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Authors: Honoré de Balzac

Tags: #Clásico, #Relato

El cura de Tours (7 page)

—Bueno —dijo al vicario, después de leerla—. ¿Luego hay entre usted y la señorita Gamard convenios escritos? ¿Dónde están? ¿Qué se estipula en ellos?

—Tengo el contrato en casa —respondió Birotteau.

—¿Y usted conoce sus condiciones? —preguntó el propietario al abogado.

—No, señor —dijo el señor Caron, extendiendo la mano para apoderarse del papel fatal.

—¡Oh! —dijo para sí el propietario—. Tú, señor abogado, sabes sin duda lo que contiene el contrato, pero no te han pagado para decírnoslo.

Y el señor de Bourbonne devolvió la renuncia al abogado.

—¿Dónde voy a meter todos mis muebles? —exclamó Birotteau—. ¿Y mis libros, mi hermosa biblioteca, mis soberbios cuadros, mi salón rojo, todo mi mobiliario, en fin?

Y la desesperación del pobre hombre, que se veía trasplantado, por decirlo así, tenía algo tan candoroso, revelaba tan claramente la pureza de sus costumbres, su ignorancia de las rosas del mundo, que la señora de Listomère y la señorita Salomón le dijeron para consolarle, empleando el tono de las madres que prometen un juguete a sus hijos:

—¿Va usted a inquietarse por estas naderías? Nosotras le encontraremos una casa menos fría y menos negra que la de la señorita Gamard. Si no se encuentra alojamiento que le guste, una de nosotras le admitirá como pupilo en su casa. Ea, jugaremos un chaquete. Mariana va usted a ver al abate Troubert para pedirle su apoyo y verá usted como es bien recibido.

Las personas débiles se tranquilizan tan fácilmente como se asustan. Así, el pobre Birotteau, deslumbrado por la perspectiva de vivir en casa de la señorita Listomère, olvidó la ruina, consumada para siempre, de la felicidad que tanto había apetecido y de la cual había gozado tan deliciosamente. Pero por la noche, antes de dormirse, y con el dolor de un hombre para quien el trastorno de una mudanza y de unas costumbres nuevas en el fin del mundo, se torturó la imaginación pensando dónde podría hallar para su biblioteca un lugar tan cómodo como la galería que dejaba. Viendo sus libros errantes, sus muebles sin emplazamiento y su ajuar en desorden, preguntábase mil veces por qué el primer año pasado en casa de la señorita Gamard había sido tan dulce y el segundo tan cruel. Y su aventura seguía siendo un pozo sin fondo donde se abismaba su razón. Ya no le parecía la canonjía una compensación suficiente para tantos males, y comparaba su vida a una media, cuya trama entera se deshace si se escapa un punto. Le quedaba la señorita Salomón. Pero al ver perdidas sus viejas ilusiones, el pobre presbítero no se atrevía a creer en una amistad joven.

