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Authors: Bjarne Reuter

Tags: #Aventuras, histórico

El Embustero de Umbría (44 page)

El albergue estaba junto a la orilla, y era utilizado por viajeros que se valían del río para bajar desde la montaña hasta el mar.

Piccolino no había dormido mucho durante el trayecto, pero aun así despertó con el canto del gallo. Todo parecía indicar que estaba acostumbrado a saciar el hambre desde el momento en que abría los ojos.

—Era lo que cabía esperar —gruñó Giuseppe—; está ya iniciado en la vida monacal. Pero será interesante ver cómo resuelves ese problema, Arturo; porque tu señor no piensa dejar el carro para que se lo lleven los ladrones, y una mula vale mucho dinero. O sea que voy a buscar lo que me pertenece. Espero regresar antes del anochecer, si Dios quiere.

—¿Dios, maese?

—Sí, Dios, o Alá, o Mahoma, por no hablar de los dragones de diez cabezas que se alimentan de los desperdicios de mongoles y encantadores de serpientes bizcos. Espero volver. Todo depende de las piernas sobre las que camina uno.
Inshallah
, dicen los egipcios para expresar que no hay nada que hacer cuando es la voluntad de Dios. De modo que también yo digo
inshallah
, y espero que Jehová me perdone.

—Pero ¿qué voy a darle de comer? —preguntó Arturo, señalando a Piccolino.

—Está educado con los franciscanos —respondió asiendo el bastón—, o sea que come de todo. Bueno, adiós, niñera.

—Pero, maese… —dijo, agarrando del brazo a su señor.

—¿Qué pasa ahora? Ya ves que tengo prisa.

—A lo mejor no es tan importante lo del viejo carro. ¿Por qué no nos agenciamos otro? Yo puedo conseguir fácilmente una mula joven aquí mismo, en la posada. Un nuevo
Bonifacio
, ¿qué le parece? Trabajando para el posadero podría ganar para adquirir una mula.

—¿Qué mosca te ha picado, cretino? ¿Quién habla de mula? ¿Vas a sustituir la universidad por un quiosco? ¿Qué crees que nos ha traído tan lejos? No estoy en edad de empezar desde cero. ¿Es que no tienes el menor respeto?

Arturo se retorció las manos y bajó la cabeza.

—Mire el río, maese, mire las golondrinas y las libélulas. Creo que es mejor que se quede aquí. Lo creo, maese. ¿Tiene aún la piedra que le regalé?

Giuseppe cruzó una pierna delante de la otra.

—¿Te refieres a la piedrecilla redonda que encontraste camino de Lucca entre un millón de otros guijarros? ¿Te refieres a la imprescindible e inconcebiblemente costosa amatista, Arturo?

—Sí, maese.

—Pues, sí, gracias; aunque parezca raro, aún la conservo.

—Tírela.

—¿Que la tire? —Giuseppe dio involuntariamente un paso atrás y se quedó sacudiendo la cabeza—. Este mundo no hay quien lo entienda —murmuró, haciendo con la mano un gesto de desdén.

Pero a la irritación espontánea se le añadía una inquietud que lo enfurecía, porque no tenía nombre y era injustificada e inoportuna; así que agarró a Arturo y lo miró al fondo de los ojos para tratar de hallar, en la medida de lo posible, la razón del cambio de humor del muchacho, pero no vio otra cosa que oscuridad. «Algunas veces —pensó—, está claro que ahí dentro hay un idiota, aunque no es el caso esta mañana, porque no se ve absolutamente nada.»

—¿Qué es lo que te fastidia, cretino?

—La despedida, maese.

—¿La despedida? Pero ¡si voy a regresar antes de que anochezca!

—Hay veces en que una hora puede sentirse como si fuera un año, y un año como si fuera la eternidad. Ya hemos estado separados mucho tiempo, y nos prometimos uno al otro que no volveríamos a separarnos.

