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Authors: Hans Magnus Enzensberger

Tags: #Matemáticas

El diablo de los números (22 page)

—¡Cómo voy a barrer el patio del colegio si tengo que pasarme toda la noche peleando con números y cubos!

—Admite —dijo el anciano— que te has divertido haciéndolo.

—¿Y ahora? ¿Volverás pronto?

—Antes me tomaré unas vacaciones —dijo el diablo de los números—. Entre tanto, puedes entretenerte con el señor Bockel.

Eso era algo que a Robert le apetecía bastante poco, pero ¿qué remedio le quedaba? A la mañana siguiente tenía que volver al colegio. Cuando llegó al aula, Albert, Bettina y los otros estaban ya sentados en sus sitios. Nadie estaba deseando cambiar su sitio con los otros.

—Ahí viene nuestro genio de las Matemáticas —exclamó Charlie.

—El bueno de Robert estudia incluso en sueños —le pinchó Bettina.

—¿Creéis que le va a servir de algo? —preguntó Doris.

—Yo creo que no —gritó Karol—. De todos modos el señor Bockel no le soporta.

—Y viceversa —repuso Robert—. ¡Por mí que no vuelva!

Antes de que llegara el señor Bockel, Robert echó una rápida mirada por la ventana.

Como siempre, pensó al ver el patio. ¡Un verdadero montón de basura! Uno no puede fiarse de las cosas que sueña. Solamente de los números. En ellos sí se puede confiar.

Luego entró el inevitable señor Bockel, con su maletín lleno de trenzas.

La novena noche

Robert soñaba que soñaba. Ya se había acostumbrado. Siempre que en los sueños le ocurría algo desagradable, por ejemplo encontrarse con un pie encima de una piedra resbaladiza en medio de un río de fuerte corriente y no poder avanzar ni retroceder, pensaba con rapidez: Espantoso, pero no es más que un sueño.

Pero luego cogió la gripe, y cuando tuvo que quedarse todo el día en la cama con fiebre ese truco no le sirvió de mucho, porque Robert sabía muy bien que los sueños que da la fiebre son los peores. Se acordaba de que, una vez que había estado enfermo, había ido a parar a una erupción volcánica. Montañas que escupían fuego lo habían disparado hacia el cielo, y había estado a punto de caer lentamente, con espantosa lentitud, desde allí arriba al centro de las fauces del volcán... Prefería no pensar en ello. Por eso intentaba mantenerse despierto, aunque su madre siempre decía:

—Lo mejor es que duermas y sudes la gripe. ¡No leas tanto! No es sano.

Tras haberse leído aproximadamente doce tebeos, estaba tan cansado que se le cerraban los ojos.

Pero lo que soñó entonces fue extrañísimo. Soñó que tenía gripe y estaba en la cama, y a su lado estaba sentado el diablo de los números.

Ahí está el vaso de agua en la mesita, pensó. Ardo. Tengo fiebre. Creo que ni siquiera me he dormido.

—¿Ah, sí? —dijo el anciano—. ¿Y qué pasa conmigo? ¿Estás soñando conmigo, o estoy realmente aquí?

—Tampoco lo sé —dijo Robert.

—Es igual. En cualquier caso, quería hacerte una visita porque estás enfermo. Y cuando se está enfermo hay que quedarse en casa, y no hacer excursiones al desierto o contar liebres en campos de patatas. Así que pensé: Vamos a pasar una velada tranquila, sin grandes trucos. Para no aburrirnos, he hecho venir a unos cuantos números. Ya sabes que no puedo vivir sin ellos. Pero no te preocupes, son enteramente inofensivos.

—Eso dices siempre —dijo Robert.

Llamaron a la puerta, y el diablo de los números gritó:
¡Adelante!
Enseguida entraron desfilando, y de tal manera, todos a una, que el dormitorio de Robert estuvo hasta los topes en un abrir y cerrar de ojos. Le asombró cuánta gente cabía entre la puerta y la cama. Los números pasaban ante él como ciclistas de competición o corredores de maratón, porque todos llevaban sus números en camisetas blancas. El cuarto era bastante pequeño, pero cuantos más números se apretujaban más largo parecía. La puerta se fue alejando cada vez más, hasta que apenas fue posible distinguirla al final de un recto pasillo.

Los números anduvieron por ahí riendo y charlando, hasta que el diablo de los números gritó como un sargento:

—¡Atención! ¡A formar!

Enseguida se pusieron en una larga fila, con la espalda contra la pared, el uno primero y todos los demás junto a él.

—¿Dónde está el cero? —preguntó Robert.

—¡El cero, un paso al frente! —rugió el diablo de los números.

Se había escondido debajo de la cama. Salió arrastrándose y dijo con timidez:

—Pensaba que no me necesitarían. ¡Me siento tan mal!, creo que he cogido la gripe. Ruego humildemente que se me conceda un permiso por enfermedad.

—¡Fuera! —gritó el anciano, y el cero volvió a meterse a rastras bajo la cama de Robert.

»Bueno, es algo especial, este cero. Siempre quiere figurar. Pero los otros... ¿te has dado cuenta de lo obedientes que son?

Miró complacido a los números normales, ordenados en fila:

—¡Segunda fila, a formar! —gritó, y enseguida afluyeron nuevos números, armando gran tumulto y alboroto, hasta que al fin estuvieron en el orden correcto:

Estaban justo delante de los otros en la habitación —si es que aún podía llamársele habitación, porque entre tanto se había convertido en un tubo de longitud imprevisible—, y todos llevaban camiseta roja.

—Ajá —dijo Robert—. Estos son los impares.

—Sí, pero adivina cuántos son, comparados con los de camiseta blanca que están alineados contra la pared.

—Está claro —dijo Robert—. Uno de cada dos números es impar. Así que hay la mitad de rojos que de blancos.

—¿Crees entonces que hay el doble de números normales que de impares?

—Claro.

El diablo de los números rió, pero no fue una risa amable, a Robert casi le pareció sarcástica.

—Me veo obligado a decepcionarte, querido —dijo el anciano—. Hay exactamente el mismo número de cada clase.

—Eso no puede ser —exclamó Robert—.
Todos
los números no pueden ser exactamente el mismo número que
la mitad
de ellos. ¡Eso es absurdo!

—Atiende, te lo demostraré.

Se volvió hacia los números y rugió:

—¡Primera y segunda fila, estrecharse las manos!

—¿Por qué les gritas de esa manera? —dijo Robert enfadado—. Esto parece el patio de un cuartel. ¿No podrías ser un poquito más cortés con ellos?

Pero su protesta se esfumó, porque cada uno de los blancos había dado la mano a uno de los rojos, y de pronto estaban por parejas, como soldados de plomo:

—¿Ves? Para cada número corriente desde el uno hasta allá fuera hay un número impar, también desde el uno hasta allá fuera. ¿O puedes enseñarme un solo rojo que se haya quedado sin pareja blanca? Así que hay infinitos números normales, y el mismo número de impares. Es decir, infinitos.

Robert reflexionó un rato.

—¿Significa eso que si divido infinito entre dos me sale dos veces infinito? ¡Entonces el todo sería igual de grande que su mitad!

—Sin duda —dijo el diablo de los números—. Y no sólo eso.

Sacó un silbato del bolsillo y silbó.

Enseguida, del fondo de la infinita habitación salió una nueva columna. Esta vez llevaban camisetas verdes, y estuvieron yendo de un lado para otro hasta que el viejo maestro gritó:

—¡Tercera fila, a formar!

No pasó mucho tiempo antes de que los verdes se pusieran en perfecto orden delante de los rojos y los blancos:

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