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Authors: Frank Herbert

Tags: #Ciencia Ficción

El Cerebro verde (8 page)

—Padre, si al menos…

—¡Silencio! Tengo nuestra panelinha
[5]
hirviendo bien. Todo se resolverá.

Joao suspiró. Se sentía resentido y avergonzado. El prefecto se hallaba semirretirado hasta aquella emergencia. Un corazón muy débil. Y el disgusto que se tomaba el viejo… Pero persistía en su ceguera.

—Dices que hay que investigar —dijo el prefecto en tono burlón—. Investigar ¿qué? Ahora no queremos ni investigaciones ni sospechas. Gracias a una semana de trabajo llevada a cabo por mis amigos, el Gobierno considera que todo está perfectamente normal. Están ya casi dispuestos a echar la culpa a los carsonitas por la tragedia de Bahía.

—Pero no tienen ninguna evidencia —insistió Joao—. Eso lo has admitido tú mismo.

—La evidencia no cuenta en un tiempo como éste —repuso su padre—. Lo importante es alejar las sospechas. Tenemos que ganar tiempo. Además, lo ocurrido es el tipo de asunto que pudieran haber provocado los carsonitas.

—Pero podrían no haberlo provocado.

Las palabras de Joao parecieron caer en el vacío.

—Precisamente la pasada semana —dijo su padre haciendo un amplio gesto—, el día anterior a tu llegada, ese mismo día, repito, estuve hablando con los granjeros de Lacuia a petición de mi amigo el ministro de Agricultura. ¡Y no sabes de qué forma se rieron en mis barbas esa gentuza! Les dije que incrementaríamos la zona Verde en diez mil hectáreas este mes. Y soltaron la carcajada. Dijeron: «¡Ni su propio hijo se lo creería! Ahora veo por qué dicen esas cosas. Sí, claro, detener la marcha hacia el oeste…».

—Tú has visto los informes de Bahía —dijo Joao—. Los propios investigadores de la OEI…

—¡La OEI! Ese chino escurridizo de cara inexpresiva es más bahiano que los propios bahianos. ¡Valiente pájaro! Y esa nueva hembra doctora que manda a todas partes para entremeterse y huronearlo todo. Ya te contaré yo todas las historias que se dicen de esa mosquita muerta. Ayer mismo se decía que…

—¡No quiero ni oírlo, padre!

El viejo miró atentamente a su hijo con aire burlón.

—¡Ah!

—¿Qué significa ese «¡ah!».?.

—Pues solamente eso.

—Es una mujer muy hermosa.

—Sí, ya me lo han dicho. Muchos hombres han probado ya ese ejemplar de hermosa mujer…, al menos así se dice.

—¡No lo creo!

—Joao —dijo el prefecto—. Escucha a un hombre anciano cuya experiencia le ha dado sabiduría. Esa mujer es muy peligrosa. La OEI la posee en cuerpo y alma, y es una organización que a menudo interfiere en nuestros asuntos. Tú eres un empresario de renombre, cuya capacidad y éxitos han llegado a muchos rincones del país. Esa mujer se supone que es una doctora en insectos, pero sus acciones dicen que tiene toda una colección de empleos. Y muchos de esos oficios, ah…, algunos de ellos…

—¡Ya está bien, padre!

—Como quieras.

—Se supone que pronto vendrá por aquí —continuó Joao—. No quiero que tu actitud pueda…

—Tal vez se demore en su visita.

—¿Por qué? —preguntó Joao alarmado.

—El pasado martes, al día siguiente del episodio en Bahía, fue enviada al Goiás. Aquella misma noche, o al día siguiente, la cosa tiene en esto poca importancia.

—¿Y bien?

—Tú ya sabes lo que está haciendo en el Goiás, por supuesto. Sí, esa historia respecto a una base secreta bandeirante que hay allá. Si es que todavía vive…

—¿Qué?

