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Authors: José Antonio Castro Cebrián

Tags: #Intriga

El cementerio de la alegría (3 page)

—¿Estás seguro de que lo escuchó de aquellos vecinos? —Exhaló el humo del tabaco americano por la nariz—. ¿Tú también lo escuchaste?

—Sí, señor, yo también lo escuché, ahora lo recuerdo. No hay duda, lo dijeron ellos.

Me sorprendía el hecho de que mis piernas no insistieran en salir corriendo. Estaba perdido y totalmente acobardado como una presa cazada en un cubil de estiércol. Con las lozanas ideas pidiendo ayuda. En realidad no sabía cuánto tiempo más iba a aguantar sentado. Ni una cetrina luz se divisaba en toda la carretera, y necesitaba con urgencia poder ver algo de claridad.

—Bueno, mozalbete —dijo por fin el Francés en un tono muy cordial—, está bien. Se está haciendo tarde, vete ya a casa si no quieres que se preocupen por ti. Yo iré a un hotel a buscar cobijo para esta lluvia.

El Francés tiró el cigarrillo humeante, me ofreció su mano extendida, que apreté aliviado, y se metió en el coche. Escuché cómo el sonido ronco del motor despertaba de su silencio. Salí del resguardo de los cipreses y crucé de nuevo el paso a nivel. Abrí el portón de madera que daba al empedrado de la calle principal. Estaba calado hasta los huesos. Dejó de llover. La luna se prodigaba ausente en el estrellado cielo. Mientras caminaba caí en la cuenta de algo. Sentía cómo se apagaba el sosiego en mi mente, la paz huía de nuevo. Me detuve para digerir sin ruido ese algo.

No daba crédito a mi simpleza: en ningún momento dije a Nano que Paulo me hubiese confiado la llave, mi pobre amigo no le había podido decir nada. El Francés me había cazado en mi propia mentira.

Extraordinariamente estúpido.

2

EL CEMENTERIO DE LA ALEGRÍA

Una carta llegó al buzón a los tres días de mi encuentro con el Francés. No tenía remite ni sello, lo que indicaba que la habían echado directamente en el receptáculo. Tito había recogido el correo como todos los días, amontonando en un lugar del mostrador las cartas que esperaba, y en otro las que no. El sobre era de un color parduzco y olía a gasolina. No iba dirigida a nadie.

—¿Esperas correo? —me preguntó.

—No.

Había dejado la carta encima de una silla y se había reclinado en el poyete, esperaba a que yo me acercara para abrirla. Desatendí lo que estaba haciendo y la cogí decidido.

—¿Es un anónimo? —Respiré hondo—. Igual es propaganda.

Me dejé caer en la silla. Introduje el abrecartas de plata, despegué los bordes del sobre y miré dentro. Había un pequeño papel del tamaño de una postal, amarillo y mal recortado. En él había escrito algo a máquina.

—Pasado mañana a las doce de la noche en el cementerio de la Alegría. P. Benito —leí en voz alta—. ¿P. Benito?, no hay duda de que no es para nosotros.

Yo no veía en la misiva más que caracteres tintados de negro, pero a juzgar por la cara de mi tutor al releer lo que yo le había recitado, aquellas palabras tuvieron que retumbar en sus oídos como signos de la muerte, mosaicos de algún mal agüero.

—Tito, ¿le pasa algo?, ¿hay algún problema? —le pregunté en tono seco.

Él me miró ausente, sus ojos estaban vacíos y me transmitían temor. Pero ¿qué temía?, la calma y serenidad con la que Tito Donabella había asimilado mi encuentro con el Francés había provocado un efecto devastador en mí, veía a una locomotora de vacilaciones descarrilarse en mi propio miedo.

—Todo está bien. —No, no era temor ni miedo. Era una ausencia de confianza demasiado lejana—. Seguro que esta cita no era para nosotros.

