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Authors: Noah Gordon

Tags: #Intriga

El Comite De La Muerte (50 page)

Poco después estando Adam una noche en el laboratorio de experimentación de animales, entró Kender a tomar una taza de café.

—¿Recuerda usted una conversación que tuvimos una vez acerca de mantener con vida al paciente condenado a morir? —preguntó Adam.

—Sí —respondió Kender.

—Pues quería decirle que he cambiado de opinión.

Los ojos de Kender expresaron interés, y asintió, pero no le preguntó el motivo.

Siguieron allí sentados, tomando café en amigable silencio. Adam se contuvo y no le preguntó sobre el puesto de la Facultad; ahora no sólo lo deseaba desesperadamente, sino que lo necesitaba para poder seguir donde gente mejor que él podría defender la vida de Gaby con cuanto fuese necesario.

17

RAFAEL MEOMARTINO

Meomartino tenía la sensación de que, sutilmente y de maneras que él no comprendía, los átomos de su vida estaban reagrupándose de otra forma, sin que él pudiera hacer nada por controlarlos. Recibió al detective privado en una pizzería situada en un segundo piso, en la plaza de Washington, y hablaron de sus cosas tomando linguini marinara salados con vino que sabía a resina.

Kittredge había visto a Elizabeth Meomartino entrar varias veces en una casa de apartamentos del Memorial Drice, en Cambridge.

—Pero, ¿sabe usted si se vio allí con alguien?

—La seguía sólo hasta el edificio —respondió Kittredge—. Seis veces esperé fuera, y la vi entrar. Un par de veces subí en el ascensor con ella, como si viviese en la casa. Es un hermoso edificio. Gente profesional, nivel de vida de burguesía acomodada.

—¿Cuánto tiempo suele quedarse?

—Depende.

—¿Sabe el número del apartamento que visita?

—Todavía no, pero siempre se baja en el cuarto piso.

—Algo es algo —dijo Meomartino.

—No necesariamente —dijo Kittredge, paciente—. Por ejemplo, podía subir a pie al quinto, o bajar a cualquier otro piso de abajo.

—¿Se da cuenta de que la está usted siguiendo?

—No, de eso estoy seguro.

—Bueno, pues supongamos que va efectivamente al cuarto piso —dijo Meomartino, algo asqueado, comenzando a despreciar el profesionalismo del detective—. Después de todo, no es una espía internacional.

—De acuerdo —convino Kittredge—. ¿Quiere que le lea los nombres de la gente que vive en este piso, y así veremos si alguno le suena?

Meomartino esperaba, tenso.

—Harold Gilmartin.

—No.

—Peter D. Cohen, marido y mujer.

—Siga.

—En el apartamento siguiente hay dos chicas solteras, Hilda Conway y Marcia Nieuhaus.

Meomartino movió la cabeza, algo irritado.

—V. Stephen Samourian.

—Pues ya sólo queda uno: Ralph Baker.

—No —dijo él, deprimido por tener que recurrir a tales métodos.

Kittredge se encogió de hombros. Sacó del bolsillo una lista escrita a máquina y se la dio a Meomartino.

—Estos son los nombres de todos los demás inquilinos del edificio.

Era como leer una página de la guía de teléfonos de una ciudad extraña.

—No —dijo Meomartino.

—Uno de los inquilinos del cuarto piso, Samourian, es doctor.

—Eso da igual; es la primera vez que oigo su nombre. —Hizo una pausa—. ¿Hay alguna posibilidad de que vaya allí a cosas perfectamente normales, como ir al dentista?

—En dos ocasiones, estando usted de servicio en el hospital, volvió a casa aproximadamente a la hora de cenar, y luego de nuevo al edificio del Memorial Drive a pasar el resto de la velada. ¿Quiere informes por escrito? —preguntó Kittredge.

—No, no me atosigue —replicó Meomartino.

A petición del detective, firmó un cheque por 178 dólares.

Cada trazo de la pluma le resultó más duro que el anterior.

Aquella noche, a las once, fue a verle Helen Fultz.

—Doctor Meomartino —dijo la vieja enfermera.

Él vio que estaba pálida y sudorosa, como si hubiera sufrido un ataque o un shock.

—¿Qué pasa, Helen?

—Estoy sangrando mucho.

La hizo echarse y poner las piernas en alto.

—¿La examinaron por Rayos X?

—Sí, he estado yendo a la clínica de aquí —respondió ella.

Mandó a por hematíes y pidió su historial y las placas de Rayos X. Las placas no mostraban úlcera, pero revelaban un ligero aneurisma aórtico, una ligera inflamación en el tronco principal procedente del ventrículo izquierdo. El personal de la clínica había pensado que el aneurisma era demasiado pequeño para ser causa de la hemorragia, que, según ellos, era debida a una úlcera que los Rayos X no podían detectar. La habían sometido a una dieta blanda.

Le examinó el abdomen, sirviéndose del tacto como de la vista, y se dio cuenta de que estaban equivocados.

Quiso consultar a un cirujano veterano. Miró en el tablero y vio que el cirujano externo era Miriam Parkhurst, pero cuando telefoneó le contestaron que había ido al hospital de Monte Auburn, en Cambridge.

