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Authors: Jose Mallorqui

Tags: #Aventuras, Infantil y juvenil,

El Coyote (9 page)

—No tengas tanto miedo —gruñó—. Después de todo, la horca no es tan mala como muchos creen. Te pondrán de pie sobre una trampa, te echarán el nudo al cuello, descorrerán el pestillo que sujeta la trampa y caerás como un plomo. Antes de que te des cuenta, el cuello se te habrá partido y estarás en el otro mundo. Recuerdo que cuando ahorcamos a los tres Slate…

Cárdenas interrumpió violentamente al sheriff.

—El juez me condenó a morir ahorcado, no a escuchar sus palabras. ¿Por qué no se calla y me deja tranquilo?

—¿Tienes miedo?

—No; pero no quiero seguir oyéndole. Sólo quiero que avisen a un sacerdote.

—Ya le han avisado. Vendrá de San Gabriel y te acompañará hasta que des tu último salto. ¡Si vieras lo fácilmente que murió Mathew Slate! No duró ni dos segundos. Cayó como una flecha, torció la cabeza y…

—¡Por Dios! —chilló Cárdenas—. ¿Es posible que disfrute hablándome así?

—No seas cobarde, hombre. Te pareces a Young Slate. Parecía una mujerzuela. Luchó desde que lo sacamos de la celda hasta que lo pusimos sobre la trampa. Y siguió luchando allí. No hubo manera de ponerle bien la corbata de cáñamo. ¡Y él se perdió! A los diez minutos de caer por la trampa aún vivía, y fue necesario que tres o cuatro muchachos se colgaran de sus piernas para…

—¡Dios bendito! ¡Cállese! ¡Cállese! ¿Quiere volverme loco?

—¡Bah! —rió, despectivo, el sheriff—. Todos los españoles sois iguales. ¡Unos cobardes a la hora de la muerte! En cambio, Terry Slate subió a la horca después de saludar a los cadáveres de sus hermanos…

Un alarido de locura interrumpió al sonriente sheriff. Cárdenas lanzóse contra los barrotes de la celda y los sacudió, intentando forzarlos, a la vez que gritaba:

—¡Déme un arma! Aunque sea un cuchillo, y verá si soy o no un cobarde. Le dejo su escopeta, le dejo disparar primero; pero ya verá como no se salva…

—Como tú no te salvarás de lo que te espera —replicó con una risotada Warmack—. Te atarán a los pies una bala de cañón y así pesarás una libra más.

—Por favor, sheriff —suplicó con quebrada voz el reo—. ¿Es posible que el hacerme sufrir le haga feliz? Yo estoy dispuesto a morir como un hombre, y usted quiere que muera como un cobarde…

—Como lo que sois todos los californianos. Os hacéis la ilusión de que vuestros abuelos fueron unos héroes porque lucharon con indios desnudos y desarmados…

—Pero más valientes que tú, canalla… —dijo una voz que resonó como un pistoletazo en la pequeña sala a que daban las cuatro celdas del fuerte.

El asombro impidió a Warmack toda reacción. Durante unos segundos permaneció inmóvil. Luego fue a volverse; pero la voz le ordenó, al mismo tiempo que se oía el montar de un percutor de revólver.

—Suelta la escopeta y alcanza el techo con las manos.

Jed Warmack soltó la escopeta, que rebotó en el suelo de piedra, y volvióse, lentamente, hacia el punto de donde partía la voz.

Sus desorbitados ojos vieron a un hombre alto, vestido de oscuro, como un charro mejicano: pantalón ajustado, embutido en unas altas botas y sujeto por una ancha faja de seda negra, sobre la cual se veía un cinturón del que pendían dos pistoleras. La izquierda dejaba asomar la culata de un largo y pesado Colt de seis tiros. La derecha estaba vacía, y su inquilino debía de ser el que empuñaba el recién llegado.

La amarillenta luz de la única lámpara de petróleo que alumbraba la prisión reflejábase en el negro revólver, al que arrancaba metálicos destellos.

La mano que empuñaba el arma iba enguantada en negro; negra, igualmente, era la camisa que se veía bajo la adornada chaquetilla.

Warmack trató de identificar al propietario de aquellos dos revólveres; pero se lo impidió el negro antifaz que cubría la parte superior de su rostro, aunque dejando al descubierto los duros ojos, que no perdían de vista al sheriff.

—Ha sido muy interesante su charla, sheriff —siguió el enmascarado—. Tan interesante que desde hace casi media hora la estoy escuchando. Posee usted un don maravilloso para describir ejecuciones. La trampa que se abre bajo los pies, el reo que cae hasta que la cuerda atada a su cuello le detiene… ¡Vaya, vaya! Maravilloso don. Debiera usted ser novelista. Y es una pena que no pueda describir su propia muerte. Podría usted decir que saltó contra su adversario, dispuesto a destrozarle con sus manos, y que al hacerlo vio cómo el índice se curvaba sobre el gatillo y el percutor vibraba una milésima de segundo y luego caía velozmente sobre el cebo. Sintió un choque en el corazón y el fuego abrasó su pecho. Antes de enviar su alma al demonio, sus oídos captaron la detonación del disparo que terminó con usted. ¿No le gusta? A pesar de todo, es menos desagradable que sus imágenes de la horca, a la cual siento infinito no poderle condenar. Aunque tal vez, si me ayuda el señor Cárdenas, podamos colocarle sobre la trampa, atarle la cuerda, ya dispuesta, al cuello y ver si muere como los Slate o como los cobardes californianos. Dígame, señor Cárdenas, ¿cómo prefiere que mate a este valiente?