—En el cuartel general de la OEI en Bahía corre el rumor de que esa irlandesa… no se ha presentado. Tal vez un accidente. Se dice que mañana el gran Travis-Hungtinton Chen-Lhu va en persona a buscar a esa hermosa doctora. ¿Qué piensas de todo eso?

—Cuando les vi en Bahía, parecía interesarse por ella, pero esa historia…

—¿Interesarse por ella? Ah, sí, ciertamente.

—Tienes una mente maligna, padre.

Joao respiró profundamente. Pensó en aquella bella mujer, extraviada en cualquier punto del hinterland, donde sólo vivían las criaturas salvajes, y que pudiera estar muerta o mutilada. Aquella extraordinaria belleza… Joao se sintió invadido por una enorme tristeza y la sensación de un terrible vacío.

—¿Te gustaría, tal vez, emprender la marcha hacia el oeste, para buscarla?

Joao ignoró la indirecta de su padre.

—Padre, toda esta cruzada necesita de un período de tregua mientras no se descubra que va mal.

—Si te has expresado de ese modo en Bahía, no les culpo por volverse contra ti —dijo el prefecto—. Tal vez esa algarada…

—¡Tú ya sabes lo que vimos en la plaza!

—Eso es un absurdo. Tiene que terminar en el acto. No puedes hacer nada que trastorne el equilibrio. ¡Te lo ordeno!

—La gente ya no sospecha de los bandeirantes, padre —dijo Joao con un amargo tono en su voz.

—Hay quien todavía sospecha de ti, Joao. ¿Cómo no van a sospechar si lo que he oído de tus labios es una muestra de la forma en que hablas?

Joao se concentró unos instantes mirándose sus altas botas que relucían con el brillo negro de la piel cuidadosamente lustrada. Encontró que su lisa superficie resultaba, de algún modo, como una imagen simbólica de la vida de su padre.

—Lamento haberte disgustado, padre. A veces siento ser un bandeirante, pero, de no serlo, ¿cómo habría sabido las cosas que te he contado? La verdad es…

—¡Joao! —le interrumpió secamente su padre—. ¿Estás ahí sentado para decirme que has mancillado nuestro honor? ¿Hiciste un falso juramento cuando formaste tus Irmandades?

—No ha ocurrido nada de eso, padre.

—Entonces, ¿qué ha pasado?

Joao extrajo un emblema de fumigador del bolsillo.

—Lo creía…, entonces. Podíamos dar forma a las abejas imitadas para rellenar cualquier laguna existente en la ecología de los insectos. Era como llevar a cabo una gran cruzada. Así lo creía. Como el pueblo de China, yo también dije: «¡Sólo vivirán los útiles!». Y lo dije en serio. Pero eso pasó hace ya varios años, padre. Desde entonces he llegado a la conclusión de que no hemos completado nuestro conocimiento de lo que es útil.

—Fue un gran error haberte educado en Norteamérica. Y yo soy el único culpable. Allí absorbiste esa herejía carsonita. Está bien para ellos no unirse a nosotros en el Restablecimiento Ecológico; ellos no tienen tantos millones de bocas que alimentar. ¡Pero mi propio hijo!

—En la zona Roja se ven muchas cosas, padre —repuso Joao a la defensiva—. Son cosas difíciles de explicar. Las plantas tienen allá un aspecto mucho más saludable. La fruta es…

—Bueno, eso es una condición puramente temporal —afirmó enfáticamente el padre—. Daremos forma a las abejas para que se adapten a cualquier necesidad que tengamos. Los insectos destructores nos quitan el alimento de la boca. Es muy simple. Tienen que morir todos y ser remplazados por criaturas que sirvan a una función útil para el hombre.

—Están muriendo todos los pájaros.

—¡Estamos salvando a los pájaros! En las reservas tenemos especimenes. Les procuraremos nuevos alimentos.

—Han desaparecido ya algunas plantas por falta de una polinización natural…

—¡No se ha perdido ninguna planta útil!

