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Authors: Jean Rabe

Tags: #Fantástico

El Dragón Azul (10 page)

—¿Qué son esas bestias? —La kalanesti señaló con el dedo al otro lado de la duna, a cuatro moles grises y lampiñas, que en ese momento entraban en el patio de armas—. Son grandiosos.

—Elefantes —susurró Rig—. Sin duda no son de por aquí. No he visto muchos en mis viajes, pero sé que se encuentran en las proximidades de las Kharolis y en algunas regiones de Kern y Nordmaar. Es muy difícil traerlos aquí.

—Estamos muy lejos de esos países —dijo la elfa—. Nunca he visto unos animales parecidos. Son maravillosos. Acerquémonos.

—Un momento —advirtió Palin cogiéndola del hombro—. Ese fuerte es demasiado para nosotros, incluso si regresamos al barco y traemos a los demás. Mirad a esos caballeros y a los cafres.

—¿Cafres? —Rig siguió la mirada de Palin y avistó cuatro hombres altos de piel azul que caminaban detrás de los elefantes. Eran muy musculosos y sólo vestían taparrabos azules y joyas primitivas. Los hombres iban descalzos—. Caballeros y cafres. Hombres negros y azules, tal como dijeron los wyverns.

—Es pintura azul —explicó el hechicero—. Son guerreros y tampoco son nativos de esta zona. Algunos los llaman bárbaros, pero no son tontos. He oído que son temibles en la lucha. En teoría, la pintura azul sirve para protegerlos o curarles las heridas.

—Me pregunto dónde tendrán a los prisioneros —musitó Feril sin desviar la vista de los elefantes—. Veré si consigo averiguarlo.

La kalanesti cerró los ojos y apoyó la cabeza sobre la arena. Complacida con la textura áspera y cálida, dejó que sus sentidos penetraran en la duna, concentrándose en un grano tras otro. Mientras se alejaba mentalmente de Palin, Rig y Ampolla, comenzó a sentirse parte del desierto, que a pesar de su magnitud estaba formado por pequeños granos de arena. Llegó al siguiente y al siguiente, y fue desplazándose rápidamente de uno a otro hasta que sus sentidos dejaron atrás las dunas, pasaron por debajo de la muralla y de los Caballeros de Takhisis.

—¿Qué oyes? —preguntó a la arena con voz susurrante y agitada.

—Nos marcharemos cuando se ponga el sol, porque entonces estará más fresco para viajar —oyó que decía el comandante a sus hombres. Las palabras sonaban tan claras como si el hombre se encontrara junto a ella—. Iremos a Palanthas, cogeremos a los prisioneros que están en los calabozos de la ciudad y los traeremos aquí. Ya tienen la mente corrompida por el mal y el dragón no tendrá dificultades para convertirlos en dracs. Tormenta sobre Krynn se alegrará y nos recompensará convenientemente. Podéis hacer lo que queráis hasta el ocaso. Romped filas.

Los caballeros se reunieron en pequeños grupos a la sombra de las murallas, mientras los pensamientos de Feril discurrieron por la arena, en dirección a los pies de los cafres que cuidaban a las bestias grises.

—Comparte las palabras conmigo —prosiguió.

Dos de los guerreros pintados de azul hablaban de la asombrosa cantidad de alimento y agua que consumían los animales. Cuando la conversación se centró en el tema de los prisioneros, la elfa intensificó su concentración.

—Los caballeros querer más prisioneros —dijo el más corpulento de los hombres. Con más de dos metros veinte de altura, tenía unos hombros grandiosos y la cabeza afeitada. Su voz era clara y grave, con un acento fuera de lo común—. Ahora más de cien prisioneros. Torre casi llena.

—Dragón querer un ejército —dijo el otro—. Triste forma de conseguirlo. Soldados voluntarios mejor. No como soldados hambrientos.

—Cuando dragón acabar con ellos, soldados voluntarios —afirmó el primero—. Sanos y salvos unos días más. Yo no querer ver eso otra vez.

