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Authors: Jorge Baron Biza

Tags: #Drama, Relato

El desierto y su semilla (15 page)

—¡Vamos! Tienen un bar con toda clase de whiskys.

Caminamos por una zona de la ciudad de construcciones revestidas de piedras pulidas, picadas o lajeadas. No había superficies lustrosas y claras, de las que abundan en Roma. Dina sacó de su cartera un llavero con unas iniciales doradas que no eran las suyas. Entramos en un gran portal oscuro. En el pasillo, por el que podían circular dos automóviles, se veía una luz confusa. Marchábamos a oscuras, en silencio. Cuando llegamos al final, dobló a la izquierda y apretó el interruptor de corriente. La luz tenue se convirtió en una fuerte claridad que iluminó un enorme ventanal. Del otro lado, en lugar del patio gris que esperaban mis ojos, crecía un jardín cuidado, de inesperada frescura. Nada en el exterior ni en el pasillo anticipaba ese rincón lozano.

Toda la arquitectura que abrazaba a ese patiecito, se presentaba con un ademán amenazador y plúmbeo, pero los brezos, enebros y arándanos, entre los que asomaban rododendros pupúreos y, en el centro, un fresnito orno, se plantaban impecables, aunque no frondosos, ante mis ojos. Permanecían en un modo de latencia expectante, reservándose la exuberancia y los desbordes para cuando comenzase el verano. Esta flora urbana, tan civilizada y prudente, tenía una manera colectiva de existir, con orientaciones y formas que se complementaban de especie a especie. Los austeros enebros azuzaban a los románticos arándanos y les señalaban las direcciones de la libertad; los rododendros asediaban con su color fuerte la copa esférica y todavía sin florecer del horno. Esta sabia complementación creaba, por relaciones de colores y formas, un espacio armónico que parecía mucho mayor que el espacio que un geómetra hubiera llamado «real» o perspectivo. El espacio del jardincito estaba hecho por colaboración, en el que cada planta preguntaba a su vecina y consultaba a la totalidad antes de construir su propia plenitud. Quedé hipnotizado, tratando de recordar qué había hecho mal.

El departamento resultó una leonera de nuevos ricos industriales, con mucho brillo violeta, rosa, fucsia y salmón. Eran dos empresarios de no más de cuarenta.

—¿No tienes corbata? —me preguntó el más joven de los dos, pocos minutos después de que Dina nos presentara (a ellos: «es un primo que ha tomado una copa de más»; «son viejos clientes, amigos de confianza», a mí).

—¿Quieres una? Elige, en el armario hay muchas. Después ve y compra algo de comida —me habló con toda buena voluntad y me dio un billete inmenso, casi una sábana—. Cerca del ángulo de Vía Spartaco hay un restaurante que tiene buena cocina. Quiero un plato de carne, una costeleta bien rellena o algo por el estilo.

—¿Es muy lejos?

—Cómo, ¿no tienes máquina? Toma las llaves de la mía. Yo tengo dos… Y ahora, ¿qué esperas?

—No sé manejar.

—¡Ufa! —me espetó mi nuevo y magnánimo amigo, mientras Dina se reía y el otro hombre parecía molesto—. Toma un taxi —me alargó otro billete, pero por lo menos éste era de tamaño discreto.

A mi partida, Dina me dijo con una sonrisa: «Excúsalos, es el milagro económico que los pone así». Cuando volví, no había nadie en la sala y se oían crujidos en el dormitorio. No estaban tan bien provistos. Tenían botellas italianas y francesas, pero nada escocés. Tomé algo, hasta que Dina salió del cuarto y se encerró en el baño. El hombre más joven me pidió comida. Le señalé un paquete en la cocina.

—Ponla al horno y sírvete también tú. Tienes mala cara.

Nos sentamos a la mesa los cuatro, en la cocina. La comida era un crimen: unas milanesas de costeletas sin hueso, con un relleno de miga, jamón y un queso que se babeaba por los bordes y formaba un lecho pastoso junto con las manzanas fritas que servían de guarnición. La carne casi había desaparecido entre tantos engrudos y fritangas, y, al cortar, en lugar de simple sangre auténtica, supuraba queso fundido. Uno tenía la sensación de estar comiéndose un marciano, no una vaca. Extrañé los bifes de mi país.

—¿Te aburres? —me preguntó Dina, al entrar en la cocina.

—No, pero no hay whisky escocés, como me habías prometido.

—¡Ah, mentiroso! Me habías prometido de lo mejor para mi primo —dijo Dina dirigiéndose al más joven.

—Se habrá terminado, qué sé yo.

—Ahora vas con tu famosa segunda máquina y nos compras una botella de whisky escocés.

El joven dudó un momento; después se puso en pie con desgano. Su compañero lo tomó del brazo.

—¿Pero qué haces? Estás loco. ¿Te has olvidado de que es una puta?

—¿Qué te creías… que le iba a hacer caso? —contestó el joven, y rió forzadamente—. ¡Ahú!, nada de whisky para el señorito —y la miró burlón y desafiante.

—¿Ah, sí? Entonces nos vamos.