Llamó a Lewis Chin, y le dijeron que estaba en Nueva York. El doctor Kender estaba asistiendo a una convención médica sobre trasplantes, en Cleveland, donde esperaba encontrar a su sucesor. No había ningún otro cirujano veterano disponible.

Silverstone estaba en el hospital.

Le mandó llamar y la examinaron juntos. Meomartino guió la mano de Adam hasta dar con el aneurisma.

—¿De qué tamaño diría usted que es?

Silverstone silbó silenciosamente.

—Por lo menos nueve centímetros, diría yo.

Llegó la sangre, y Silverstone preparó una intravenosa, mientras Meomartino trataba de nuevo de dar con Mirian Parkhurst, consiguiéndolo esta vez. La habían sacado de la sala de operaciones, en Monte Auburn, y estaba enojada por haber perdido cuatro minutos, pero se calmó cuando él le dijo lo de Helen Fultz.

—Dios, esa mujer era ya enfermera cuando estaba yo empezando —dijo.

—Bueno, pues lo mejor es que venga lo antes posible —dijo él—. El aneurisma puede fallar en cualquier momento.

—Usted y el doctor Silverstone tendrán que empezar a repararlo solos, doctor Meomartino.

—¿No viene usted?

—Es que no puedo. Tengo aquí mi propio problema. Uno de mis pacientes particulares, con una gran úlcera que sangra, y con el duodeno y el píloro afectados. Iré en cuanto me sea posible.

Le dio las gracias y advirtió a la sala de operaciones que iba con un caso de aneurisma.

Luego, rápidamente, llamaron a un médico y un anestesista.

Helen Fultz sonrió cuando Meomartino se lo dijo.

—¿Usted y el doctor Silverstone?

—Pues podría estar en peores manos —comentó.

Después de preparados, tuvieron que esperar mientras Norman Pomerantz la anestesiaba con angustiosa lentitud.

Pero, por fin, Meomartino pudo comenzar. Practicó una larga incisión, cortando la piel entre el conducto rectal. En cuanto comenzaba a sangrar, sujetaba, mientras Silverstone ligaba.

Exploró cuidadosamente el peritoneo, y una vez en el abdomen vio el aneurisma una gran inflamación, que pulsaba, situada en la parte izquierda de la aorta.

—Aquí está la madre del cordero —murmuró Silverstone.

Estaba enviando sangre al intestino, y de ahí las hemorragias.

—Extraigámoslo —dijo.

Se inclinaron sobre la gran aorta de Helen Fultz, que seguía latiendo.

Miriam Parkhurst llegó a toda prisa a la sala de operaciones cuando ya Silverstone había llevado a Helen a la sala de recuperación. Escuchó a Meomartino, tratando de no mostrar satisfacción.

—Me alegro de que hayamos podido ser útiles a alguien del personal. ¿Usaron suturas de refuerzo?

—Sí —respondió él—. ¿Cómo fue su operación de Monte Auburn?

Ella le sonrió.

—Los dos lo pasamos bien.

—Me alegro.

—Rafe, ¿qué va a ser de Harland Longwood?

—No lo sé.

—Le quiero mucho —dijo ella, fatigada.

Se despidió de él y se fue.

Meomartino siguió allí, escuchando, a través de la puerta abierta, a las enfermeras que estaban limpiando la sala de operaciones.

No había otro sonido.

Cerró los ojos. Estaba sudoroso y maloliente, pero se sentía casi como después de un coito, sereno, contento de sí mismo, justificado, por un acto de amor, para reclamar un lugar en la Tierra. Se le ocurrió que era verdad lo que Liz le había dicho en cierta ocasión: el hospital le retenía más que una amante humana.

«Qué ramera más sucia y más vieja» pensó, divertido.

Cuando volvió a abrir los ojos la idea le inquietó y no la siguió explorando. Se quitó de la cabeza el gorro verde y lo dejó caer al suelo. Había en la mesa un magnetófono. Rafe cogió el micrófono, se retrepó en la silla y puso los pies, aún calzados con las botas de operar, estáticas y negras, sobre la mesa que había junto a la máquina.

Apretando el botón del micrófono se puso a dictar el informe de la operación.

Llovía. Todo el día siguiente, hasta bien entrada la tarde siguió cayendo esa especie de lluvia que los granjeros dé Nueva Inglaterra reciben con júbilo al principio, con temor después y finalmente con rabia, al ver sus brotes inundados y arrancados por el agua. Aquella noche estuvo echado, escuchando la lluvia, mientras ella, envuelta en un batín de seda amarilla, entraba, como una sombra reluciente, en el oscuro cuarto.

—¿Qué te pasa? ¿Estás enfadado conmigo? —le preguntó.

—No —respondió él.

—Rafe, tengo que cambiar o morir —dijo ella.

—¿Cuándo llegaste a esa conclusión? —preguntó él, sin mala intención.

—No me extraña que me tengas antipatía.

—No te la tengo, Liz.

