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Authors: Bernard Minier

Tags: #Policíaco, #Thriller

El círculo (73 page)

Subió hasta lo alto de la colina. Por encima de los tejados, un avión procedente de Francia que volaba hacia el sur dejó una blanca estela en el pálido azul del cielo. Llegó a la basílica agazapada en medio de los pinos, adosada a la pared de roca y, tras bordear la larga columnata de la galería, subió unos escalones y entró en el claustro, lleno de sombra y frescor. Rodeando el estanque de verduzca agua, prosiguió el ascenso por el sendero que serpenteaba por la parte más redondeada de la colina hasta culminar en la cúspide de la peña. Surgió en pleno sol, por encima del templo y de la población. Desde allí se disfrutaba de una espléndida vista. Un gran Cristo de ocho metros de altura abría los brazos, prodigando su vana bendición a toda la región, hasta los Pirineos.

El panorama era magnífico. No era sin embargo la vista lo que lo atraía hasta allí cada mañana, sino la roca cortada a pico, y el vacío. La llamada del vacío. Era una tentación, una liberación posible. Acariciaba la idea desde hacía días, pero lo retenía un nombre: Margot. Él sabía mejor que nadie qué efectos producía perder de esa manera a un padre. También pensaba mucho en David. Una vez que se le ha abierto la puerta, el suicidio es un inquilino difícil de expulsar. Después de reflexionar largo y tendido sobre la cuestión, había llegado a la conclusión de que, si tomaba la decisión, lo haría allí. Sería la mejor manera. Una caída de treinta metros, sin posibilidad de fallar. Nada que ver con una muerte sórdida en una habitación de hotel. Un hermoso despegue en medio del sol y el azur, en un decorado perfecto.

Barajaba la idea desde hacía días, semanas tal vez. Era solo una idea. No tenía intención de pasar a la acción, no por el momento. La idea le resultaba reconfortante, de todas formas. Sabía que estaba cayendo en una depresión, que disponía de medios para tratarla… pero no tenía ganas. Había visto demasiados muertos, enterrado demasiadas personas, sufrido demasiadas traiciones. Estaba hastiado, cansado. Aspiraba al reposo y al olvido, pero todo volvía sin cesar, una y otra vez. Estaba harto de la cara de Marianne en su recuerdo, y de la de sus padres, y de otras personas… Tenía el convencimiento de que estaba muerta y de que, al igual que sucedía con las otras víctimas del suizo, jamás encontrarían su cadáver. Ella había querido salvar a su hijo… pero también lo había traicionado a él. Aun así, quería creer que su reencuentro había sido sincero, que no se había acostado con él solo por interés. No obstante, cada vez que pensaba en lo que habría tenido que soportar antes de morir, le resultaba intolerable, igual de insoportable que mirar el sol de cara.

Divisó la minúscula silueta de Pedro, que salía de su taller vestido con un mono, abajo, con un trapo en la mano. Pedro levantó la cabeza para mirar el cielo, en dirección a él pero sin verlo. Después él siguió con la mirada a los niños que se iban a bañar al río.

—Me han dicho que te encontraría aquí.

La voz le produjo un sobresalto. Se volvió. En condiciones normales se habría alegrado de verla, pero esa mañana no sabía si estaba contento, aliviado… o avergonzado. Había cambiado. Se había quitado los
piercings
y su cabello había recuperado su color natural. Parecía que tuviera algunos años más.

—¿Cómo me has encontrado?

—Parece ser que no solamente me has transmitido tu amor por los libros, sino también tus genes de investigador, papá.

Saltaba a la vista que había preparado de antemano la frase y eso le hizo sonreír. Estaba bronceada, vestida con un pantalón corto vaquero y una blusa sin mangas.

—Me acordé de que habíamos venido aquí con mamá y contigo, cuando era niña, y que te gustaba mucho este sitio. Pero no es el primer lugar donde he probado… no… Hace más de una semana que te busco.

Avanzó dos pasos y se inclinó… antes de retroceder maquinalmente.

—¡Ufff! Muy buena vista… ¡pero qué alto!

No se percató de que se ruborizaba de vergüenza, con un nudo en el estómago.