El recelo me había perseguido durante todo el día y necesitaba hablar con alguien. No sabía si era una buena idea, sin embargo decidí contárselo todo a Dulce. Le escribí una nota en la cual le rogaba con fervor su compañía, mensaje que se encargó de llevar un ingenuo Nano lo suficientemente convincente. Mi amigo aún guardaba algún rescoldo por lo del Francés, pero bastó una tierna disculpa por mi parte para que saliera corriendo y cumpliera con lo que yo le había encomendado. A los diez minutos regresó.

—A las cuatro en la plaza de la iglesia —sonreía satisfecho. Mi corazón empezó a retumbar.

A las cuatro y dos minutos doblé la esquina de correos para encarar la plaza de la iglesia. Dulce lucía un precioso vestido rojo, el cielo azul brillaba sobre su cabeza. Me esperaba sentada, en la acera, un tanto ridícula con el bolso colgando de su hombro. Radiaba más calidez que el propio sol. Respondió con cierto desagrado a mi saludo.

—¿Qué es eso tan importante que tienes que decirme que no puede esperar? —dijo—. ¿No te declararás?, no estoy para chiquilladas, ya te he dicho que no quiero novio ni ningún hombre a mi lado, nunca.

Aquella nota parduzca había convertido mis esperanzas más risueñas de que todo era una mala pesadilla en un baile de siniestras dudas, acentuando la febril imaginación que me absorbía. Hasta entonces había tenido la ilusión de que el sosiego y la tranquilidad de mi vida perdurarían en algún lugar de la historia, olvidada y para siempre. Pero no iba a ser así. Volví a mirar a Dulce.

—No, no te asustes, nada tiene que ver contigo. Necesitaba hablar con alguien sin preocuparme de lo que digo.

Desconocía en aquellos años lo valioso que era para el hombre parecer un ser frágil y vulnerable a la hora de impresionar a una mujer. Posiblemente, si lo hubiese intentado no lo hubiera conseguido, pero el hecho es que en sus ojos notaba cómo se iluminaba algo que traspasaba mi interior a medida que avanzaba en los pormenores de mi historia. Mientras ella se ocupaba de mantener el vestido rojo por debajo de las rodillas, yo no podía parar de hablar y mirarla con hambre de auténtico chiflado. De su boca salían débiles susurros que no sabía interpretar.

—¿Qué te parece? —dije una vez que terminé de relatar todos los detalles.

Dulce se levantó, quedándose en silencio un rato. Sus zapatos estaban manchados de verde, seguramente de la hierba que nacía entre los guijarros de la corraliza que había detrás de su casa.

—Deberíais ir a la Guardia Civil.

Me quedé callado, un poco decepcionado. Me sentía como el perdedor de una partida de tute, desesperado por encontrar al rey de oros. En ese momento pasó por delante de nosotros una joven madre con un bebé en brazos. Dulce saludó a la madre con la cabeza y después me miró con los ojos muy abiertos.

—¿Qué quieres que te diga? Me has pedido mi opinión —dijo solemne.

—¿Y qué le digo yo a la Guardia Civil?, ¿que un hombre nos ha pagado un dineral por guardarle una cajita en la caja fuerte?, ¿que después vino otro y me preguntó por él?, ¿que creemos que es un asesino porque escuchamos al sacristán hablar de un asesino? —exclamé—. Además está Tito…, él no quiere saber nada de la Guardia Civil.

Dulce empezó a caminar con la cabeza agachada. Andaba despacio; llevaba el bolso en una mano y con la otra se frotaba suavemente la barbilla. Mientras la veía pasear, dándole los rayos del sol una friega de luminosidad, una sensación de vanidad y orgullo viajó desde mis pies hasta mi espalda, produciéndome un gran escalofrío. Siguió en silencio unos segundos más. Se detuvo y permaneció un instante rebuscando en mi rostro algún vestigio de cordura.

—¿Estás seguro de que no estás exagerando? —dijo al fin.

—Completamente.

—¿Y dices que a don Tito esa carta le revolvió las tripas?

—No me cabe la menor duda.

—¿El cementerio de la Alegría?

—El cementerio de la Alegría.

