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Authors: Gilbert Keith Chesterton

Tags: #Clásico, Policíaco

El candor del padre Brown (31 page)

Entraron en la taberna de las cortinas rojas, que no sólo era cómoda, sino casi lujosa. Sobre una mesa se veía una reproducción en plata de la tumba de St. Clare, con la cabeza de plata recostada sobre el cañón, y la espada de plata, rota. En los muros se veían bonitas fotografías en colores del sitio y la explicación del sistema de coches para los turistas. Los dos amigos se sentaron en los confortables bancos acolchados.

—Venga usted, que hace frío —dijo el padre Brown—. Que nos sirvan algo de vino o cerveza.

—O brandy —dijo Flambeau.

Los tres instrumentos de la muerte

Tanto por profesión como por convicción, el padre Brown sabía, mejor que casi todos nosotros, que la muerte dignifica al hombre. Con todo, tuvo un sobresalto cuando, al amanecer, vinieron a decirle que sir Aaron Armstrong había sido asesinado. Había algo de incongruente y absurdo en la idea de que una figura tan agradable y popular tuviera la menor relación con la violencia secreta del asesinato. Porque sir Aaron Armstrong era agradable hasta el punto de ser cómico, y popular hasta ser casi legendario. Era aquello tan imposible como figurarse que «Sunny Jim» se había colgado, o que el pacífico «Mr. Pick Wicks» de Dickens había muerto en el manicomio de Hanwell. Porque, aunque sir Aaron, como filántropo que era, tenía que conocer los oscuros fondos de nuestra sociedad, se enorgullecía de hacerlo de la manera más brillante posible. Sus discursos políticos y sociales eran cataratas de anécdotas y carcajadas; su salud corporal era tremenda; su ética, el optimismo más completo. Y trataba el problema de la embriaguez (su tópico favorito) con aquella alegría perenne y aun monótona, que es muchas veces la señal de una absoluta y provechosa abstinencia.

La historia corriente de su conversación era muy conocida en los círculos y púlpitos más puritanos: cómo, de niño había sido arrastrado de la teología escocesa al whisky escocés; cómo se había redimido de lo uno y lo otro, y había llegado a ser (según él modestamente decía) lo que era. La verdad es que su barba blanca y bellida, su cara de querubín, sus gafas deslumbradoras, y las innúmeras comidas y congresos a que asistía, hacían difícil creer que hubiera sido nunca persona tan tétrica como un borrachín o un calvinista. No: aquél era el más seriamente alegre de todos los hijos de los hombres.

Vivía por los rústicos alrededores de Hampstead, en una hermosa casa, alta, pero no ancha: una de esas modernas torres tan prosaicas. La más estrecha de sus estrechas fachadas daba sobre la verde pendiente del camino férreo, y hasta la casa llegaban las trepidaciones del tren. Sir Aaron Armstrong, como él decía con turbulenta manera, no tenía nervios. Pero si a menudo el tren hacía trepidar la casa, aquella mañana se cambiaron los papeles, y fue la casa la que hizo trepidar al tren.

La máquina disminuyó la velocidad, y finalmente, paró justamente frente al sitio en que un ángulo de la casa se adelantaba sobre la pendiente de pasto. Generalmente los mecanismos paran poco a poco, pero la causa viviente de aquella parada fue muy rápida. Un hombre vestido rigurosamente de negro, sin omitir (como lo recordaron los testigos de la escena) el tenebroso detalle de los guantes negros, apareció en lo alto del terraplén, frente a la máquina, y agitó las negras manos como un negro molino de viento. Esto no hubiera bastado siquiera para detener a un tren lentísimo. Pero de aquel hombre salió un grito que después todos repetían como si hubiera sido algo nuevo y sobrenatural. Fue uno de esos gritos tórridamente claros, aun cuando no se entienda qué dicen. Las palabras articuladas por aquel hombre fueron: «¡Un asesinato!»

