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Authors: María José Rubio

Tags: #Narrativa, Novela histórica

El cerrajero del rey (10 page)

—Ya lo sé, pero ¿quién es?

—Se llama María Sancho Barona y es hija única de los marqueses de Añavete. Lo que se dice un buen partido. Su familia posee propiedades en tierras de Ciudad Real, y goza de grandes honores en la corte y la estima de Felipe V. Está soltera, pero se cuenta que le ajustarán más pronto que tarde una boda acorde a su condición y patrimonio.

—Se ve que además le gusta el teatro.

—Es imposible que no le gustara. Su casa solariega está en Almagro, lugar de un viejo corral de comedias que frecuentamos los actores. Es uno de los más importantes de Castilla, ¿sabes? Su familia tiene también en aquel teatro su propio aposento desde hace generaciones.

Ante el descaro de Francisco, María no pudo evitar sentir curiosidad por quien tan persistentemente la observaba. Le devolvió la atención y durante unos segundos sostuvo su mirada. Su criada, tocándola suavemente en el hombro, la instó a girar el rostro hacia el escenario. No era de buen gusto que una dama mirara con tanto descaro a un hombre del pueblo, por mucho que a la jovencita le divirtiera constatar lo mucho que ella llamaba siempre la atención entre los caballeros. En el estrado, mientras tanto, las peripecias escenográficas seguían su curso. El amado de la protagonista se había envuelto en humo y, para asombro del público, donde antes había un galán, ahora aparecía levitando, colgado de un pescante, un horrible demonio.

Cuando la obra terminó en medio de enfervorizados aplausos, Francisco observó cómo la dama se alzaba con elegancia de su silla.

Al salir por la puerta trasera del aposento, María dio rienda suelta a su placer por el coqueteo y de nuevo volvió la mirada hacia el patio del teatro. Sus ojos se encontraron otra vez con los del oficial de cerrajero, que la contemplaba extasiado, sin percatarse de los empujones que recibía de unos y otros al abandonar el corral de comedias.

Francisco salió fascinado de la experiencia. Abrumado por las novedades, no había atendido tanto a la representación como merecía y sus pensamientos se habían enfocado más en la curiosidad despertada en él por María Sancho Barona que por todas las bellas actrices en escena. «Esa mujer desprende un halo inexplicable de misterio», era la idea que repicaba en su mente al salir a la calle.

No pudo evitar comentarlo con Pedro, que decidió llevarle a matar el hambre vespertina al mesón de Paredes, en el cercano barrio de Lavapiés, donde abundaban las cerrajerías y los maestros del gremio, antes de regresar a casa.

Pedro sabía más de la dama de lo que en un principio había contado. Él también estaba de acuerdo en el encanto especial que envolvía a la joven. La gente del teatro la apreciaba sinceramente por la pasión que demostraba hacia la comedia y había prometido que en el futuro, cuando heredara el patrimonio familiar, se dedicaría al mecenazgo de este arte. Entraron en el mesón, atestado de gentes de condición diversa, y tomaron asiento. Pidieron gallina asada y una jarra de vino.

Entre bocado y bocado, Pedro contó que María era una joven educada en las letras, porque su padre, amante de los libros, había inculcado en ella el interés por la cultura. Al parecer, había sufrido de niña un herpes que le invadió medio cuerpo. Su madre temió que el rostro de María quedara desfigurado para siempre y acudió a los remedios de una famosa curandera en Madrid, lavandera de oficio y fabricante clandestina de aceites esenciales, aguas de olor, polvos aromatizados para pelucas, ungüentos y pócimas que encandilaban a las damas de la aristocracia. María fue llevada muchas veces a casa de esta mujer para tratar las marcas de su enfermedad con engorrosos emplastos y vinagres. Allí descubrió con curiosa avidez aquel mundo de redomas de vapor, hornillos al fuego y tarros de esencias, polvos y líquidos que la mujer manejaba con extraña sabiduría. Durante las largas horas que duraba el tratamiento, hablaba de su oficio a la niña y le contaba curiosidades del libro de una alquimista del Renacimiento llamada Isabella Cortés, en el cual había aprendido a conocer la naturaleza y sus artes. La curandera empezaba a atreverse con la alquimia de los metales, consciente de las propiedades medicinales que muchos de ellos poseían, pero temía que esto llamara demasiado la atención a los inspectores de la Inquisición y no tuvo valor de seguir adelante. «En todos los metales hay oro, mi niña, y los alquimistas siguen buscando la forma de extraerlo», le había contado a María, en cuya mente infantil quedó grabada la imagen de esta sabia mujer que logró curarla y despertó en ella la afición por estudiar aquellos libros de «secretos de artes y oficios» que proliferaban en la época.