—¡Por favor! —pidió Warmack, cayendo de rodillas—. ¡Por favor! ¡Si todo era una broma…! Yo quería entretener al señor…

—Ya sé que todo era una broma, y también en broma te voy a matar.

—¡Por Dios! Tenga piedad de mí. Yo no tengo ninguna culpa. Yo no he condenado al pobre señor Cárdenas. Pero… ¡si incluso pensaba en dejarle libre!

—¿Es posible? Nunca lo hubiera creído. Empiezo a conmoverme.

—Es verdad, señor… señor…

—¿Quieres saber quién soy? —preguntó el enmascarado—. Supongo que lo deseas para darme las gracias y tenerme presente en tus oraciones. Pues bien, te voy a complacer. Te entregaré mi tarjeta de visita y, para que no la pierdas, te la colgaré de la oreja.

Al mismo tiempo que decía esto, el enmascarado apretó el gatillo del revólver y una atronadora detonación repercutió en los reducidos ámbitos de la cárcel.

Jed Warmack sintió una mordedura en la oreja izquierda y se llevó a ella la mano, retirándola tinta en sangre.

Cuando el irritante humo se hubo despejado un poco, el sheriff clavó la mirada en el enmascarado y sus labios murmuraron:

—¡
El Coyote
!

—Sí. He venido a verte y me marcho muy satisfecho de quienes me informaron acerca de ti. Me dijeron que eras el canalla más grande de todo California, como el general Clarke y otros sujetos por el estilo. Lamento que mi conciencia me impida meterte otra bala en la cabeza; pero lo haré si, inmediatamente, no abres la celda y dejas salir al señor Cárdenas. Tú puedes ocupar su sitio. ¡Pronto!

El sheriff alcanzó las llaves que colgaban de un clavo, sobre su cabeza y, temblando como una hoja movida por el huracán, abrió la celda, de la cual salió, como atontado, Telesforo Cárdenas, que aún no estaba convencido de la realidad de lo que ocurría.

—Entra en la celda, Warmack —ordenó
El Coyote
—. Y usted, señor Cárdenas, registre a ese pájaro por si llevase algún arma escondida.

Warmack no llevaba ningún arma, y Cárdenas sólo encontró un par de recias esposas.

—Muy bonitas —declaró
El Coyote
, examinándolas—. Tenga la bondad de buscar la llave.

La llave de las esposas estaba en un bolsillo de la camisa de franela que vestía el sheriff.
El Coyote
la observó y dijo:

—Sospecho que en toda California no se encuentran otras esposas como éstas, ¿verdad, sheriff?

—No…, son inglesas. Me las trajo el capitán de un barco…

—Comprendo —interrumpió
El Coyote
, que no parecía tener prisa alguna—. Amigo Warmack, tiéndame los brazos por entre los barrotes de la celda. No…, no por ahí, sino por donde cierra la puerta. Así.

Warmack había pasado los brazos por entre los barrotes de la puerta inmediatos a la cerradura, de forma que el brazo izquierdo pasaba por el barrote que hacía de quicio, y el derecho por el último del batiente.
El Coyote
cerró las esposas en las muñecas de Warmack, se aseguró bien de que no podían ser abiertas, y luego, apartándose un poco, cual si quisiera disfrutar del espectáculo que ofrecía el preso con los brazos asomando al exterior, dijo:

—Sospecho que dos cosas van a resultar muy difíciles. Primero, que puedan abrir la puerta, pues tú haces de pestillo; y segundo, que logren abrirlas esposas. Veo que son de buen acero y creo que en Los Ángeles no se podrá hallar ningún instrumento capaz de abrirlas ni cortarlas. Cuando venga tu amigo el capitán, podrás pedirle otra llave, pues, no sé por qué, me parece que ésta la voy a perder. Adiós, Warmack. Cuídate la oreja; estás sangrando cómo un buey.

Guardando la llave de las esposas en un bolsillo,
El Coyote
hizo seña a Cárdenas para que le siguiese y salió de la prisión, llevándose la lámpara de petróleo que la iluminaba.

Telesforo Cárdenas le siguió, mal convencido aún de la realidad de su salvación y sin comprender cómo el famoso
Coyote
había aparecido tan a tiempo, confirmando cuanto se decía de él y mucho más.

La llegada del
Coyote
hasta su celda quedó explicada para Cárdenas cuando pasaron por el puesto de guardia y vio durmiendo profundamente a cuatro soldados, visión que se repitió en todos los puntos donde existían centinelas.

—Alguien les regaló un barril de ron —explicó
El Coyote
—. Y no era ron puro, sino con una mezcla muy oportuna.