Pero el conductor asegura que si sólo hubiera oído aquel grito penetrante y horrible, sin entender las palabras, hubiera parado igualmente.

Una vez detenido el tren, bastaba un vistazo para advertir las circunstancias del incidente… El hombre de luto era Magnus, el lacayo de sir Aaron Armstrong. El
baronet
, con su habitual optimismo, solía burlarse de los guantes negros de su lúgubre criado; pero ahora toda burla hubiera sido inoportuna.

Dos o tres curiosos bajaron, cruzaron la ahumada cerca, y vieron, casi al pie del edificio, el cuerpo de un anciano con una bata amarilla que tenía un forro de rojo vivo. En una pierna se veía un trozo de cuerda enredado tal vez en la confusión de una lucha. Había una o dos manchas de sangre: muy poca. Pero el cuerpo estaba doblado o quebrado en una postura imposible para un cuerpo vivo. Era sir Aaron Armstrong. A poco apareció un hombre robusto de hermosa barba, en quien algunos viajeros reconocieron al secretario del difunto, Patrick Royce, un tiempo muy célebre en la sociedad bohemia, y aun famoso en el arte bohemio. El secretario manifestó la misma angustia del criado, de un modo más vago, aunque más convincente. Cuando, un instante después, apareció en el jardín la tercera figura del hogar, Alice Armstrong, la hija del muerto, vacilante e indecisa, el conductor se decidió a obrar, oyóse un silbo, y el tren, jadeando, corrió a pedir auxilio a la próxima estación que no estaba demasiado lejos, por cierto, de aquel lugar.

Y así, a petición de Patrick Royce, el enorme secretario ex bohemio, vinieron a llamar a la puerta del padre Brown. Royce era irlandés de nacimiento, y pertenecía a esa casta de católicos accidentales que sólo se acuerdan de su religión en los malos trances. Pero el deseo de Royce no se hubiera cumplido tan de prisa, si uno de los detectives oficiales que intervinieron en el asunto no hubiera sido amigo y admirador del detective no oficial llamado Flambeau… Porque, claro está imposible ser amigo de Flambeau sin oír contar mil historias y hazañas del padre Brown. Así, mientras el joven detective Merton conducía al sacerdote, a campo traviesa, a la vía férrea, su conversación fue más confidencial de lo que hubiera sido entre dos desconocidos.

—Según me parece —dijo ingenuamente Mr. Merton hay que renunciar a desenredar este lío. No se puede sospechar de nadie. Magnus es un loco solemne, demasiado loco para asesino. Royce, el mejor amigo del baronet durante años. Su hija le adoraba sin duda. Además, todo es absurdo. ¿Quién puede haber tenido empeño en matar a este viejo tan simpático? ¿Quién en mancharse las manos con la sangre del amable señor del brindis? Es como matar a san Nicolás.

—Sí: era un hogar muy simpático —asintió el padre Brown—. Mientras él vivió, al menos, así fue siempre. ¿Cree usted que seguirá siendo lo mismo de alegre?

Merton, asombrado, le dirigió una mirada interrogadora.

—¿Ahora que ha muerto él?

—Sí —continuó impasible el sacerdote—. Él era muy alegre. Pero, ¿comunicó a los demás su alegría? Francamente, ¿había en esa casa alguna persona alegre, fuera de él?

