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Authors: Frederik Pohl

El Encuentro (7 page)

El fallecido aparentaba tener noventa años, y olía como si hubiera muerto a los ciento diez, pero la chapa en su muñeca decía de él que se llamaba Selim Yasmeneh, de veintitrés años de edad, nacido en un pueblucho al sur del Cairo. El resto de la historia de su vida era fácil de adivinar. Había luchado, en su adolescencia, por abrirse paso en los bajos fondos egipcios; contra todo pronóstico había logrado, milagrosamente, la oportunidad de empezar una nueva vida gracias a un pasaje al mundo de Peggy; con el sudor cayéndole a raudales en la litera del transporte, sujeto por diez tiras a ella, había experimentado la agonía del aterrizaje en la cápsula orbital (cincuenta colonos sujetos por correas en una cápsula sin piloto, lanzados a la órbita merced a un impulso externo, sacudidos por el terror al entrar en ella, con los excrementos saltándoles por dentro al abrirse los paracaídas). Casi todas las cápsulas aterrizaron sin novedad. Hasta la fecha, solamente trescientos colonos habían perecido por colisión o asfixia. Yasmeneh fue de los afortunados, pero al tratar de cambiarse de cultivador de cebada en prospector de metales pesados, su suerte cambió, porque su equipo olvidó las precauciones. Los tubérculos de los que se alimentaron cuando se les acabaron las provisiones de los contenedores llevaban un compuesto —como la mayoría de las fuentes alimentarias del planeta— que fagocitaba la vitamina C y que sólo podía creer quien hubiera experimentado el fenómeno. Ni siquiera entonces lo creyeron los del equipo. Sabían del riesgo. Como todos. Querían únicamente un día más, y luego otro, y otro más, mientras se les aflojaban los dientes y se les viciaba el resuello, y cuando los pastores cruzaron por su campo era ya demasiado tarde para Yasmeneh, y casi también para el resto.

Walthers tuvo que volar con todos, equipo médico y supervivientes, al campo en el que algún día se construiría el acelerador y en el que ya se levantaban una docena de habitáculos permanentes. Cuando por fin llegó adonde los libios, Luqman estaba furioso. Abrió la portezuela del avión de Walthers y le gritó:

—¡Ha estado fuera treinta y siete horas! ¡Esto es ultrajante! ¡Teniendo en cuenta el precio exorbitante que pago por su chárter tengo derecho a esperar sus servicios!

—Era cuestión de vida o muerte, señor Luqman —dijo Walthers, tratando de que su voz no dejara entrever su irritación y su fatiga, mientras apagaba los motores.

—¡La vida es lo más barato que existe! ¡Y la muerte nos ha de llegar a todos un día u otro!

Walthers le empujó a un lado mientras saltaba al suelo.

—Eran compatriotas árabes, señor Luqman.

—¡No! ¡Eran egipcios!

—Musulmanes, en cualquier caso.

—¡Me traería sin cuidado aunque fueran mis propios hermanos! ¡Nuestro tiempo es precioso! ¡Asuntos de la mayor importancia están aquí en juego!

¿Por qué contener su ira? Walthers le espetó:

—Es la ley, Luqman. Sólo poseo la nave en alquiler; tengo que prestar servicios de urgencia cuando me lo piden. ¡Léase su copia del contrato!

Aquél era un argumento incontestable, y le resultó irritante que Luqman no hiciera ningún intento de contestarle y que, por toda respuesta, se limitara a descargar sobre él todas las tareas que se habían ido acumulando en su ausencia. Todo tenía que hacerse de inmediato. Antes, incluso. Y si Walthers no había podido dormir, bien, ¿acaso no había dicho que a todos nos ha de llegar el día en que dormiremos eternamente?

Así que, sin dormir como estaba, Walthers pasó la hora siguiente volando con la sonda magnetoscópica, un trabajo pesado y exasperante, que le obligaba a arrastrar el sensor magnético un centenar de metros colgando por debajo del aparato, tratando de que el maldito y colgante cacharro no se estrellara contra un árbol o se clavara en tierra. Y en los momentos en que podía dedicarse a pensar entre un encargo y otro —encargos que le obligaban, literalmente, a pilotar dos aviones a la vez— Walthers pensó sobriamente que Luqman le había mentido; hubiera sido muy diferente si en lugar de egipcios se hubiera tratado de libios, por no decir de haber sido sus hermanos. El nacionalismo no había sido superado en la Tierra. Había alborotos en distintas zonas limítrofes, de gauchos contra cultivadores de arroz cuando los rebaños de ganado, en busca de agua, se habían adentrado en los arrozales pisoteando los cultivos; de chinos contra mexicanos por un error en el reparto de tierras de labranza; de africanos contra canadienses, de eslavos contra hispanos por razones que nadie ajeno al conflicto era capaz de ver. Lamentable. Pero era peor incluso el odio que a veces emergía entre eslavo y eslavo, entre latino y latino.

Y Peggy habría podido ser un mundo tan agradable. Lo tenía todo, o casi, si se exceptúan cosas como la vitamina C; estaba la Montaña Heechee, con la catarata llamada Cascada de Perlas, ochocientos metros de lechoso torrente directamente venido de los glaciares del sur; estaban los fragantes bosques del Pequeño Continente con sus mudos y simpáticos monos color lavanda —bueno, no eran monos reales, sólo animales listos—; y el Mar de Cristal. Y las Cuevas del Viento. Y las granjas... ¡Ah, las granjas! Las granjas eran lo que llevaba a tantos millones y millones de africanos, chinos, hindúes, latinos, árabes pobres, iraníes, irlandeses, polacos, tantos millones de gente desesperada a marcharse, deseosos, tan lejos de la Tierra y de sus hogares.