—Yo nunca ver hombres cambiar.

—Horrible.

—¿Tú en contra de lo que hacer dragón?

El más alto negó con la cabeza.

—Yo no. Paga buena. Mejor trabajar para dragón que ser su presa. Pero yo no querer verlo.

—Destinos peores, quizás. Otros señores supremos capturar personas, tenerlas como ganado y comerlas.

—Muerte no peor que convertirse en drac.

Feril se estremeció y envió sus sentidos de vuelta al cuerpo. Se apresuró a contar lo que había oído. Los cuatro amigos vigilaron el fuerte durante varias horas bajo el sol abrasador. Había unos sesenta Caballeros de Takhisis, de los cuales la mitad o las dos terceras partes se marcharían pronto. El sol ya descendía lentamente hacia el horizonte. Palin sospechaba que otros caballeros ocuparían sus puestos y que era probable que rotaran las tropas. Por fortuna, no habían visto Caballeros de la Orden de la Espina o de la Calavera, lo que significaba que en el fuerte no habría hechiceros.

—Estoy de acuerdo en que debemos hacer algo —dijo por fin Palin—, aunque ellos sean muchos más que nosotros. —Los caballeros se habían reunido y el comandante impartía las últimas órdenes, preparándolos para el viaje—. Pero no podemos entrar en el fuerte como si tal cosa. Incluso después de que la mayoría de los caballeros se marche, quedarán suficientes para vencernos. Sería como regalarles nuestras vidas.

—Tal vez sí podamos entrar como si tal cosa. —La kender miraba por encima del hombro hacia el sur, en dirección contraria a Relgoth—. O a caballo.

En el límite de su campo de visión, distinguió una pequeña caravana que parecía dirigirse hacia allí.

* * *

La caravana consistía en diez carros grandes tirados por caballos y cargados con barriles de agua y demás provisiones. Cada carro tenía un conductor, y dos docenas de bárbaros vestidos con holgadas túnicas con capucha acompañaban la caravana.

Rig tuvo que desprenderse de un rubí del tamaño de un pulgar para sobornar al último cochero, que estaba ligeramente rezagado. El marinero y el conductor urdieron un plan. Harían pasar a Palin y a Feril por los primos del cochero y a Ampolla por la hija de ambos. Rig sería un amigo de la familia. A cambio de algunas perlas, el conductor les entregó unas túnicas con capucha e incluso —después de algunos cortes y reformas— un atuendo de talla infantil para Ampolla.

El conductor llamaba al fuerte «el Bastión de las Tinieblas». Explicó que dos veces a la semana entregaban las provisiones: comida, ropa, pintura para los cafres, látigos y correas para controlar a los prisioneros y, lo más importante, agua procedente de un oasis del sur. Los prisioneros, los caballeros y los elefantes consumían mucha agua.

Poco después de la puesta de sol, la caravana llegó a las puertas de la ciudad. Palin sentía la piel ardiente, como si tuviera fiebre, y supuso que a los demás les pasaría lo mismo. Pero con la llegada de la tarde comenzaba a refrescar ligeramente. Una ligera brisa descendió sobre las dunas y agitó el aire alrededor de la ciudad. La brigada de Caballeros de Takhisis acababa de marcharse y torcía por el camino que conducía a Palanthas. Los hombres vestían armadura negra con un lirio de la muerte estampado en el peto. El absurdo protocolo militar les impedía usar prendas más ligeras.

—¡Dejad los barriles en el patio de armas! —gritó un caballero al bárbaro alto y corpulento que dirigía la caravana. Los carros recorrieron parte de la ciudad y entraron en el patio de armas del castillo. Un instante después, deslizaron los barriles por unas rampas colocadas en la parte trasera de los carros. Los barriles rodaron sobre la arena y el puente levadizo, en dirección a la torre central, donde habían instalado un toldo para que el agua no se calentara. Cada carro transportaba una docena de barriles grandes, así que habría que hacer varios viajes para descargarlos todos. En el viaje de vuelta, los hombres traían consigo los barriles vacíos que posteriormente rellenarían en el oasis.