El relato no defraudó a Francisco, que había escuchado muy atento. Todo lo referente a María Sancho Barona le hacía olvidarse de un plumazo de sus sentimientos hacia Josefa. Aunque la hija del maestro era dulce, delicada y hermosa, nada le parecía comparable al brillo fulgurante que iluminaba a la aristócrata.

—De todas formas, no te impresiones por esa dama ni por la gente de alta alcurnia. Está bien que te guste contemplarla, pero para manejarte en la corte debes ser escéptico respecto a las cualidades visibles de cualquier personaje. Del rey abajo, todo el mundo esconde sombras, aunque el envoltorio sea espléndido… —prosiguió Pedro.

—Si te has propuesto aleccionarme, continúa, termina el encargo —contestó Francisco.

—No quiero desilusionarte, pero hazme caso. En la corte nada es lo que parece. Sólo hay que ocuparse de tener buena apariencia, aunque luego no tengas ni para comer, porque yendo bien vestido, se te abrirán de par en par muchas puertas de la alta sociedad… y sin necesidad de recurrir a tus ganzúas, amigo mío… —concluyó Pedro.

El eco de una trifulca que se desarrollaba al fondo del mesón interrumpió su desenfadada conversación, cuando ambos comenzaban a reírse de sus propias ocurrencias. Un cliente discutía con el mesonero a costa de la mala calidad y el alto precio de aquella única cerveza que el cervecero Melchor Colemans fabricaba por privilegio real en Madrid. Como la discusión subía de tono, los dos amigos decidieron pagar y marcharse. Para Francisco había sido un día plagado de novedades y emociones. El exceso de ese vino mediocre que habían bebido le había dejado atolondrado. Cuando llegó de vuelta a la cerrajería apenas se sostenía en pie. Sin darle tiempo a desvestirse, se desplomó rendido sobre el catre. En su cabeza daba vueltas desordenadas la visión de la bella María Sancho Barona, aunque en ese estado de embriaguez, ni siquiera era capaz de recordar ya dónde la había encontrado.

Capítulo 6

Los cambios que el devenir del tiempo introdujo en el taller de Flores se correspondieron con las transformaciones sufridas en la corte.

El maestro andaba descontento, como muchos súbditos de Felipe V, por el ambiente bélico que de nuevo se había instalado en la política del gobierno. El alza de los precios era fruto de ello. La palabra guerra predominaba ahora en los documentos diplomáticos españoles desde que Isabel de Farnesio inspirara las acciones de su principal ministro, el abate Alberoni, parmesano como ella y defensor de idénticos intereses.

Los cerrajeros encontraban dificultades en comprar carbón y hierro por los que no se pidiera un buen puñado más de maravedís que hacía unos años. El dinero de las arcas reales se destinaba últimamente a la financiación de los ejércitos que, bajo bandera de Felipe V, se batían en gran parte de Italia, tratando de conquistar el ducado de Parma y aquellas soberanías que el rey había cedido a Austria como consecuencia del tratado que puso fin a la contienda que lo aupó al trono. Las potencias más importantes de Europa se habían aliado para impedir las ansias de conquista de España, que no era sino la ambición maternal de la reina Isabel por poseer soberanías en las que pudieran reinar sus hijos. España se encontró pronto aislada y vencida por las armas. El abate Alberoni cargó con las culpas. Su cese y el nombramiento de José de Grimaldo como primer ministro iniciaron una nueva etapa de mayor inteligencia y concordia diplomática. Así lo creían también Flores y Francisco, que comenzaba a interesarse vivamente por las cuestiones políticas que se cocían en la corte.

Hacía meses que Francisco acompañaba al maestro y a Félix a los asuntos del oficio en los sitios reales. Sentía especial predilección por el real alcázar, tanto por ser lo primero que tuvo ante su vista de la grandeza de Madrid, como por la fascinación que provocaba en él, al igual que en los demás moradores y visitantes, la intrincada distribución de aposentos, despachos, salones, galerías, cocinas, pasillos, ocultos pasadizos y escaleras. Su origen medieval se notaba aún en el espacio interior y el paso de diferentes siglos y reinados se hacía patente en el mal estado de sus estancias y en el aire rancio de la decoración, que Felipe V trataba de renovar desde su llegada a España.