En la citta dolente de las solteronas hay muchas, sobre todo en Francia, cuya vida es un sacrificio noblemente ofrecido a diario a los buenos sentimientos. Unas viven altivamente fieles a un corazón que la muerte les arrebató prematuramente; mártires del amor, dan con el secreto de ser mujeres sólo de alma. Otras obedecen a un orgullo de familia que, para vergüenza nuestra, decae de día en día, y se consagran a un hermano, a los sobrinos huérfanos: éstas son madres sin dejar de ser vírgenes. Estas solteronas llegan al más alto heroísmo de su sexo consagrando todos los sentimientos femeninos al culto de la desgracia. Idealizan la figura de la mujer renunciando a las recompensas de su destino y no aceptando de él mas que las penas. En tal situación viven rodeadas del esplendor de su abnegación, y los hombres inclinan respetuosamente la cabeza ante sus facciones marchitas. La señorita de Sombreuil no fue nunca ni mujer ni muchacha: fue, y siempre será, una viviente poesía. La señorita Salomón era una de estas criaturas heroicas. Su abnegación era religiosamente sublime, porque, después de causarle un sufrimiento permanente, no le había de acarrear ninguna gloria. Bella y joven, fue amada y amó. Su prometido se volvió loco. Durante cinco años se consagró la infeliz a asegurar el bienestar mecánico de aquel desventurado, con cuya perturbación se identificó de tal modo que no le consideraba loco. Aparte de eso, era una persona de maneras sencillas, de lenguaje sincero, y cuyo pálido rostro no carecía de expresión, pese a la regularidad de sus facciones. Nunca hablaba de los acontecimientos de su vida. Solamente, en ocasiones, los súbitos estremecimientos que no podía reprimir al escuchar el relato de una aventura espantosa o triste revelaban en ella las bellas cualidades que nacen de los grandes dolores. Habíase ido a vivir a Tours después de perder al compañero de su vida. Allí no podían apreciarla en su justo valor y pasaba por una buena persona. Hacía mucho bien y se unía, por gusto, a los seres débiles. En tal concepto, el pobre vicario le había inspirado, naturalmente, profundo interés.

La señorita de Villenoix, que iba a la ciudad desde por la mañana, llevó consigo a Birotteau, le puso en el muelle de la Catedral y le dejó camino del Claustro, adonde él estaba deseando llegar para salvar siquiera del naufragio su canonjía y cuidar del traslado de sus muebles. No sin violentas palpitaciones llamó a la puerta de aquella casa que tenía el hábito de visitar desde hacía catorce años, en la cual había vivido y de donde debía desterrarse para siempre, después de haber soñado con morir allí en paz, a semejanza de su amigo Chapeloud. Mariana pareció sorprendida al verle. La dijo que iba a hablar con el abate Troubert, y se dirigió al piso bajo, donde vivía el canónigo; pero Mariana le gritó:

—El abate Troubert no vive ahí ya, señor vicario: está en el antiguo alojamiento de usted.

Estas palabras causaron un doloroso estremecimiento al vicario, que comprendió al fin el carácter de Troubert y la profundidad de una venganza tan lentamente calculada cuando encontró al canónigo establecido en la biblioteca de Chapeloud, sentado en el bello sillón gótico de Chapeloud, durmiendo, sin duda, en el lecho de Chapeloud, alojado en el corazón de Chapeloud, anulando el testamento de Chapoloud y arrebatando su herencia, por último, al amigo de Chapeloud, de aquel Chapeloud que durante tanto tiempo le había tenido confinado en casa de la señorita Gamard, impidiéndole todo avance al cerrarle los salones de Tours. ¿Qué varita mágica había obrado aquella metamorfosis? ¿No era, pues, todo aquello de la propiedad de Birotteau? Al ver el gesto sardónico con que Troubert contemplaba la biblioteca, el pobre Birotteau comprendió que el futuro vicario general estaba seguro de poseer para siempre los despojos de aquellos a quienes había tan cruelmente odiado: a Chapeloud, como un enemigo, y a Birotteau porque en él existía todavía Chapeloud. Mil ideas se alzaron en el corazón del buen hombre y le sumieron en una especie de desvarío. Permaneció inmóvil y como fascinado por los ojos de Troubert, que le miraban fijamente.

—No creo, señor —dijo Birotteau, al cabo—, que quiera usted privarme de las cosas que me pertenecen. La señorita Gamard puede haber sentido impaciencia para alojar a usted mejor, pero debe ser lo bastante justa para darme tiempo a elegir mis libros y mis muebles.

—Señor —dijo fríamente el abate Troubert, sin dejar que asomase a su rostro señal alguna de emoción—, la señorita Gamard me dio ayer cuenta de la marcha de usted, cuya causa desconozco todavía. Si me he instalado aquí, ha sido por necesidad. El señor abate Poirel ha tomado mis habitaciones. Ignoro si las cosas que hay aquí pertenecen o no a la señorita Gamard; pero si son de usted, ya usted conoce su buena fe: la santidad de su vida es una garantía de su probidad. Por mi parte, no ignora usted la sencillez de mis costumbres. He dormido durante quince años en una habitación desnuda, sin fijarme en su humedad, que, a la larga, me ha matado. No obstante, si usted quiere habitar aquí de nuevo, yo le cederé la vivienda de buena gana.