Cruzaron la abierta puerta del Fuerte Moore, entre dos dormidos centinelas, y salieron al exterior. Junto a la puerta se veían dos caballos. Señalando uno de ellos,
El Coyote
indicó:

—Monta en seguida y dirígete a la misión de San Juan de Capistrano. Enseña a fray Carlos esta medalla. —Al decir esto, el enmascarado entregó a Cárdenas una medallita de plata con la imagen de San Juan. En un lado veíase una melladura—. No hará falta que le digas quién te envía. Fray Carlos comprenderá en el acto. Te dará refugio y protección hasta que vuelvas aquí. No creo que tardes mucho en poderlo hacer. No necesitas dinero, pero toma diez dólares por si te hiciesen falta por el camino. Lo que te sobre deposítalo en el cajón de las ánimas de la misión.

Cárdenas vaciló un momento.

—¿Cómo podré pagarle…? —tartamudeó.

—No lo he hecho para que me pagues. Date prisa. Los soldados despertarán dentro de dos horas, y si alguien te ve podrían alcanzarte antes de que llegaras a Capistrano.

El recién salvado reo guardó la moneda de oro que le tendía
El Coyote
, montó en uno de los caballos y partió en dirección al Sur, pasando junto al cadalso, que se destacaba claramente en la oscuridad y que debía haber constituido la meta de su viaje por el mundo.

Cuando el batir de los cascos del caballo de Cárdenas se hubo apagado,
El Coyote
montó en el suyo y al pasar junto a la horca tiró sobre ella el farol de petróleo que, al romperse, derramó el incendiado combustible sobre la madera, en la que prendió en seguida. Descendiendo del Fuerte Moore
El Coyote
cruzó Los Ángeles hasta llegar a la plaza, deteniéndose frente a la Posada Internacional, en cuyo interior se oían aún voces y risas de los que esperaban el nacimiento del día para asistir a la ejecución de Telesforo Cárdenas.

Capítulo X.— Buenas noches, caballeros bebedores

El Coyote
desmontó de su caballo, lo dejó junto a la entrada de la Posada Internacional, y acercándose a los doce caballos que aguardaban pacientemente la salida de sus amos, sacó un cuchillo de recia y afilada hoja y fue de animal en animal, realizando una rápida y misteriosa operación. Luego, sonriendo, guardó el cuchillo, se pasó los dedos por el bigote, como alisándolo, y, desenfundando el revólver que ya había utilizado una vez, fue hacia la entrada de la taberna. Abrió sigilosamente y echó una mirada al interior.

Junto al viejo mostrador hallábanse reunidos unos diez hombres. Otros dos, vestidos con el uniforme de la Caballería estadounidense, se sentaban a una mesa y no parecían tan animados como los otros.

El Coyote
volvió la cabeza hacia los caballos, los contó, comprobó que su número correspondía al de clientes y, acentuando su sonrisa, penetró en la taberna, colocándose a un lado, evitando dar la espalda a la puerta, pero encañonando con el revólver a los que estaban junto al mostrador.

Los hombres no se dieron cuenta de la aparición del enmascarado hasta que éste se anunció a sí mismo con un sonoro:

—Buenas noches, caballeros bebedores.

Volviéronse todos hacia el que hablaba y, al verle a la luz de las numerosas lámparas de petróleo, quedaron inmóviles, como transformados en piedra. Las miradas de los reunidos se fijaron en el negro revólver que empuñaba el tardío visitante, y también en el que llevaba enfundado muy cerca de la mano izquierda. De todos los labios brotó el mismo nombre.

—¡
El Coyote
!

—Yo mismo —sonrió el enmascarado, llevándose la mano izquierda al borde del sombrero—. Creo que la alegría de vernos no es tan grande en ustedes como en mí; pero tengo el convencimiento de que, tan pronto como termine de hablar, habrá dos caballeros, por lo menos, que se alegrarán de mi visita.

Saludó con un leve movimiento de cabeza a los dos oficiales y continuó:

—En cambio, el señor Douglas Moore no se alegrará tanto, porque debo comunicarle que he venido a matarle… ¡No, no, señor Moore! No se precipite en buscar su revólver, pues entonces morirá antes de tiempo. Su suerte está echada y si hace alguna tontería como la que ha estado a punto de cometer, se jugará totalmente los pocos segundos de existencia que le restan.

Douglas Moore tragó saliva y contuvo el movimiento de su mano en dirección al revólver que pendía de su costado derecho.

—Veo que es prudente, amigo Moore, que sabe cuándo las cartas están en contra —rió
El Coyote
—. No diré que lamento mucho tenerle que matar, pues el hacerlo será muy agradable para mí. Además convencerá a los caballeros presentes (que también lo estuvieron hace unos días, cuando usted, señor Moore, se permitió hacer el valiente con ese pobre borrico de César de Echagüe) de que, frente a un revólver, la valentía de un hombre sufre una alteración muy notable. Entonces usted se portó como un hombre terrible porque tenía ese revólver al alcance de la mano y el pobre chico no llevaba ni un mal cortaplumas. Ahora, señor león, tiene usted enfrente a otro león que lo va a matar si usted no hace algo por salvar la vida.

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