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Authors: Anne Rice

Tags: #Erótico, otros

El castigo de la Bella Durmiente (11 page)

Ante mí, los príncipes hacían grandes esfuerzos bajo sus arneses, casi como si quisieran superarse unos a otros en velocidad. Sus traseros enrojecidos sacudían las largas y lisas colas de caballo, los músculos se marcaban en sus fuertes pantorrillas por encima del cuero ajustado de las botas, las herraduras resonaban sobre los adoquines. Yo gemía mientras las riendas tiraban bruscamente de mi cabeza hacia arriba y el látigo me golpeaba con fuerza la parte posterior de las rodillas.

Las lágrimas surcaban mi cara más copiosamente que nunca, así que casi era una bendición tener puesta la embocadura para llorar contra ella. Los pesos de cuero tiraban de mis pezones, chocaban contra mi pecho y provocaban escarceos de sensaciones por todo el cuerpo. Era consciente de mi desnudez, quizá como nunca antes la había percibido, como si los arneses, las riendas y la cola de caballo sirvieran únicamente para potenciarla.

Sentí tres tirones de las riendas. El grupo redujo el paso a un trote rítmico, como si conociera estas órdenes. Falto de aliento y con el rostro lleno de lágrimas, me adapté a la marcha casi con gratitud. El látigo alcanzó al príncipe que corría junto a mí y vi el modo en que arqueaba la espalda y levantaba aún más las rodillas, si esto era posible.

Por encima de la mezcolanza de sonidos de las herraduras, gemidos y gritos aviva voz de los otros corceles, podía oír las leves subidas y bajadas de la charla del amo y la señora. No distinguía las palabras, sólo el sonido inconfundible de una conversación.

—¡Arriba esa cabeza, Tristán! —ordenó el amo con severidad, y al instante experimenté el cruel tirón de la embocadura, acompañado de otra sacudida en la anilla que estaba colocada en mi ano, lo que me hizo gritar sonoramente detrás de la mordaza y correr más deprisa cuando la tensión se aflojó. El falo parecía haberse agrandado dentro de mí como si mi cuerpo existiera únicamente con el propósito de asir aquel artilugio.

No podía dejar de sollozar contra la mordaza e intentaba recuperar el aliento para dosificarlo mejor y aguantar la marcha del tiro. Pero de nuevo me llegaba la cadencia de la conversación, que me hacía sentirme totalmente abandonado.

Ni siquiera los azotes recibidos en el campamento tras el intento de fuga cuando me trasladaban al castillo me habían ultrajado ni rebajado tanto como este castigo. Cada vez que vislumbraba brevemente a los soldados apostados en las almenas superiores, que se apoyaban ociosamente sobre la piedra y señalaban talo cual carruaje que pasaba, aumentaba la sensación de fragilidad en mi alma. Algo dentro de mí estaba siendo aniquilado por completo.

Doblamos una curva y la calzada se ensanchó. Al mismo tiempo, la aceleración de las herraduras y las ruedas girando a toda prisa se hacía cada vez más ruidosa. Tenía la impresión de que el falo me impulsaba, levantaba y me lanzaba hacia delante, mientras el largo y chasqueante látigo buscaba mis pantorrillas como si de un juego se tratara. Al parecer había recuperado el aliento; por suerte, mis fuerzas se habían renovado y las lágrimas que surcaban mi rostro, antes abrasadoras, me parecían frías contra la brisa.

Estábamos atravesando las murallas y salíamos del pueblo por una puerta diferente a la que habíamos utilizado por la mañana para entrar con la carreta de esclavos.

Ante mí divisé los terrenos de cultivo salpicados de casitas con techumbre de paja y pequeños huertos. La calzada por la que avanzábamos se volvió tierra revuelta, más suave bajo nuestros pies. Pero una nueva percepción aterradora se había apoderado de mí. Una cálida sensación se propagaba lentamente por mis testículos desnudos, alargaba y endurecía mi órgano que nunca languidecía.

Vi esclavos desnudos amarrados a arados o trabajando a cuatro patas entre el trigo. La sensación de completa desnudez se intensificó.

Otros corceles humanos que avanzaban precipitadamente, cruzándose con nosotros, evocaron en mí una agitación cada vez mayor. Yo tenía exactamente el mismo aspecto que ellos. Era uno más.

En aquel instante tomamos un pequeño camino y trotamos con brío en dirección a una gran casa solariega con muros de entramado y varias chimeneas que se elevaban desde su encumbrado tejado de pizarra. El látigo me azuzaba entonces sólo con leves azotes que me escocían y hacían vibrar mis músculos.

Una cruel sacudida de las riendas nos hizo detenernos. Mi cabeza retrocedió bruscamente y solté un grito incontenible que sonó completamente distorsionado a causa de la gruesa embocadura, y me encontré allí parado con los demás, jadeantes y temblorosos, mientras se asentaba el polvo del camino.

LA GRANJA Y EL ESTABLO

Tristán:

En ese mismo instante se acercaron a nosotros varios esclavos y, por los crujidos del carruaje, supe que ayudaban al amo y a la señora a bajar.