—Y… ¿qué ocurrirá si nuestras barreras quedan traspasadas por los insectos antes de que hayamos remplazado la población natural de los predadores? ¿Qué ocurrirá entonces?

El anciano Martinho puso un dedo bajo la nariz de su hijo.

—¡Ese absurdo tiene que acabar! ¡No quiero oír nada más sobre eso! ¿Entendido?

—Cálmate, padre, por favor.

—¿Qué me calme? ¿Cómo puedo calmarme de cara a… esto? Tú aquí, escondiéndote como un vulgar criminal. Alborotos en Bahía, en Santarém, y…

—¡Por favor, padre!

—No, no voy a callarme. ¿Sabes qué otra cosa me dijeron esos granjeros de Lacuia? Dicen que los bandeirantes han reinfestado la zona Verde para prolongar sus trabajos. Sí, eso es lo que han dicho.

—¡Pero eso es una atrocidad, padre!

—Sí, es absurdo, pero es la consecuencia natural de la charla derrotista que he escuchado hoy de ti. Todos los retrasos que hemos sufrido añaden fuerza a tales cargos.

—¿Has dicho retrasos?

—Eso es lo que he dicho: ¡retrasos, dilaciones!

El anciano Martinho se volvió, caminó hacia su mesa de despacho y regresó. Nuevamente se detuvo frente a su hijo y añadió:

—Tus Irmandades estuvieron en la Piratininga.

—¡Nadie pasó por allí!

—Con todo, hace una semana la Piratininga era de la zona Verde. Y hoy… —Y señaló a su despacho—. Ya has visto el informe. Está hormigueando. ¡Hormigueando!

—No puedo vigilar a todos los bandeirantes de Mato Grosso —se defendió Joao—. Si ellos…

—La OEI nos concede seis meses para limpiarlo todo —advirtió el prefecto gesticulando con las manos hacia arriba y el rostro congestionado—. ¡Seis meses!

—Si pudieras ver a tus amigos del Gobierno y convencerles de que…

—¿Convencerles? ¿Ir allí para decirles que se suiciden políticamente? ¿A mis amigos? ¿Sabes que la OEI está a punto de embargar a todo el Brasil, tal como hicieron con Norteamérica? ¿Puedes imaginarte una presión de ese tipo sobre todos nosotros? ¿Puedes suponer las cosas que tengo que oír de los bandeirantes, y en especial sobre mi propio hijo?

Joao apretó fuertemente la placa que tenía en la mano. Una semana de disputas como aquélla era más de lo que podía soportar. Deseó vehementemente estar con sus hombres en Serra dos Pareéis. Su padre llevaba demasiado tiempo en la política como para cambiar, y penosamente Joao se dio cuenta de ello. Miró a su padre. Si al menos pudiera razonar sin excitarse tanto… Le preocupaba su delicado corazón.

—Te excitas sin necesidad —insinuó al viejo.

—¿¡Qué me excito!?

Al prefecto se le dilataron las aletas de la nariz y se inclinó hacia su hijo.

—Ya hemos pasado dos sitios difíciles, la Piratininga y el Tefe. Allí hay tierra, ¿comprendes? ¡Y no hay hombres en esas tierras, trabajándolas, haciendo que produzcan!

—La Piratininga no constituía una barrera absoluta, padre. Precisamente la limpiamos y…

—Sí, claro. Y lo que ganamos fue una extensión del desastre cuando anuncié que mi hijo y ese temible Alvarez habían limpiado la Piratininga. ¿Cómo vas a explicarles ahora que está reinfestada y que hay que rehacer el trabajo?

—Yo no lo explicaría.

Joao puso en su bolsillo el emblema escondido en la mano. No le sería posible razonar con su padre. Aquello se había evidenciado a lo largo de toda la semana. La frustración le produjo un temblor en las mandíbulas. Pero no obstante había que convencer al viejo. Alguien de la talla política de su padre tenía que actuar con firmeza y conseguir que Gabriel Martinho escuchara.