En la mente de Merton pareció abrirse una ventana, dejando penetrar esa extraña luz de sorpresa que nos permite darnos cuenta de lo que siempre hemos estado viendo. A menudo había estado en casa de Armstrong, para cumplir en sus funciones policíacas, ciertos caprichos del viejo filántropo. Y ahora que pensaba en ello se dio cuenta de que, en efecto, aquella casa era deprimente. Los cuartos muy altos y fríos; el decorado, mezquino y provinciano, los pasillos, llenos de corrientes de aire, alumbrados con una luz eléctrica más fría que la luz de la luna. Y aunque, a cambio de esto, la cara escarlata y la barba plateada del viejo ardieran como hogueras en todos los cuartos y pasillos, no dejaban ningún calor tras de sí. Sin duda aquella incomodidad de la casa se debía a la vitalidad de la misma, a la misma exuberancia del propietario. A él no le hacían falta estufas ni lámparas; llevaba consigo su luz y su calor. Pero, recordando a las otras personas de la casa, Merton tuvo que confesar que no eran más que las sombras del señor. El extravagante lacayo, con sus guantes negros, era una pesadilla. Royce, el secretario, hombre sólido, hombrachón o muñecón de trapo con barbas, tenía las barbas de paja llenas de sal gris —como de trapo bicolor—, y la ancha frente surcada de arrugas prematuras. Era de buen natural, pero su bondad era triste y lánguida, y tenía ese aire vago de los que se sienten fracasados. En cuanto a la hija de Armstrong, parecía increíble que lo fuera: tan pálida era y de un aspecto tan sensitivo. Graciosa; pero con un temblor de álamo temblón. Y Merton a veces se preguntaba si habría adquirido ese temblor con la trepidación continua del tren.

—Ya ve usted —dijo el padre Brown pestañeando modestamente—. No es seguro que la alegría de Armstrong haya sido alegre… para los demás. Usted dice que a nadie se le puede haber ocurrido dar muerte a un hombre tan feliz. No estoy muy seguro de ello:
ne nos inducas in tentatione
. Si alguna vez me hubiera yo atrevido a matar a alguien —añadió con sencillez— hubiera sido a un optimista.

—¿Cómo? —exclamó Merton, risueño—. ¿A usted le parece que la alegría de uno es desagradable a los demás?

—A la gente le agrada la risa frecuente —contestó el padre Brown—; pero no creo que le agrade la sonrisa perenne. La alegría sin humorismo es cosa muy cansada.

Caminaron un rato en silencio, bajo las ráfagas, por el herboso terraplén de la vía y al llegar al límite de la larguísima sombra que proyectaba la casa de Armstrong, el padre Brown dijo de pronto, como el que echa de sí un mal pensamiento, mejor que ofrecerlo a su interlocutor:

—Claro es que la bebida en sí misma no es buena ni mala. Pero no puedo menos de pensar que, a los hombres como Armstrong, les convendría beber algo de tiempo en tiempo para entristecerse un poco.

El jefe de Merton, un detective muy apuesto, de pelo entregrís, llamado Gilder, estaba en la verde loma de la vía esperando al médico forense y hablando con Patrick Royce, cuyas anchas espaldas y erizados pelos le dominaban por completo. Y esto se notaba más porque Royce siempre andaba combado de una manera hercúlea, y discurría por entre sus pequeños deberes domésticos y secretariles con un aire de pesada humildad, como un búfalo que arrastra un carro.

Al ver al sacerdote, levantó la cabeza con evidente satisfacción y se apartó con él unos pasos. Entretanto, Merton se dirigía a su mayor con evidente respeto, pero con cierta impaciencia de muchacho.

—Y qué, Mr. Gilder, ¿ha descubierto usted este misterio?

—Aquí no— hay misterio —replicó Gilder, contemplando, con soñolientas pestañas el vuelo de las cornejas.

—Bueno; para mí, al menos, sí lo hay —dijo Merton, sonriendo.

—Todo está muy claro, muchacho —dijo su mayor, acariciando su puntiaguda barba gris—. Tres minutos después de que tú te fuiste a buscar al párroco de Mr. Royce todo se aclaró. ¿Conoces a ese criado de cara de palo que lleva unos guantes negros; el que detuvo el tren?

—¡Ya lo creo! Me produce hormigueo.

—Bien —articuló Gilder—; cuando el tren partió, ese hombre había partido también. Un criminal muy frío, ¿verdad? ¡Mira tú que escapar en el tren que va a avisar a la policía!