Ampolla correteó alrededor del carro, examinando el terreno, mientras Feril, Palin y Rig ayudaban a los nómadas con los barriles.

—El dragón debería haber construido su castillo de arena más cerca de la fuente —murmuró la kender—. Habría facilitado el trabajo a los nómadas.

La segunda vez que cruzó el puente, Palin bajó la vista hacia el profundo foso. Miles de escorpiones del tamaño de su mano reptaban en el fondo. Las paredes del foso estaban inclinadas para proporcionarles sombra. Susurró a Feril y a Rig que miraran dónde pisaban, pues el foso era más peligroso que si hubiera estado lleno de cocodrilos.

Una vez en el patio de armas, el marinero se paseó entre los barriles, ayudando a apilarlos contra el muro, mientras Palin y Feril hacían otro viaje hasta el carro. Rig apoyó las manos contra la negra estructura de arena y se maravilló de su solidez. Desde esa distancia podía ver los granos de arena que componían el muro. Estaban unidos por obra y arte de magia, sin argamasa ni masilla. No eran ladrillos prensados. La muralla, el castillo entero, estaban construidos con millones de partículas de arena misteriosamente unidas entre sí.

Ampolla comenzaba a ponerse nerviosa.

—¿Vais a entrar en el Bastión? —susurró a Palin, mientras éste cargaba otro barril. Su voz sonaba amortiguada bajo la capucha de su túnica, que era demasiado grande y le caía sobre la cara—. El jefe de la caravana ha dicho que nos marcharemos en cuanto acaben de descargar. Pensé que pasarían la noche aquí.

—Está oscureciendo y sin duda preferirán viajar por la noche —observó Palin dejando el barril en el suelo.

—O puede que no soporten pasar mucho tiempo aquí —murmuró Feril.

—Encontraremos un sitio donde ocultarnos. Allí. —El hechicero señaló una precaria cuadra, con cuatro pesebres grandes para los elefantes—. Será un buen escondite.

Los cafres se ocupaban en ese momento de encerrar a los elefantes, que pasarían la noche allí, y Feril se animó ante la perspectiva de ver de cerca a los exóticos animales.

—Eh, vosotros dos —gritó el jefe de la caravana señalando a Palin y a la kalanesti—. ¡Olvidaos de la niña y dejaos de cháchara! ¡Moved más barriles!

La pareja se apresuró a obedecer. Palin comunicó su plan al marinero, y, cuando quedaban sólo una docena de barriles por descargar, los cuatro se escabulleron entre las sombras y entraron en el pesebre de uno de los elefantes. La paja que cubría el suelo estaba húmeda e infestada de insectos y el hedor de los excrementos les hacía saltar las lágrimas. El animal no pareció preocuparse por tener que compartir su casa y continuó comiendo la hierba que le había servido uno de los cafres.

—Apesta. —Ampolla frunció la nariz y buscó un sitio limpio donde sentarse. Sin embargo, dejó de quejarse en el acto cuando el elefante volvió la cabeza para estudiarla—. Nunca había visto una bestia como tú —dijo—. Me pregunto si cabrías en el
Yunque.
Te daría de comer y...

—No —la disuadió Rig con firmeza y se volvió hacia Palin y Feril—. La torre central, en el interior de la muralla, es para los caballeros. Las torres más pequeñas de los lados están llenas de comida y armas. Los caballeros están permanentemente estacionados aquí.

—¿Cómo te has enterado? —preguntó la kalanesti.

—Sé escuchar —respondió el marinero con un brillo travieso en los ojos—. Y he hecho unas cuantas preguntas a un par de caballeros que se acercaron a beber agua.

Palin esbozó una sonrisa.