El prefecto volvió a su mesa y tomó asiento. Tomó en sus manos un antiguo crucifijo que el gran Aleihadinho tallara en marfil. Se lo puso ante sí, intentando serenarse, pero se le dilataron los ojos con la sorpresa. Volvió a colocarlo en su lugar, pero en su rostro se advertía una profunda turbación.

—Joao… —murmuró con voz apagada.

Su hijo pensó inmediatamente que debería tratarse de algo relacionado con el débil corazón de su padre.

—¡Padre! ¿Qué te ocurre?

El anciano señor Martinho señalaba con mano temblorosa en la corona de espinas del crucifijo, y allí, sobre los rasgos agonizantes del Cristo y los músculos tensos por la muerte en la cruz, se arrastraba silenciosamente un insecto. Era del mismo color del marfil, pareciéndose ligeramente a un escarabajo, pero con un borde de pequeñas garras en las alas y el tórax, y en las antenas, anormalmente largas, un ribeteado peludo.

El anciano intentó echar mano de algunos papeles para aplastarlo, pero Joao le detuvo con un gesto de la mano.

—Espera, padre. Es una nueva especie. Nunca había visto antes nada parecido. Por favor, dame una linterna, veremos donde se refugia.

El prefecto murmuró algo entre dientes, sacó de un cajón una pequeña linterna y la entregó a Joao. Éste, sin iluminar el insecto, lo miraba fijamente.

—Qué extraño —comentó—. Mira de qué forma se confunde con los tonos del marfil.

El insecto se detuvo y dirigió sus antenas hacia los dos hombres.

—Se han visto cosas extrañas —dijo Joao—. Algo así se encontró cerca de un poblado de la barrera el mes pasado. Fue dentro de la zona Verde…, en un sendero junto al río. ¿Recuerdas el informe? Dos granjeros lo encontraron mientras buscaban a un hombre enfermo. —Joao miró entonces a su padre—. En la nueva zona Verde están muy preocupados por las enfermedades. Podía tratarse de epidemias, pero esto es algo distinto.

—No veo ninguna relación —restalló el anciano—. Sin insectos que sean portadores de gérmenes, tendremos menos enfermedades.

—Tal vez —repuso Joao, pero por el tono de su voz dio a entender que no lo creía.

Joao volvió su atención al insecto del crucifijo.

—No creo que nuestros ecólogos sepan cuanto dicen saber. Personalmente desconfío de nuestros consejeros chinos. Hablan con términos muy floridos sobre la eliminación de los insectos pestíferos, pero no nos permiten inspeccionar la zona Verde. Excusas, siempre excusas. Pienso que tienen dificultades y que no desean que las conozcamos.

—¡Bah!, eso es una tontería —dijo el prefecto—. Son personas honorables, con algunas excepciones que podría señalar. Su forma de vida está más cerca de nuestro socialismo que el capitalismo decadente de Norteamérica. Tu problema es que lo ves todo a través de los ojos de quienes te educaron.

—Apuesto a que este insecto es una de las mutaciones espontáneas. Parece que está apareciendo como resultado de un plan determinado. ¿Quieres darme algo donde encerrar esta muestra para el laboratorio?

El anciano Martinho continuó sentado en su sillón.

—¿Dónde dirás que ha sido encontrado?

—Aquí mismo.

—¿Acaso deseas exponernos a un mayor ridículo?

—Pero, padre…

—¿Es que no oyes ya lo que van a decir? Se ha encontrado este insecto en su propia casa. Puede que lo estén criando para volver a infestar la zona Verde…

—No, padre, estás hablando de algo absurdo. Las mutaciones son cosa común en las especies amenazadas. No puede negarse que estos insectos están muy amenazados: los venenos, las barreras de vibraciones sónicas, las trampas y demás. Por favor, dame un frasco donde encerrarlo. Si quieres, yo mismo lo cogeré.

—¿Y dirás dónde se ha encontrado?

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