Estos mismos esclavos, todos ellos hombres muy morenos, con el enmarañado pelo blanqueado y brillante por la acción del sol, comenzaron a retirarnos las guarniciones. Asimismo, me sacaron del trasero el inmenso falo, que dejaron atado al carruaje. Solté la cruel mordaza con un resoplido y sentí que me quedaba como un saco vacío, sin carga y sin voluntad.

Dos jóvenes vestidos con ropas sencillas llegaron hasta .nosotros y con largas varas planas de madera me obligaron a mí y a los demás corceles humanos a dirigirnos por un estrecho sendero que conducía a un edificio bajo que obviamente era una cuadra.

Nos forzaron de inmediato a doblarnos por la cintura, sobre un enorme travesaño de madera, de tal manera que comprimía nuestros penes, y nos apremiaron a morder unas anillas de cuero que colgaban de otra barra tan basta como la que teníamos ante nosotros. Tuve que estirarme para atraparla entre mis dientes, con el travesaño presionándome el vientre e hincándose en la carne.

Mis pies casi no tocaban el suelo cuando lo conseguí. Continuaba con los brazos enlazados a la espalda, así que no podía agarrarme. Pero no me caí. Mordí firmemente el blando cuero de la anilla, como los demás, y cuando el agua tibia salpicó mis doloridas piernas y espalda, me sentí tremendamente agradecido por ello.

Nunca había experimentado algo tan delicioso, pensé. Aunque cuando me secaron todo el cuerpo y aplicaron aceite sobre mis músculos sentí el éxtasis, pese a tener el cuello estirado de un modo tan tortuoso. Poco importaba que los bronceados esclavos de pelo enmarañado trabajaran con rudeza y rapidez, apretando los dedos con fuerza sobre las erupciones y heridas. Por todas partes se oían gruñidos y quejidos, de dolor y de placer, y al mismo tiempo del esfuerzo que suponía morder la anilla. Luego nos quitaron el calzado y también untaron de aceite mis ardientes pies, provocándome un hormigueo exquisito.

A continuación nos obligaron a levantarnos y nos guiaron hasta otro travesaño donde nos forzaron a encorvarnos de la misma forma sobre un abrevadero, para poder devorar con la lengua la comida allí dispuesta, como si fuéramos caballos.

Los esclavos comían con avidez. Yo me esforcé por sobreponerme a la intensa mortificación que me provocaba aquella visión. Pero enseguida me metieron la cara en el estofado. Era suculento y sabroso. Otra vez mis ojos se llenaron de lágrimas, pero lamí con el mismo descuido que los demás mientras uno de los criados me apartaba el cabello de la cara y lo acariciaba casi amorosamente.

Me di cuenta de que lo hacía del mismo modo que uno acaricia un hermoso caballo. De hecho, me daba palmaditas como si mi trasero fuera una grupa. Aquella mortificación volvía a propagarse vertiginosamente por todo mi ser. Mi verga estaba de nuevo comprimida contra el travesaño que la mantenía doblada hacia el suelo, y los testículos parecían despiadadamente pesados.

Cuando ya no pude comer más, me sostuvieron un cuenco de leche, apretándolo contra mi cara, para que bebiera a lametazos hasta que conseguí vaciarlo. Para cuando lo dejé limpio y bebí un poco de agua recién sacada de la fuente, la dolorosa fatiga de mis piernas se había desvanecido. Lo que sí sentía todavía era el escozor de las ronchas y esa sensación de tener las nalgas horrorosamente enormes, de color grana a causa de los latigazos y la impresión de que mi ano se abría anhelante, añorando el falo que lo había ensanchado.

Sin embargo, yo no era más que uno de los seis esclavos, y tenía los brazos ligados fuertemente a la espalda como los demás. Todos los corceles éramos iguales, ¿cómo iba a ser de otro modo?

Alguien me levantó la cabeza para meterme en la boca otra anilla de cuero blando, de la que colgaba una larga traílla del mismo material. Apreté los dientes y la soga me obligó a levantarme y a apartarme del abrevadero. De igual modo forzaron a incorporarse a todos los corceles, que avanzaron apresuradamente, afanándose por seguir a un esclavo de piel morena que tiraba de las traíllas en dirección al huerto.

Trotábamos deprisa, arrastrados por fuertes y humillantes estirones. Gemíamos y gruñíamos al tiempo que aplastábamos la hierba que se extendía bajo nuestros pies. Poco después los mozos nos desataron los brazos.

Me cogieron del pelo, me quitaron la anilla de la boca y, a empujones, me pusieron a cuatro patas. Las ramas de los árboles se desplegaban sobre nosotros formando una pantalla verde que nos protegía del sol. En ese instante vi a mi lado el precioso terciopelo borgoña del vestido de la señora.

Me cogió por el pelo, tal como había hecho el criado, y me levantó la cabeza de manera que durante un segundo pude mirarla directamente a la cara. Su pequeño rostro era sumamente pálido y sus ojos de un profundo gris, con el mismo centro oscuro que había visto en los ojos de mi amo. Bajé la vista de inmediato mientras el corazón martilleaba con fuerza, temeroso de haber dado motivos para merecer una reprimenda.