—¿Benito?

—Benito —repetí.

—¡Te estás quedando conmigo! —rotó bruscamente sobre sí misma y empezó a andar a paso ligero—. ¡Ya no sabes cómo llamar la atención! ¡Estás de un tonto últimamente! ¡Eres un fantasioso!

Tuve que alargar la zancada para poder ponerme a su altura. El reloj de la iglesia marcaba las seis de la tarde. Yo no era precisamente un cuentista, con lo que la insinuación de Dulce de que todo era fruto de mi fantasía no hizo más que acrecentar en mí la honda y ardiente necesidad de que me tomase en serio. No tuve más remedio que apelar al honor ante la sonrojada idiotez de mi entristecida voz.

—¡Te juro por mi honor que todo lo que te he contado es la más pura de las verdades!

Es un prodigio maravilloso cómo la tontura del enamoradizo, cuyo origen está en unos gérmenes descontrolados, se apodera de nuestras decisiones y nuestros actos, arraigándose en la propia vida como clavos incandescentes.

—Te lo juro —dije acercando celosamente mis labios a los suyos. Peligrosamente—, te lo juro.

Ella se echó hacia atrás. Al final, aunque me enraizaba a la imaginación y me parecía esta más real que la propia realidad, yo no era para Dulce más que un amigo. Bajé un momento la cabeza y me reincorporé en mi orgullo.

—¿Crees que la nota iba dirigida a don Tito? —me preguntó Dulce al eco de la bulla que armaban unos chiquillos al corretear por el empedrado.

—Por cómo se puso no se me ocurre otra explicación —respondí.

Los dos estábamos inmóviles, impávidos y desorientados. Reanudamos el andar y empecé a hablar más pausadamente, como si pudiese dar forma a mis pensamientos sin tener necesidad de tomar aire.

—Era como si la estuviese esperando. Su cara se puso blanca como la leche al releerla él mismo. Incluso me pareció verle oler la carta —dije—. Además de eso, y no sé muy bien por qué, estoy seguro de que todo…, Paulo, la cajita, el Francés, los asesinatos de La Capital, la carta…, todo, de alguna manera está relacionado entre sí.

—¿Y por qué? No me parece muy acertado hacer suposiciones tan infundadas —opinó Dulce, desviándose del empedrado y volviendo a la plaza—. No sabes nada con certeza, lo único que tienes son conjeturas, nada con lo que hacerte una verdadera idea de lo que pudiera estar pasando. ¡Si es que está pasando algo!

—El Francés sabe que Paulo nos ha dado la llave para que la guardemos en la joyería…, y no sé si eso es malo o bueno. —Ignoré por completo lo que me dijo—. Esa llave debe de ser algo muy valioso para que la envuelva tanto misterio.

—Yo no me haría muchas ilusiones sobre esa llave… —su mirada vagó de nuevo por la soleada calle. Sonreía envuelta en una carcajada cuando se detuvo un momento—, no creo que abra ningún cofre repleto de oro.

Al doblar la esquina que daba a la iglesia nos topamos con Nano, que venía de recoger trigo para las gallinas de un almacén cercano. Nos miró a la vez y soltó una risilla un tanto inoportuna, a juzgar por el gesto de enfado que Dulce mostró.

—Hacéis muy buena pareja —dijo el infeliz dándome un codazo en las costillas—. ¿Sois ya novios, Adiel?

Hice unas señas a Dulce para que no dijera nada. Cogí el saquito que mi amigo había dejado en el suelo y se lo volví a colocar en el hombro.

—No digas tonterías —dije refunfuñando—. Sigue tu camino y llévale de una vez la comida a tus criaturas. ¡Date prisa!

Nano cada cinco pasos volvía la cabeza hacia atrás, sus gestos escondían la malicia propia de los que no entienden de malquerencias ni divinas providencias, pero aquel encontronazo quiso que la casualidad nos desvelara lo inoportuna que era la suerte a veces. En el suelo estaba la pequeña talega que mi amigo utilizaba para llevar los dineros, posiblemente se le cayó cuando dejó caer el saco de pienso sobre el empedrado. La cogí y me la metí en el bolsillo con la intención de devolvérsela justo después de dejar a Dulce en su casa.