—Pero aquella vez nos encontramos, bien que te acuerdas, cretino. Aquí estamos hombro con hombro, hemos viajado por medio mundo, y uno de nosotros está rollizo como una matrona romana, mientras que el otro parece Lázaro después de que lo sacaran del sepulcro.

—No me riña, maese, no me riña ahora.

—No te estoy riñendo en absoluto, lo que pasa es que me irrita verte de pronto con esa cara larga, con esas paparruchas y supersticiones. No es propio de ti.

Arturo inclinó la cabeza.

—Esta mañana ha habido un arco iris en el cielo, maese.

—¿Un arco iris? Santo Dios —dijo Giuseppe, echando la cabeza atrás y suspirando—. Arturo, un arco iris que dura más de un cuarto de hora aburre a cualquiera. Cuéntame más bien por qué he de desprenderme de la piedra que me diste. Creía que era un regalo.

—No debe llevar la carga de ninguna piedra, maese… tiene que caminar ligero sobre la tierra, aunque preferiría de todo corazón que se quedara. Pero no ha de ser así. Ahora lo veo. Vamos, abráceme. Eso es. Beso su frente y sus mejillas, maese. Adiós, maese. Váyase.

—Ya me voy, ya me voy.

—Y me llamo Arturo.

Giuseppe se detuvo y entornó los ojos; se enderezó, como si quisiera decir un par de palabras firmes a su alumno, pero cambió de opinión y giró sobre sus talones para dirigirse con decisión hacia el río, donde se volvió por última vez para despedirse con la mano.

Pero Arturo había desaparecido.

Era una mañana cálida y, además, chorreaba humedad. El ánimo de Giuseppe estaba en su punto más bajo. No le gustaba que le llevaran la contraria, y menos aún de aquella manera. Por una parte había llegado a esa edad en que el cuerpo empieza a pelearse con la mente, y por otra no tenía tiempo para tonterías. Pero preferiría caminar un par de millas más que quedarse a solas con Piccolino, porque su mirada lo inquietaba extrañamente. Recordaba con total claridad que el niño nació con ojos de viejo, y suponía que era el poso dejado por su estancia bajo el agua. Y, aunque en algunos momentos se había llamado a sí mismo abuelo, estaría bien que el pequeño fuera entregado a su madre. Porque existía la posibilidad de que Giulietta hubiese ahorrado algo. Pues ¿qué no daría una madre por recuperar a su hijo?

—Bien pensado, teniendo en cuenta todo lo que he hecho por ese niño —murmuró—, debería recibir una cuantiosa recompensa. Porque podría haberlo devuelto al río, sin más. Pero le otorgué la vida. Y ¿cuánto vale la vida en la balanza de un tratante? No habría de ser menos de cien florines la libra. Por suerte, el chico está regordete.

La idea animó a Giuseppe, porque era sin duda el único en el mundo que constantemente se ponía a disposición de otros sin recibir jamás nada a cambio.

—Qué sabor de boca tan metálico tengo, es curioso.

Tras caminar una hora, se detuvo a descansar. Bebió el último trago de agua y dio cuenta de unos tallos agridulces que crecían a lo largo del río. Aunque amargos, provocaban una agradable embriaguez, una melopea de pobre para iniciados, que a veces te ponía contento y retozón, y otras veces pensativo y melancólico. Pero Giuseppe toleraba bien sus efectos, porque llevaba toda la vida comiendo aquellos tallos.

—Y ahora me permitiré un descanso —suspiró—, porque debo de estar a medio camino.

Resultó bastante optimista, porque estaba a punto de oscurecer cuando reconoció el lugar en que vio su mula por última vez. Le dolían las piernas y sudaba a mares. Tenía un dolor de cabeza que le iba y le venía, y la larga caminata lo había dejado mareado y lleno de pesimismo.

Se tumbó de costado, cerró los ojos, el sol lo deslumbró, e inmediatamente se sintió totalmente ligero.

Algo estaba sucediendo. Ante sus ojos ciegos, una vida tomaba forma.

—¿Hay alguien ahí?