★ ★ ★

Hablaron. Durante los días y noches siguientes, hablaron. También bebieron, fumaron y rieron… e incluso bailaron. Aprendió a conocer a su hija y se dio cuenta de que no sabemos nada de los otros, y menos aún de los propios hijos. Margot había llegado con Elias, ese joven larguirucho y silencioso con un mechón que le comía la mitad de la cara. Aunque era persona de pocas palabras, a Servaz le cayó bien. A veces los acompañaba y otras los dejaba solos. Hubo días maravillosos en que estuvieron juntos como no lo habían estado nunca, y otros en que se pelearon. Como esa noche en que ella lo encontró borracho a más no poder después de haber pasado la velada con Elias. Él empezó a beber menos y al final paró. Parecía como si tuvieran todo el tiempo del mundo. Faltaba mucho para el mes de septiembre y él se planteó si tendría previsto trabajar durante el verano. En cierto momento, le preguntó cuándo se iban a ir.

—Cuando tú estés listo —respondió ella—. Vendrás con nosotros.

Los presentó a Pedro y a los demás, y en poco tiempo formaron una alegre pandilla. Elias empezó a hablar… un poco más, en todo caso. Aunque se acostaban tarde, Servaz se dio cuenta de que por la mañana se levantaba con más vigor y ya no se quedaba tumbado en la cama mirando el techo. Habían alquilado una habitación de la primera planta, debajo de la suya, que también daba al patio, y las mañanas en que él tardaba un poco en salir, Margot subía a llamar a la puerta. Dieron largos paseos en coche y a pie por la zona, descubrieron panorámicas que los dejaron embelesados, pueblos de piedra y pizarra intactos en medio de decorados de
western
. Se bañaron en ríos de aguas heladas. Fueron en bicicleta y en canoa. Charlaron con los lugareños y con los turistas, participaron en fiestas a las que los invitaban en el último momento. Ella hacía fotos y, por una vez, él no rehusaba salir en ellas. Descubrió, con asombro, que sonreía. Cuando volvían de sus excursiones, tenían siempre un hambre feroz.

Los días se sucedieron, radiantes, simples, ideales. No había nada planificado, nada que fuera imprescindible. Y luego, una mañana, un poco antes del amanecer, se despertó, muy calmado, se duchó y preparó la maleta. Esa noche había soñado con ella. Marianne estaba viva… en algún sitio… y lo necesitaba. Si Hirtmann la hubiera matado, habría encontrado alguna manera u otra de comunicárselo. Salió de la habitación. Todo el mundo dormía en el hostal, pero el día alumbraba ya el patio. Bajó, con la maleta en la mano, y respiró hondo para impregnarse por última vez del perfume de jazmín, de detergente, de cera y de despedida. Le había gustado aquel lugar. Después llamó a la puerta.

—Estoy listo —anunció cuando ella abrió.

Graus, Alto Aragón, julio de 2011 I Morbihan, julio de 2012

De manera general, me he tomado bastantes libertades con la geografía. Algunos situarán Marsac en tal sitio, otros creerán identificarlo en tal otro, y todos acertarán y se equivocarán a la vez. No existe, por supuesto, ningún «Cambridge ni Oxford del suroeste». Mi suroeste es un país casi igual de imaginario que la maravillosa Tierra Media de Tolkien.

Me he tomado, asimismo, algunas libertades con la realidad del trabajo de la policía cada vez que me notaba igual de comprimido que con unos zapatos demasiado pequeños, y todavía más con la compleja maquinaria de la justicia. De todas maneras, estoy muy agradecido a diversas personas por los valiosos consejos prestados, las visitas guiadas y los flagrantes errores que evitaron que cometiera. Por orden de aparición, Sylvie Feucher, secretaria general del sindicato de comisarios y altos funcionarios de la policía, y Paul Mérault, Christophe Guillaumot, José Mariet e Yves Le Hir de la policía de Toulouse. Como siempre, los errores (voluntarios o involuntarios) que subsisten son de mi propia cosecha. Gracias también a Stéphane Hauser por sus consejos en materia de música. Espero que me perdone por no haberlos seguido siempre. Debo expresar también mi agradecimiento a mis editoras de XO, que, una vez más, han logrado el milagro de convertir el agua en vino, y a mis formidables equipos editoriales de XO y de Pocket; a mi esposa, que me facilita la vida, día tras día; y a Greg, primer lector, amigo, confidente, asesor y abogado del diablo a la vez. Finalmente, querría dedicar este libro a una persona que tuvo el mal gusto de fallecer diez días antes de la publicación de mi anterior novela: mi madre, Marie Sopena Minier. Para mí no fue fácil digerir que no le diera tiempo a leerla.

Notas

[1]
¡Eh chicas, que no estamos en la isla de Lesbos!
<<

[2]
¡Mirad a esas bolleras de mierda!
<<

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