—Pero vete, con ese vago sin sangre —le contestó el mayor, con tono de hastío.

Dina fue al cuarto y se vistió lentamente, como para darles tiempo a que recapacitasen. En la cocina, el mayor no se movía; el más joven hizo un gesto de contrariedad y murmuró «pero… es bella». Yo trataba de beber la mayor cantidad posible de la botella de vino que habían abierto.

—¡Ahú, despacio! —gritó el más joven—. Piensa en todos.

Dina regresó vestida y anunció:

—Bueno, me voy, páguenme.

—Un culo, te pagamos —dijo el mayor—. El trato era por toda la noche.

—Siente, yo hice lo que tenía que hacer. Quiero midinero. Esto me sucede por confiarme en «viejos clientes».

El hombre se levantó y abrió la puerta de calle.

—¡Vía!

Dina miraba fijo al más joven, mientras el mayor repitió:

—¿Y qué, eres sorda? Vía.

—No me voy hasta que no me paguen.

Sin mucha violencia, el más joven la tomó del pelo. El cuerpo de ella se retorció sensualmente; tiró algunos golpes con las manos abiertas y le arañó la cara mientras respiraba entre sollozos. Terminó en el vestíbulo. Caminé hasta ella; sentí el portazo apenas hube cruzado el umbral.

—¿Te lastimaron?

—No —respondí.

Cuando bajamos, nos metimos en el jardín. Para encontrar el acceso, Dina encendió la luz del portal; en un minuto se apagó, cuando ya retozábamos en el verde.

—Al más chiquito le dejé una marca en la cara… y no se la cavaron por nada.

Sacó de la cartera una estatuilla de porcelana, que representaba una bañista de los años veinte, de pie, con una gran toalla verde y un traje de baño con pollerita, un verdadero adefesio.

—¿Te gusta?

—No.

—¿Quién sabe cuánto valdrá?

—Nada.

—¿Qué, eres anticuario?

—No hay necesidad de ser anticuario para ver que no vale nada.

—Algo me darán…

—Nada… Para los negocios, tú… ¡un desastre!

La estatuilla se bamboleó en las manos de Dina. La colocó en una fuente con forma de concha que sobresalía de la pared del fondo. De una máscara de león borbotaba un hilo de agua que golpeó la porcelana. Con el volumen suplementario de la estatuilla semisumergida, una cantidad de líquido cayó de la concha a un pequeño estanque en el suelo; hubo un ruido sordo y reflejos en la penumbra. Después el goteo se fue regularizando hasta asemejarse a un tictac de reloj. Dina mojó sus manos y me las pasó, primero por la frente, después introdujo sus dedos entre mi pelo. La humedad me causó el efecto de una transfusión de sangre fresca. Sentí que el choque de esta agua tímida y eficaz calmaba el remolino de mi sangre.

—Entonces —anunció Dina—, yo me voy, chau. Aguanta, eres fuerte.

—¿A dónde vas?

—Retorno con esos dos. Necesito el dinero y, aunque si tú no lo creas, tienen necesidad de mí.

—Chau.

Los encuentros con Dina me procuraban una cuota de acontecimientos imprevisibles que compensaba la vida planificada del sanatorio; la usaba a ella para atraer sucesos que me aliviasen de las incertidumbres del tratamiento de Eligia. Con frecuencia me sorprendía a mí mismo observando con atención el color de un injerto, y con más atención aun trataba de memorizar el color que había tenido el día anterior, para deducir de una diferencia de matiz la marcha favorable o no del proceso. Ahora bien, es muy difícil recordar un matiz; los colores exigen el presente, la comparación inmediata. El estudio permanente de esa piel me desasosegaba: por momentos, creía que la evolución era favorable y, en otros, me parecía inevitable la necrosis. Hubiera enloquecido, pero Eligia tenía la virtud de generar vida callada y fuerte en todas las circunstancias en que estuviese; sus injertos germinaban en cualquiera de las formas que los aplicaran. Pero mi desconfianza subsistía, y miraba con aprensión las secreciones naturales de las heridas en los extremos del nuevo colgajo, como si en cada una de ellas latiese la amenaza de la infección. Esa materia en tránsito del brazo a la cara, llevaba consigo también todas mis esperanzas.

A la hora en que le tenía que dar el alimento (no lo llamo almuerzo ni cena porque no se componía de los platos habituales, sino de una porción generosa de un líquido espeso y de color indefinible) la situación tomaba un cariz infantil que me parecía ridículo. Para proteger los injertos, la cubría con varios baberos. Eligia no podía masticar porque su mandíbula tenía muy poca movilidad y los médicos le habían aconsejado no hacerlo, para no poner en riesgo sus colgajos, de manera que se limitaba a succionar el líquido caliente y amarillento. Mi tarea consistía en acercarle la soperita, mantenerla cerca de su boca y controlar que ningún grumo obturase el tubo: una misión sencilla, pero que requería cierto grado de atención, porque había que sostener el bol muy cerca de la cara y el segundo yeso, que la inmovilizaba igual que el primero, pero del brazo opuesto.