El real alcázar se había llenado de infantes en poco más de una década. Isabel de Farnesio era muy fértil y tenía extraordinaria facilidad para los partos. Tan pronto como cumplía la cuarentena recomendada por el médico de cámara, se sumaba al rey en su habitual jornada cinegética. Junto a los dos infantes que quedaban vivos de la fallecida María Luisa Gabriela de Saboya, Luis y Fernando, se criaban los tres hijos paridos hasta el momento por la reina: Carlos, María Ana y Felipe. Parecía evidente que la Farnesio, saludable y joven, no tendría problemas en aumentar su descendencia a lo largo de los próximos años.

Josefa escuchó de sus conocidas en palacio que en el seno de la familia real se esperaban cambios para los siguientes meses. Todavía mantenía la esperanza de encontrar un hueco entre la servidumbre femenina de la soberana. Terminadas las recientes hostilidades, Francia había firmado la paz con España, consolidando la reconciliación con un doble matrimonio entre parientes Borbón de las dos casas reinantes. El príncipe Luis, de catorce años, primogénito de Felipe V, iba a casar en breve con Luisa Isabel de Orleáns, de doce, hija del duque de Orleáns, todopoderoso regente de Francia. A su vez, la pequeña infanta María Ana, de tres años, sería trasladada a vivir a Francia para unirse en un futuro al joven rey Luis XV.

El maestro Flores, Nicolasa, Josefa y su hermana Manuela, junto a los dos oficiales Francisco y Félix, se acercaron hasta la plaza de Armas, frente al alcázar, para sumarse al gentío que contemplaba los fuegos artificiales que festejaban esa noche la firma del compromiso de bodas. Todos se habían arreglado con sus mejores atuendos.

Josefa lucía una delicada y limpia figura. Francisco parecía haber seguido los consejos sobre el bien vestir de su amigo el cómico, y se sentía algo engolado, enfundado en su ropa de estreno. Félix, por el contrario, iba ataviado con la única chaquetilla que poseía, vieja y raída en los puños. A diferencia de su compañero, no había querido emplear el dinero de la oficialía en nuevas vestimentas por considerarlo un asunto frívolo e innecesario.

Desde fuera se veía, a través de las ventanas de palacio, el fulgor vacilante de cientos de velas que iluminaban los salones donde se celebraba el baile en honor del duque de Saint-Simon, embajador francés encargado de las negociaciones matrimoniales. Huyendo de Félix, que trataba a toda costa de pasarle la mano por la cintura, y empujada por la multitud, Josefa se pegó al costado de Francisco. Era otoño, la noche estaba fresca y temblaba de frío. Francisco se quitó su chaqueta nueva y arropó a la joven, poniéndole la prenda sobre los hombros. Para Josefa, cada detalle de cariño proveniente de Francisco significaba un mundo, y así procuraba hacérselo entender con la mirada, aunque el cerrajero no captara la mayor parte de las veces la profundidad de los sentimientos de la joven. Reconfortada aun así por el mero roce de sus cuerpos, Josefa miraba extasiada el brillo de las luces del alcázar.

—Francisco, ¿crees que algún día lograré estar ahí adentro?

—Confía en mí. Es probable que con los cambios que se avecinan, tu oportunidad se presente antes de lo que imaginas.

—Ojalá sea tal como dices. Lo deseo tanto como otras cosas…

Dios te escuche y atienda también mis plegarias —terminó susurrando Josefa, teniendo en mente tanto su anhelo profesional como amoroso.

La princesa Luisa Isabel de Orleáns llegó a Madrid un trimestre después, en pleno invierno y el año comenzado. Aunque ya era la esposa del joven heredero, el príncipe Luis, los novios no iban a consumar el matrimonio hasta pasados al menos dieciocho meses. Mientras tanto, la nueva inquilina del alcázar fue instalada lejos de su marido, en los cuartos que había dejado libres la pequeña infanta María Ana, separados de los de su suegra, la reina Isabel de Farnesio, tan sólo por un estrecho pasillo. La servidumbre femenina necesitaba reorganizarse para atender a la damita francesa, que demostró desde el principio ser todo un carácter, enérgica y caprichosa. Josefa se mantenía al tanto, gracias a los chismorreos habituales que compartía con las criadas de palacio, de cuanto acontecía allí dentro, ansiosa por lograr esa oportunidad de entrar a servir en los cuartos reales, que tanto deseaba.

Una mañana, bien temprano, José de Flores fue reclamado para presentarse de inmediato en el edificio regio. Francisco se disponía a iniciar sus tareas, y al contemplar que el maestro se marchaba se ofreció a acompañarle. En los despachos del real alcázar fueron informados de que el aposentador mayor, Luis Valdés, había muerto hacía dos días de una extraña dolencia de estómago. Flores se santiguó, lamentándolo sinceramente. Se conocían de años atrás.

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