No; por fortuna estaba completamente solo. De niño, a menudo había andado solo. A decir verdad, prefería su propia compañía a la de los demás. Porque así podía estar dentro y fuera, como solía decir. No había ninguna separación, ninguna membrana entre el mundo interior y el exterior, incluso podía entrar en ambos poniendo una pierna en cada lado. Pero cuanto más raro y extravagante es uno, más raro y extravagante se vuelve, y un buen día ya no hay marcha atrás, has desaparecido, y, aunque extiendes la mano, no alcanzas; y al final prefieres estar solo, o mejor aún, invisible para el mundo.

—Pero te encontré a ti, Arturo —murmuró—, y aún no he tirado la piedra que me regalaste, porque nunca ha sido una carga pesada. Y nunca he puesto la mano sobre nadie.

—¡Eres un embustero, mercachifle!

Giuseppe se irguió precipitadamente.

La vieja estaba sentada en cuclillas frente a él; la reconoció enseguida, más que nada por la fetidez. Sus ojos irradiaban odio. Se reía mientras blandía un garrote.

—¡Largo! —exclamó, poniéndose en pie.

—¡Conciencia! —gritó la bruja.

«El único tirano al que obedeceré», pensó Giuseppe.

—Porque me mataste, viejo.

—En defensa propia.

—Me mataste y te comiste mi jamón, pero he venido a hacerte compañía.

—Largo, vieja, no quiero saber nada de ti.

Pero la mujer seguía dando saltos en círculo, enviando al aire sus tufos de moho, mierda y podredumbre como si fueran anillos de humo.

—Nunca te dejaré en paz, Giuseppe Pagamino, asesino, asesino de mujeres, ladrón asesino. Tengo el cráneo tan destrozado que si sacudo la cabeza, el cerebro sale fluyendo como una vomitona.

—¡Te mataré, arpía!

—¡No puedes! —chilló la bruja, que dio un salto de dos metros y aterrizó sobre el pecho de Giuseppe.

—Vete de aquí, que eres el diablo en persona.

—Vaya, el cerdo chilla al ver el cuchillo del matarife.

El cuchillo de la vieja era exactamente el mismo que el que había echado Giuseppe al río, precioso, de buena hoja y mango pulido.

—No creías que volverías a verlo, ¿eh? Pues aquí está, mercachifle, ¡y voy a clavarlo aquí!

El arma se hundió hasta la empuñadura. Entre los ojos. Giuseppe notó que el hueso frontal se hendía y percibió un sabor fresco en el paladar.

—¿Qué se siente, viejo?

—Frío, un frío enorme. Estoy helado, pero sólo en la cabeza; el frío proviene de dentro.

—Tu alma se refleja en la hoja del cuchillo. En su espejo ves tu infancia, tu juventud y tu destino. Si miras mucho tiempo, puedes incluso vislumbrar a Dios. ¿Conoces a Dios?

—¿Qué quieres que responda con un cuchillo clavado en el cráneo?

—¿Lo conoces?

—Me pregunto: ¿qué actos infames y crueles no puede realizar una persona movida por su amor a Dios?

—Mira más allá.

—¿Más allá de Dios?

—Mira a la vida. Mira la cama de ella. Está ahí mismo.

Giuseppe abrió los ojos.

—¿Monna Tesser?

—La misma —dijo cloqueando—. Se recoge lo que se siembra, y el camisón está sin lavar desde la última vez. ¿Qué tienes en la frente?

—Una marca de Caín,
signora
, un cuchillo. O sea que todavía vives.

—Ninguno de nosotros vive. Justo después de tu visita apareció el verdugo, que puso fin a una existencia que no lograba encontrar la salida.

—Y ¿dónde estás ahora, Monna Tesser?

—Junto a ti, Pagamino. Pero no tengo ni idea de si es el cielo o el infierno, aunque a juzgar por el olor me inclino a pensar que es lo último.

—Pero yo no estoy muerto,
signora.