Al escuchar estas terribles palabras, Birotteau olvidó el asunto de su canonjía, bajó con la rapidez de un muchacho en busca de la señorita Gamard, y como la encontrase en el ancho rellano que unía los dos cuerpos del edificio:

—Señorita —dijo, sin reparar ni en la sonrisa agriamente burlona que se dibujaba en sus labios ni en el resplandor extraordinario que daba a sus ojos la claridad de los ojos de tigre—, no me explico que no haya usted esperado a que me lleve mis muebles para…

—¡Cómo! —dijo ella interrumpiéndole—. ¿No he enviado todos sus efectos a casa de la señora Listomère?

—Pero ¿y mi mobiliario?

—¿Entonces, no leyó usted su contrato? —dijo la solterona con un acento que necesitaríamos escribir musicalmente para que se comprendiese cómo supo su odio matizar la acentuación de cada palabra.

Y la señorita Gamard pareció agigantarse, y sus ojos brillaron aún más, y su rostro se dilató, y todo su cuerpo se estremeció de placer. El abate Troubert abrió una ventana, como para leer más claramente en un volumen infolio. Birotteau se quedó como herido del rayo. La señorita Gamard le trompeteaba en los oídos las frases siguientes:

—¿No es cosa convenida que si usted salía de mi casa su mobiliario me pertenecería, para indemnizarme de la diferencia que existía entre el precio de su hospedaje y el que pagaba el respetable abate Chapeloud? Y como el señor abate Poirel ha sido nombrado canónigo…

Al oír estas últimas palabras, Birotteau se inclinó débilmente, como para despedirse de la solterona; luego salió a escape. Tenía miedo, si continuaba más tiempo allí, de perder todos sus ánimos y dar a sus implacables enemigos un triunfo demasiado grande. Caminando como un hombre ebrio, llegó a casa de la señora de Listomère, donde encontró su ropa interior, sus vestidos y sus papeles encerrados en una maleta. Ante los despojos de su ajuar, el desgraciado presbítero se sentó y se tapó el rostro con las manos para que nadie viera sus lágrimas. ¡El abate Poirel era canónigo! ¡Él, Birotteau, se veía sin asilo, sin fortuna y sin mobiliario! Por fortuna, la señorita Salomón acertó a pasar en carruaje. El portero de la casa, que había comprendido la desesperación del pobre hombre, hizo una señal al cochero. Después de cambiadas unas frases entre la señorita y el portero, el vicario, medio muerto, se dejó llevar ante su fiel amiga, a la cual sólo pudo decir algunas palabras incoherentes. La señorita Salomón, asustada por el desvarío momentáneo de una cabeza de suyo tan débil, le condujo inmediatamente a La Alondra, atribuyendo aquel principio de enajenación mental al efecto que debía de haber producido en el vicario el nombramiento del abate Poirel. Ignoraba el convenio del presbítero con la señorita Gamard, por la suprema razón de que él mismo desconocía su alcance. Y como es ley natural que lo cómico se encuentre a veces mezclado en las cosas patéticas, las extrañas respuestas de Birotteau casi hicieron sonreír a la señorita Salomón.

—Chapeloud tenía razón —decía el vicario— ¡Es un monstruo!

—¿Quién? —preguntaba ella.

—Chapeloud. ¡Todo me lo ha quitado!

—¿Poirel?

—No, Troubert.

Por fin llegaron a La Alondra, donde los amigos del presbítero le prodigaron cuidados tan cariñosos que, al anochecer, se calmó y lograron arrancarle el relato de lo sucedido durante la mañana.