Al llegar al cruce de caminos que delimitaba la corraliza verdina de los muros de la casa de Dulce, me detuve en seco y la miré de soslayo, intentando no mostrarme demasiado serio. Le puse mis manos sobre sus hombros y sentí cómo se estremecía, quizá de vergüenza.

—¿De verdad crees que no pasa nada? ¿De verdad piensas que no hay nada raro en todo esto? —dije.

Zarandeó sus hombros mirándome con unos ojos muy abiertos y risueños.

—Hasta mañana, Adiel.

Me quedé quieto, un poco perdido en algún pensamiento inoportuno. Metí la mano en el bolsillo y aupé la talega de Nano un par de veces sobre mi cabeza. Corrí calle abajo. Para llegar a la casa de mi amigo tenía que pasar por delante de unos macilentos rastrojos de color parduzco. A la falda del reguero.

—Tú solo puedes ser tú si no quieres ser otro. —Un hombre bajito, calvo y con una mirada vacía salió de entre las cañas, como una sombra silenciosa—. Siempre he dicho que las palabras no están solo para ser habladas o escritas. Las palabras son necesarias para que la luz pueda reflejarse en el agua.

—¿Perdón?

—Digo que las palabras son necesarias para que la luz pueda reflejarse en el agua…, o para que el agua pueda ser bebida, o incluso para que Dios pueda escuchar las notas musicales que la naturaleza escribe, ¿lo crees así, Adiel?

Mi cuerpo empezó a balancearse adelante y atrás al escuchar mi nombre. Por un instante creí que iba a caerme.

—¿Cómo sabe mi nombre? ¿Qué quiere de mí? —dije ansiosamente—. ¿Quién es usted?

—A juzgar por lo poco observador que pareces, diría que no eres muy inteligente. ¿No te dice nada esta vestimenta?

—¡Una sotana! —exclamé.

—Una sotana, eso mismo.

La suavidad de su voz y el solitario camino donde nos encontrábamos eran, en cierto modo, un reclamo al encantamiento, donde millares de ojos parecían salir de todos los rincones del bosque cercano.

—Soy el nuevo párroco del pueblo —continuó diciendo—. A don Severiano le han mandado a un convento cerca de Bilbao. Quizá si hubieses prestado más atención el domingo pasado en misa te hubieses enterado de que el cura cambiaba de iglesia. Este sitio es muy tranquilo, ¿verdad?

Donde nos hallábamos se sentía uno atrapado en el tiempo, fuera de la eterna perplejidad de este mundo. Le miré, callando con mi alma los inquietos latidos de mi corazón, no acostumbrado aún a tanto sobresalto.

—Sí, padre, muy tranquilo, pero ¿cómo sabe usted quién soy yo?

—Bueno, en realidad no sé quién eres. Escuché cómo aquel zagal que portaba el saco de pienso te llamaba Adiel en la puerta de la iglesia, justo cuando yo salía a dar mi paseo. —El cura me agarró del brazo y empezó a andar—. ¿Te gusta leer?

—Un poco.

—¿Un poco? O gusta o no gusta. Aunque supongo que decir un poco equivale a decir no mucho. —Era como si hubiera vuelto a hacer ese trayecto unas cien veces antes. Como si fuera un sueño. Caminábamos por el sendero de piedras y barro que conducía al último rincón del pueblo, donde vivía Nano con sus sufridos padres—. Yo soy de la opinión de que la Divina Providencia está escrita en la naturaleza, y que solo tenemos que saber interpretarla. Uno se traslada perpetuamente a otra creación cada vez que lee un versículo, o una parábola, pero es incapaz de saber cuándo debe volver a este mundo para poner en práctica las enseñanzas adquiridas. Atrévete a ser fuerte y valeroso y sabrás dónde se encuentra el camino.

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