—¿Tenéis una boquita delicada, príncipe? —preguntó. Yo sabía que no debía hablar y, confundido por su pregunta, sacudí un poco la cabeza negativamente. A mi alrededor, los demás jacos estaban ocupados en alguna tarea aunque no podía ver con claridad qué estaban haciendo. La ama aplastó mi cara contra la hierba, y ante mí, vi una manzana verde bien madura—. Lo que hace una boca delicada es coger esta fruta firmemente entre los dientes y depositarla en el cesto, como los otros esclavos, sin dejar nunca el más mínimo rastro de su dentadura en ella —finalizó.

En cuanto me soltó el pelo, cogí la manzana y, buscando frenéticamente el cesto, me fui trotando para dejar la fruta en él. Los demás esclavos trabajaban con rapidez y yo me apresuré a imitar su ritmo. No sólo pude ver la falda de mi señora sino que entonces advertí también a mi dueño, que no estaba muy lejos de ella. Me afané desesperadamente por cumplir con mi obligación. Encontré otra manzana y luego otra más, y otra; si no encontraba ninguna me ponía nervioso, como loco.

Pero, de repente y totalmente por sorpresa, me introdujeron otro falo en el ano, sin ayuda de cremas. Me forzaron a seguir hacia delante a tal velocidad que estaba convencido de que guiaban el falo con una larga vara. Seguí apresuradamente a los otros y me adentré en el huerto, avanzando entre la hierba que provocaba picores en mi pene y testículos. Una vez más, me encontré con una manzana entre los dientes mientras el falo me perforaba las entrañas y me dirigía hacia el cesto donde debía depositarla. Al ver junto a mí unas botas gastadas sentí cierto alivio ya que, obviamente, esa persona no podía ser mi amo ni mi señora.

Intenté encontrar por mí mismo la siguiente manzana con la esperanza de que me retiraran aquel instrumento, pero la presión del artilugio me lanzó hacia delante y no pude alcanzar el cesto con suficiente rapidez. El falo me llevaba de aquí para allá mientras yo amontonaba manzanas, hasta que el cesto estuvo completamente lleno. Todos los esclavos en tropel fueron enviados correteando hasta otro grupo de árboles; yo era el único al que guiaban con un falo. Al instante, la cara se me puso al rojo vivo pero, por mucho que me afanara, el instrumento me empujaba sin clemencia hacia delante. La hierba me torturaba el pene, las más tiernas partes interiores de los muslos e incluso mi garganta cada vez que recogía atropelladamente las manzanas. Pero nada podía detenerme en mi intento de seguir la marcha.

Cuando atisbé las figuras del amo y la señora que se alejaban en dirección a la casa, sentí un rubor de gratitud: no iban a presenciar mi torpeza; luego, continué trabajando con ahínco.

Finalmente, todos los cestos estuvieron llenos. Buscamos en vano más manzanas. Me empujaron para que siguiera al pequeño grupo que se ponía de pie y empezaba a trotar de vuelta hacia las cuadras, con los brazos doblados a la espalda como si estuvieran maniatados. Pensé que el falo me dejaría entonces tranquilo, pero continuaba allí, punzándome y dirigiéndome, mientras yo me esforzaba por seguir el ritmo de los otros.

La visión de las cuadras me llenó de terror, aunque todavía no sabía bien por qué.

Entre azotes, nos hicieron entrar a una larga sala cuyo suelo cubierto de heno resultó agradable bajo mis pies. Luego cogieron a los otros esclavos, uno a uno, y los colocaron bajo una larga y gruesa viga situada a poco más de un metro por encima del suelo y más o menos a esa distancia de la pared que había detrás. A cada esclavo le ataban los brazos alrededor de la viga, con los codos pronunciadamente hacia fuera. Les echaban las piernas hacia atrás, muy separadas, lo que les mantenía por debajo de la viga, con la verga y los testículos expuestos de un modo doloroso. Todas las cabezas estaban inclinadas hacia el suelo bajo la viga, con el pelo caído y los rostros enrojecidos.

Esperé, tembloroso, a que me sometieran a la misma tortura. No me pasó por alto la rapidez con que habían dispuesto todo esto, con los cinco esclavos ligados en un visto y no visto, pero a mí me reservaban aparte. El temor me consumía cada vez con más intensidad.

A continuación, me forzaron a ponerme otra vez a cuatro patas y me condujeron ante el primero de los esclavos, el que había encabezado el grupo, un fornido rubio que se retorció y sacó las caderas al acercarme yo, esforzándose al parecer por lograr cierto alivio en aquella patética posición.

De inmediato comprendí lo que tendría que hacer, pero la perplejidad más absoluta me dejó paralizado. El grueso y reluciente miembro que tenía ante mi rostro intensificó mi propia apetencia. ¡Vaya tortura para mi propio órgano sería lamerlo! Sólo me quedaba esperar clemencia después de ver aquello. Pero en cuanto abrí la boca, el criado introdujo su falo.

—Primero los testículos —advirtió—, un buen repaso con la lengua.

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