El flemático propietario quiso ver el contrato en el cual, desde la víspera, adivinaba la clave del enigma. Birotteau sacó del bolsillo el fatal papel sellado y se lo dio al señor Bourbonne, quien lo leyó rápidamente y llegó en seguida a una cláusula concebida en estos términos:

«Como existe una diferencia de ochocientos francos anuales entre el hospedaje que pagaba el difunto señor Chapeloud y aquel por el que la dicha Sofía Gamard consiente en admitir en su casa, en las condiciones arriba estipuladas, al dicho Francisco Birotteau; considerando que el abajo firmante Francisco Birotteau reconoce más que suficientemente no hallarse en condiciones de pagar durante varios años el precio que pagan los huéspedes de la señorita Gamard, y especialmente el abate Troubert; por último, en atención a diversos anticipos hechos por la dicha Sofía Gamard abajo firmada, el dicho Birotteau se compromete a cederle, a título de indemnización, el mobiliario de que esté en posesión a su fallecimiento o cuando, por cualquier causa, deje voluntariamente en cualquier época las habitaciones que ahora se le alquilan, y a no aprovecharse más de sus concesiones estipuladas en los compromisos contraídos por la señorita Gamard para con él más arriba…».

—¡Dios! ¡Qué atrocidad! —exclamó el propietario—. ¡Y qué ganas tiene la dicha Sofía Gamard!

El pobre Birotteau, que no había imaginado con su infantil cerebro causa alguna que pudiese separarle un día de la señorita Gamard, esperaba morir en su casa. No recordaba aquella cláusula, que tampoco fue discutida en sazón; hasta tal punto le había parecido justa cuando, en su deseo de pertenecer a la solterona, habría firmado cuantos pergaminos le hubiesen presentado. Su inocencia era tan respetable y la conducta de la señorita Gamard tan atroz, era tan deplorable la suerte del pobre sexagenario y su debilidad le hacía tan conmovedor, que, en un primer arranque de indignación, exclamó la señora de Listomère:

—Mía es la culpa de que se haya firmado el contrato que le arruina a usted, y yo debo devolverle el bienestar de que le he privado.

—Pero el contrato —dijo el señor de la Bourbonne— constituye un dolo, y hay en él materia de proceso…

—Bueno, pues litigará Birotteau. Si pierde en Tours, ganará en Orleans; si pierde en Orleans, ganará en París —dijo el barón de Listomère.

—Si quiere pleitear —repuso fríamente el señor Bourbonne—, le aconsejo que primeramente renuncie a su vicariato.

—Consultaremos con abogados —dijo la señora de Listomère— y pleitearemos si hay que pleitear. Pero este asunto es demasiado vergonzoso para la señorita Gamard y puede hacerse demasiado enojoso para el abate Troubert para que no obtengamos alguna transacción.

Después de deliberar maduramente, todos prometieron al abate Birotteau su ayuda en la lucha que iba a entablarse entre él y todos los adeptos de sus antagonistas. Un firme presentimiento, un instinto provinciano indefinible los obligaba a unir los nombres de Gamard y Troubert. Pero ninguno de los que se hallaban a la sazón en casa de la señora de Listomère, exceptuado el viejo maligno, tenía idea exacta de la importancia de semejante combate. El señor de Bourbonne llamó a Birotteau aparte.

—De las catorce personas que hay aquí —le dijo en voz baja—, no contará usted con una dentro de quince días. Si necesita usted llamar a alguien en su auxilio, sólo a mí me encontrará con bastante atrevimiento para tomar su defensa, porque conozco lo que son las provincias, los hombres, las cosas y, sobre todo, los intereses. Pero todos sus amigos, algunos llenos de buenas intenciones, le están metiendo en un mal camino, del que no saldrá usted con bien. Oiga mi consejo: Si quiere usted vivir en paz, deje el vicariato de Saint-Gatien, márchese de Tours. No diga a dónde va; busque un curato lejano donde Troubert no pueda encontrarle.

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