—Si pudiéramos volver a empezar y evitar nuestros errores…

—Estaría bien, ¿verdad?

Fuera, la lluvia comenzaba a tamborilear con creciente intensidad.

—Me ha vuelto casi a crecer el pelo; quiero decir mi pelo natural.

—Es suave —dijo él, acariciándolo.

—Has sido muy bueno, me has tratado muy bien, y siento todo esto.

—Silencio —dijo él, volviéndose y cogiéndola en sus brazos.

—¿Te acuerdas de aquella primera noche de lluvia?

—Sí.

—Finjamos. ¿Quieres que hagamos como si fuera ahora?

—¿Qué?

—Que eres de nuevo un muchacho y yo una chica joven, y los dos vírgenes.

—Liz…

—Por favor, por favor, hazme creer que ninguno de los dos sabe nada.

Jugaron como niños, y Rafe conoció de nuevo una vaga imitación del descubrimiento y el temor.

—Amoroso —le llamó ella finalmente—, delicioso, mágico, marido
[36]
.

Eran las palabras de amor que él le había enseñado en las primeras semanas de su vida matrimonial.

Después, él rió, y ella se apartó y lloró amargamente. Rafe se levantó, abrió la puerta del balcón y salió a la lluvia. Rompió el tallo de una flor que había en el tiesto, una caléndula, volvió y se la puso a ella en el ombligo.

—Está fría y húmeda —se quejó Liz, pero le dejó y cesó de llorar—. ¿Me perdonas? ¿Volvemos a empezar? —preguntó ella.

—Te quiero —dijo Rafe.

—Pero, ¿me perdonas?

—Duérmete.

—Di que sí.

—Sí —dijo él, sintiéndose feliz.

Pensó que al día siguiente llamaría a Kittredge para decirle que ya no necesitaba sus servicios.

Se quedó dormido con la mano de ella en la suya, y cuando despertó era ya la mañana. Durante la noche, ella había dado la vuelta y la flor estaba magullada. En las sábanas había una confusión de pétalos color naranja. Estaba completamente dormida, con los brazos abiertos, el pelo negro y revuelto, y el rostro sereno, lavado en la sangre del Cordero.

Se levantó y se vistió sin despertarla; salió del apartamento y fue al hospital, sintiéndose un hombre nuevo en un día nuevo.

Al mediodía telefoneó, pero no obtuvo respuesta. Por la tarde estuvo muy ocupado. El doctor Kender había vuelto, trayendo consigo de Cleveland a dos profesores llamados Powers y Rogerson. Fueron todos juntos a hacer visitas, lo que resultó largo y protocolario.

A las seis volvió a telefonear. En vista de que tampoco le contestaban, pidió a Lee que le sustituyera y fue en coche al apartamento de la calle de Charles.

—Liz —llamó al entrar.

No había nadie en la cocina, ni tampoco en el cuarto de estar. También el despacho estaba desierto. En la alcoba, vio que algunos de los cajones estaban abiertos y vacíos. Sus vestidos habían desaparecido de los armarios.

Y sus joyas.

Sombreros, abrigos, maletas.

—Miguel —llamó, en voz baja, pero su hijo no le contestó.

Evidentemente, se había ido con su madre, dondequiera que fuese, y sus cosas.

Bajó y fue en coche al apartamento de Longwood. Le abrió la puerta una desconocida, una mujer de pelo gris.

—Le presento a Mrs. Snyder, vieja amiga mía —dijo Longwood—. Marjorie, el doctor Meomartino.

—Elizabeth se ha ido —dijo Rafe.

—Ya lo sabía —dijo Longwood, sin alterarse.

—¿Sabe dónde está?

—Se ha ido con otro hombre. Eso es lo único que me dijo. Se despidió de mí esta mañana y me dijo que me escribiría.

Longwood miró a Meomartino con odio.

Rafe movió la cabeza. No había más que decir. Iba a irse ya cuando Mrs. Snyder fue hacia él, en el vestíbulo.

—Su mujer me telefoneó antes de irse —dijo.

—¿Sí?

—Por eso vine aquí. Me dijo que Harland tenía que ir al hospital hoy para un tratamiento con una especie de máquina.

Él asintió, mirando el rostro viejo y preocupado, sin comprender realmente lo que estaba diciéndole.

—Bueno, pues no quiere ir —dijo ella.

«Y a mí qué me importa todo eso», pensó Rafe, con irritación.

—Se niega terminantemente —prosiguió ella—. Me parece que está muy enfermo. A veces me confunde a mí con Frances. —Le miró—. ¿Qué hago?

«Déjele que se muera de una vez», pensó. ¿O es que no sabía que su mujer le había dejado y que su hijo había desaparecido?

—Llame al doctor Kender, al hospital —dijo.

Se fue, dejándola allí, en el vestíbulo, con los ojos abiertos de par en par.

A la mañana siguiente le llamaron desde el interior del hospital, y cuando respondió le dijeron que un tal Samourian estaba abajo, en la recepción, y preguntaba por él.

—¿Quién?

—Mr. Samourian.

Ahí, pensó, recordando la lista de Kittredge de inquilinos del cuarto piso.

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