda esta gente cristiana de Córdoba!, con el fin de evitar tamaño sacrilegio… Y ellos, esos ladrones, viendo que éramos muchos y que les superábamos con creces en número, cerraron las puertas. ¡Mirad! Ahí dentro están los vuestros encerrados… ¡Oh, Dios sabe qué barbaridades estarán haciendo con los huesos de nuestros santos!

—¡Echemos la puerta abajo! —gritó alguien entre el gentío.

Y otras voces contestaron:

—¡Eso, echemos la puerta abajo! ¡Entremos y démosles su merecido! ¡A por ellos!

—¡Quietos! —gritó el obispo—. ¡Este lugar es sagrado! ¡Si ellos son unos endiablados sacrílegos, dejémosles que paguen ellos por su pecado! ¡Pero no violentemos nosotros las puertas de la casa de Dios!

Yo asistía a todo aquello estupefacta e inmóvil, cada vez más convencida de que quien estaba detrás no era otro que don Julián de Palencia. Y en un instante determinado avancé con decisión hacia el obispo de Córdoba, rogándole:

—¡Dejadme hablar, por Dios bendito! Ya os he dicho que nada tengo que ver con lo que sucede ahí. Dadme la oportunidad de hacer algo…

Los magnates intercambiaron entre ellos miradas sorprendidas e incrédulas. Pero el obispo tuvo misericordia y otorgó:

—Habla, dómina. Declara todo lo que sabes.

Temblorosa, empujada por la desesperación, dije:

—Soy una mujer consagrada a Dios y bien sabéis que no puedo mentir. Os suplico que deis crédito a mi palabra de abadesa y de reina. No sé nada de lo que ha sucedido, ya lo he manifestado; no sé quienes son los hombres que han entrado en la iglesia ni cuáles sus propósitos. Pero creo adivinar que se está produciendo un grave malentendido. Nadie en nuestra embajada ha pretendido nunca llevarse las reliquias de vuestros mártires. Solo queríamos, sí fuera posible, reclamar los restos de san Paio. Pero nunca obtenerlos por la fuerza.

El obispo agitó la cabeza con vehemencia y replicó:

—¿Por qué vinieron entonces amparándose en la oscuridad? ¿Y por qué se han encerrado?

—No lo sé —respondí—. Dios es testigo de que no sé el motivo. Ni siquiera tenía idea de que fueran a venir.

—¡No puedo creerlo! —contestó el obispo muy excitado—, ¡no puedo creerlo! Es vuestra gente…

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