—Pero, ¿está usted seguro —observó el joven— que fue él quien mató a su amo?

—Sí, hijo mío, completamente seguro —replicó Gilder secamente—; por la sencilla razón de que ha escapado llevándose veinte mil libras en acciones que estaban en el escritorio de su amo. No: aquí lo único que merece el nombre de misterio es cómo cometió el asesinato. El cráneo se diría roto con un arma potente, pero no aparece arma ninguna, y no es fácil que el asesino se la haya llevado consigo, a menos que fuera lo bastante pequeña para no advertirse.

—O quizá lo bastante grande para no advertirse —dijo el sacerdote, dominando una risita. Gilder le preguntó al padre Brown secamente qué quería decir.

—Nada, una necedad, ya lo sé —dijo el padre Brown—. Algo que parece cuento de hadas. Pero se me figura que el pobre Mr. Armstrong fue muerto con una cachiporra gigantesca, una enorme cachiporra verde, demasiado grande para ser notada, y que se llama la tierra. En suma, que se rompió la cabeza contra esta misma loma verde en que estamos.

—¿Cómo? —preguntó vivamente el detective. El padre Brown volvió su cara de luna hacia la casa y pestañeó como un desesperado. Siguiendo su mirada, los otros vieron que en lo alto de aquel muro, y como ojo único, había una ventana abierta en el desván.

—¿No ven ustedes? —explicó, señalándola con una torpeza infantil—. Cayó o fue arrojado desde allí.

Gilder consideró la ventana con arrugado ceño y dijo después:

—En efecto, es muy posible. Pero no entiendo cómo habla usted de ello con tanta seguridad.

El padre Brown abrió sus grises ojos vacíos.

—¿Cómo? —exclamó—. En la pierna de ese hombre hay un trozo de cuerda enredado. ¿No ve usted otro trozo allí, en el ángulo de la ventana?

A aquella altura, la cuerda parecía una brizna o una hebra de cabello, pero el astuto y viejo investigador se declaró satisfecho:

—Muy cierto, caballero. Creo que ha acertado.

En este instante, un tren especial de un solo coche entró por la curva que hacía la línea a la izquierda y, deteniéndose, dejó salir otro contingente de policías, entre los cuales aparecía la carota de Magnus, el sirviente evadido.

—¡
Por Júpiter
! ¡Lo han cogido! —gritó Gilder; y se adelantó a recibirlos con mucha precipitación—. ¿Y el dinero? ¿También lo traen ustedes? —preguntó a uno de los policías.

El agente, con una expresión singular, contestó:

—No. —Luego añadió—: Por lo menos, aquí no.

—¿Quién es el inspector? —preguntó Magnus.

Y al oír su voz, todos comprendieron que aquel hombre hubiera podido detener el tren. Era un hombre de aspecto torpe, negros cabellos lacios, cara descolorida, a quien los ojos y la boca, que eran unas verdaderas rajas, daban cierto aire oriental. Su procedencia y su nombre habían sido siempre un misterio. Sir Aaron le había redimido del oficio de camarero, que desempeñaba en una fonda de Londres, y aseguran malas lenguas que de otros oficios más infames. Su voz era tan viva como su cara era muerta. Sea por esfuerzo de exactitud para emplear una lengua que le era extranjera, sea por deferencia a su amo (que había sido algo sordo), la voz de Magnus había adquirido una sonoridad, una extraña penetración. Cuando habló Magnus, todos se estremecieron.

—Siempre me lo había yo temido —dijo en voz alta con una suavidad ardorosa—. Mi pobre amo se reía de mi traje de luto, y yo siempre me dije que con este traje estaba preparado para sus funerales. —E hizo un ademán con sus manos enguantadas de negro.

—Sargento —dijo el inspector, mirando con furia aquellas manos—. ¿Cómo es que no le ha puesto usted las esposas a este individuo, que parece tan peligroso?

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