—Ya lo creo que estás muerto, viejo.

—No, no,
signora
; sólo estoy simulando.

Giuseppe cerró los ojos. Se encendió una luz. De pronto se oyeron carcajadas. Miró hacia arriba, vio un olivo frondoso y divisó una figura familiar riendo en lo alto.

—¿María?

—Giuseppe, querido. Deja que te abrace y te bese.

Cerró los ojos y notó el cuerpo opulento, generoso, sobre él. El beso era suave y cálido al principio; después, prieto y duro.

—¿Lambrini? —dijo Giuseppe abriendo los ojos.

—Sí, maese, y mira mis piernas: soy el hombre más alto del mundo.

—Y ¿profundamente infeliz?

—Cómo no, viejo, cómo no, pues no era lo convenido; nunca has sabido dosificar, y el cuchillo que ves en mi cinto está destinado a tu corazón. ¡Toma, charlatán!

Giuseppe jadeó y sintió que el filo detenía su corazón.

Sobre él, los colores cambiaron del negro al azul y vuelta al negro.

Extendió los brazos y prestó atención, pero no oyó más que el susurro de un pájaro que pasaba cerca. La tierra empezó a estremecerse bajo él, se oyó un estruendo profundo y siniestro. Levantó la cabeza con dificultad y vio que la corteza terrestre se rajaba como una nuez: una grieta profunda se abría desde el río, atravesaba el bosque y entraba en su espalda. Un vértigo violento lo arrastró hacia abajo. Gritó con toda la fuerza de sus pulmones, dio la vuelta y se quedó mirando a un pozo tan profundo que sólo la infinitud podía comparársele. «Bueno —pensó girando—, el cielo debe de estar en el otro extremo. Pero también la infinitud ha de tener fin, porque mi inteligencia no está hecha para albergarla, luego un día habré de llegar, llegar a mi destino, que era precisamente la palabra que trataba de recordar.»

El dolor de espalda hizo que se pusiese de lado.

¡Hierba!

—Hierba y vegetación desconocida. El olor del río.

Se incorporó. Estaba sudando y aturdido, pero por lo demás parecía él mismo.

—Alguien se está burlando de mí —dijo en voz alta—. ¿Esto qué es? ¿Es la vejez o la locura? O ¿pueden conciliarse ambas?

Se levantó.

—Estoy entero.

Se puso las manos en las caderas, como para soltar una gran carcajada, pero se aguantó y se contentó con sacudir la cabeza. De pronto metió la mano en el bolsillo en busca de la piedra de Arturo; buscó por todas partes, pero había desaparecido.

—Con qué facilidad sale del bolsillo una piedra redonda —murmuró—. Y mira que la he llevado encima a través de cielos e infiernos. ¿Dónde estará ahora? En cualquier parte, rodeada de miles de otras piedras, imposibles de diferenciar unas de otras. Pero ¿no fue eso lo que me pidió Arturo? Que me separase de ella. El caso es que fue algo superior a mis fuerzas, y dejé que ella hiciera sola el trabajo.

Se estiró y sintió que recuperaba el bienestar. Junto con el alivio de estar aún vivo.

—Y pronto estaré de nuevo en camino, porque mi alumno y yo tenemos que ir al norte, al puente colgante de Rafael.

Alzó la mirada. Había oído algo. Unos resoplidos familiares.

Giuseppe sonrió.

—A una mula se la conoce por sus sonidos.

Y efectivamente, allí estaba, en medio de un claro del bosque, junto con el carro, los tarros y el resto de los enseres.

—Desde luego —murmuró—, hay que agradecer que el bosque esté tan poco poblado, que nadie pase casualmente por aquí. Si no, habría perdido el animal de tiro y mis bienes.

Inspeccionó rápidamente la carga de ungüentos y frascos, y comprobó que todo estaba igual que cuando lo dejó. Encontró también los restos de la comida que llevaron él y Arturo de San Marcelo. No estaría mal despachar aquello cuando volviera a estar al pescante.

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