Todos estos cuidados tediosos los contrarrestaba yo por la noche, con la posibilidad de terminar en cualquier parte. Me parecía, en aquel tiempo, que el único, pobre eco de mis afanes en el sanatorio eran los elogios que me hacían las enfermeras y mucamas, dichos con más sorna por las liras que se perdían con mi trabajo, que sinceridad por las virtudes de abnegación que yo pudiera mostrar: «cuánto es bravo, siempre al lado de la señora». También es cierto que, siempre que podía, Eligia entrelazaba sus dedos con los míos si mi mano pasaba cerca de la suya.

Los cambios bruscos e inesperados de espacio durante la noche se habían convertido en los únicos marcadores temporales que señalaban el transcurso del tiempo en esa ciudad empañada. Las noches en que no encontraba a Dina, pasaban sin registro por mi memoria; volvía al cuarto: me escrutaba atentamente para asegurarme de no haber percibido nada parecido a un suspirante, y me enorgullecía cuando encontraba sólo vacío, y nada de sentimientos.

Vivía en dos esferas —la que giraba en torno de Eligia y la que giraba en torno de Dina—, muy próximas en el espacio y el tiempo, pero aisladas entre sí. La de la noche estaba —según creía entonces— separada de todo proyecto que se vinculase con mi vida. Sabía que la esfera de las heridas de Eligia me ataba para siempre. Lo de Dina, en cambio, yo lo constituía de manera que a ella y lo que la rodeaba pudiera hacerlo desaparecer en cualquier momento.

VII

Un día cercano a ferragosto, cuando en la ciudad no había nadie, Dina entró al bar para preguntarme si quería acompañarla a un cabaret muy divertido pero lejano, al que nos invitaba un cliente que vestía una camisa a rayas verticales azul oscuras y blancas, que parecía interesado en llevar allá a la mayor cantidad de gente posible.

—Verás, te placerá —me dijo el hombre.

—De acuerdo, pero no olvides —contesté dirigiéndome a Dina— que debo retornar a la casa de cura antes que Eligia despierte, para darle el desayuno.

Cuando llegamos al «San Silvestre», en la fachada lucía un gran cartel: «Noche especial dedicada a los tíficos del Milán… y como de habitual, ¡gran celebración de Año Nuevo!» Una empleada robusta nos dio pitos y matracas al entrar. Terminó su rito de aceptación soplándonos su propio instrumento de viento en la cara, mientras un mecanismo de papel y plumitas plegado se extendía hasta hacernos cosquillas en las narices. Nos colocó unos sombreritos con los colores del Milán, blanco y azul oscuro.

El lugar permanecía bastante colmado, si se tiene en cuenta que la ciudad estaba vacía por las vacaciones de verano. La poca turisticidad con la que las agencias sancionaban a Milán —un par de horas para ver el Duomo y la Galería—, era un favor que preservaba sus secretos más delicados para unos
happy-few
. En el «San Silvestre» no vi extranjeros a la vista; se divertía allí una regular cantidad de italianos, casi todos ya se habían conseguido alguna de las chicas del local. Todos, hombres y mujeres, llevábamos esa noche gorritos de fantasía, azules oscuro y blancos; las comedías o sonajeros nos sobresalían de los bolsillos. Se oían pitazos o matracazos completamente a destiempo de las canciones que salían por los altoparlantes.

Dina se acodó en el bar, con un gesto suyo muy característico, los hombros cerca de la cara. Nos sirvieron un champán barato y ácido. El hombre de la camisa a rayas saludó a todos como si fuese un viejo parroquiano del lugar. Después se dedicó a susurrarle ternuras en el oído a Dina. De pronto, la música se detuvo y una voz sin sexo, pero con entusiasmo, anunció por los altoparlantes: «Son ya las once. Dentro de una hora celebramos el Año Nuevo. Prepárate para la gran diversión. Echa por la borda todos tus problemas. Esta noche festejamos el año que va del 13 de agosto de 1965 al 13 de agosto de 1966. ¡Adiós año bruto! Os saludo, impuestos; chau políticos, y sobre todo, chau esposas.» Una exclamación general de euforia acompañada de pitazos recibió estas dos últimas palabras.

La voz prosiguió con sus palabras de falsa alegría, pero después de las primeras frases, un desperfecto interfirió los sonidos más graves con un acorde electrónico fantasmal: «El “San Silvestre” es el único lugar donde estás a salvo de todos los males, también de los tíficos del Inter. Aquí, esta noche, todo es Milán, todo es blanco y azul, nada es rojo y negro. Mujeres hermosas y alegría asegurada.
Champagne
para todos —trató de pronunciar champán a la francesa—. A quién le importa mañana, mañana es el primer día del resto de nuestras vidas. Es más, si quieres, mañana vuelves de nosotros y celebramos juntos el fin de año, el fin de año del catorce de agosto al catorce de agosto. El quince, por respeto a la santa Madonnina, cerramos. Pero todas las noches que no sean fiesta religiosa, son festivos en el “San Silvestre”. ¡Todas las noches es fin de año!»

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