—Espero que no hayas hecho demasiadas preguntas. No debemos despertar sospechas.

Entonces oyó los carros que se movían, el ruido de los látigos sobre los camellos, y deseó con toda el alma que los caballeros no hubieran contado el número de bárbaros que habían entrado en el fuerte. De lo contrario, descubrirían que faltaban tres adultos y una «niña».

—La torre mediana, la más cercana a nosotros, sólo alberga a un par de draconianos. —Rig parecía orgulloso de haber obtenido ese dato—. El administrador del fuerte, un draconiano sivak llamado lord Sivaan, tiene su despacho allí. Los humanos están en el ala más cercana del castillo.

Palin se arrastró hasta la entrada del pesebre y miró hacia la torre de arena negra.

—Necesitan a los draconianos para el hechizo de transformación. Usan una parte de su espíritu para crear los dracs. Tendremos que matarlos para evitar que Khellendros vuelva a usarlos.

—De acuerdo, hazlo tú —sugirió Rig—. Yo me ocuparé de los prisioneros.

—Este es el plan —dijo Palin—: Esperaremos hasta poco antes de medianoche. Para entonces, la mayoría de los caballeros y los cafres estará durmiendo.

—Yo quiero ir a buscar a los prisioneros ahora. Antes de que alguien decida traer agua a los elefantes y descubra que la mitad de los barriles están rotos y vacíos.

—¿Qué? —preguntó Palin en voz demasiado alta. Volvió a bajar la voz y se internó en la oscuridad del pesebre—. ¿Qué has hecho?

Rig sonrió de oreja a oreja.

—Cuando ayudaba a apilar los barriles, hice unos cuantos agujeros estratégicos con mi daga. La arena absorberá gran parte del agua, pero supongo que tarde o temprano notarán las manchas de humedad. Supuse que reducir drásticamente su provisión de agua era una idea estupenda. Es una forma de golpearlos donde más les duele.

Palin respiró hondo. Sin duda sería un golpe para los caballeros, pero también los alertaría de que algo iba mal. Pronto estarían registrando el castillo en busca de los saboteadores.

—De acuerdo, pongámonos en marcha —dijo. Se volvió a mirar al marinero—. Cuando vayas a buscar a los prisioneros tendrás que ser prudente. Y silencioso. No será fácil.

—Sí que lo será. —La kender dejó de contemplar a los elefantes apenas el tiempo suficiente para buscar entre los pliegues de su túnica y sacar un abultado odre de cuero. Tenía un tapón de corcho e hizo un sonido borboteante cuando se lo pasó a Rig—. Pintura —explicó—. Lo robé de uno de los carros. Supuse que los... bueno, creo que los llamáis cafres... no echarían en falta un recipiente menos. Y, si es cierto que tiene propiedades mágicas, tanto mejor.

Unos minutos después, Rig se marchó hacia la zona del castillo donde estaban los prisioneros. Había dejado la mayor parte de su ropa en el pesebre del elefante, junto con la mayoría de sus armas... excepto tres. Su alfanje seguía amarrado a su cintura y llevaba una daga en la mano derecha. Feril le había confeccionado un taparrabos con la tela de la túnica y él había ocultado una segunda daga en la cinturilla. Ampolla había pintado el taparrabos a juego con la piel y el cabello corto del marinero. No era tan alto como la mayoría de los cafres, pero sí igual de musculoso, y la creciente oscuridad lo ayudaría a pasar inadvertido.

El marinero azul pasó tranquilamente junto a tres centinelas, que apenas si se dignaron mirarlo. Luego se escabulló entre las sombras de una arcada. Un segundo después de que pasaran los caballeros, Palin salió del pesebre y se dirigió a la torre mediana amparado por la penumbra. Llevaba dos de las dagas del marinero y seguía vestido con la túnica con capucha. Si lo cogían, diría que los miembros de la caravana lo habían dejado allí accidentalmente y que buscaba un sitio donde dormir.

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