«Árabes pobres» se había dicho, pero también los había ricos, como los cuatro para los que trabajaba. Cuando hablaban de «asuntos de la mayor importancia», los parámetros de tal medida eran millones de dólares, eso estaba claro. La expedición no era barata. Su propio chárter costaba seis cifras; ¡lástima que a él sólo le correspondiese un pellizco! Y eso era nada comparado con lo que debían haber costado las tiendas de auto hinchado y los detonadores por sonido, los perforadores de roca y los micrófonos en hilera; nada comparado con lo que debían de haber pagado por el alquiler de los satélites que les habían facilitado las fotografías en colores simulados con que habían confeccionado sus mapas de perfiles orográficos; por los instrumentos utilizados en el sondeo del terreno... ¿Y cuál iba a ser el próximo paso? Lo próximo que tenían que hacer era excavar. Introducir una barrena hasta el banco de sal que había descubierto trescientos metros bajo la superficie; eso en dólares iba a costar...

Sólo que, descubrió, no les iba a costar un céntimo, porque llevaban con ellos algunas de aquellas piezas de tecnología Heechee de contrabando de las que Wan había hecho referencia.

Lo primero que los humanos aprendieron de los tiempos ha desaparecidos Heechees fue que a éstos les encantaba excavar túneles, ya que los ejemplos de su trabajo se extendían por debajo de toda la superficie del planeta Venus. Y lo que habían utilizado para abrir los túneles era un milagro de la tecnología, un proyector de campos que pulverizaba la estructura cristalina de la roca convirtiéndola en una especie de polvo, que expulsaba ese polvillo e igualaba las superficies barrenadas con el denso, duro metal Heechee de brillo azulado. Semejantes proyectores existían aún, pero no en manos de particulares.

Y sin embargo, parecía que Luqman los había conseguido... lo que implicaba no sólo dinero sino también influencias... lo que implicaba la existencia de alguien capaz de mover importantes resortes; y gracias a las accidentales referencias dejadas caer en los breves intervalos de las comidas y los descansos, Walthers sospechó que ese alguien se llamaba Robinette Broadhead.

El yacimiento de sal fue analizado, los emplazamientos de las perforaciones elegidos, los principales objetivos de la expedición se habían cumplido. Solamente quedaba hacer unas cuantas comprobaciones para establecer otras posibilidades. Hasta el propio Luqman empezó a relajarse, y las charlas vespertinas volvían a girar en torno a la vuelta a casa. Casa que para los otros cuatro resultó no ser Libia ni París, sino Texas, donde poseían un promedio de 1,75 esposas cada uno y media docena de hijos en total. No muy equitativamente repartidos, por lo que pudo deducir Walthers, pero supuso que eran deliberadamente poco claros en lo referente a los detalles. Para animarles a que fueran más abiertos, Walthers se encontró habiéndoles de Dolly. Más de lo que hubiera deseado. Les habló de su extrema juventud. De su carrera como animadora. De sus marionetas. De lo lista que era, tanto que confeccionaba ella misma sus propios muñecos. Tenía un pato, un perrito, un chimpancé, un payaso. El mejor de todos era un Heechee. El Heechee de Dolly tenía la frente huidiza, la nariz ganchuda, una barbilla prominente y los ojos alargados hasta los oídos como las pinturas murales egipcias. De perfil, su rostro parecía casi una única línea que se escurriera hacia abajo... todo ello pura imaginación, ya que nadie había visto todavía a un Heechee.

El más joven de los libios, Fawzi, asintió juiciosamente.

—Sí, es bueno que la mujer gane dinero —declaró.

—No es sólo que gane dinero. La ayuda a mantenerse ocupada, ¿sabe? Aun así, me temo que se aburre de lo lindo en Port Hegramet. La verdad es que no tiene a nadie con quien hablar.

El que se llamaba Shameem también asintió.

—Programas —aconsejó sabiamente—. Cuando sólo tenía una mujer le compraba muchos programas buenos para que le hicieran compañía. En particular le gustaba uno que se llamaba «Amigos de Fátima», lo recuerdo.

La sospecha de Walthers en el sentido de que Robín Broadhead financiaba a los prospectores, estaba bien fundada. La opinión
de Walthers respecto de los motivos de Robin, no tanto. Robin era un hombre de firmes convicciones morales, aunque no siempre de procedimientos legales. Era asimismo, como puede verse, una persona que disfrutaba haciendo referencias a su persona, particularmente cuando hablaba de sí mismo en tercera persona.

—Ojalá pudiera, pero no hay mucho de eso por aquí todavía. Le resulta muy difícil. Así que no puedo culparla realmente si a veces, cuando yo tengo ganas a ella no le apetece... —Walthers se calló porque los libios se estaban riendo.

—Está escrito en el Segundo Sura —carcajeó el joven Fawzi—, que la mujer es nuestro campo y que nosotros podemos entrar en nuestro campo a sembrar cuando queramos. Así dice Al-Baqara, la Vaca.

Walthers, acallando el resentimiento, probó a hacer un chiste:

—Por desgracia mi mujer no es una vaca.

—Por desgracia su esposa no es una esposa —le soltó el árabe—. Allá en Houston tenemos un nombre para los tipos como usted: calzonazos domesticado. Es un estado vergonzoso para un hombre.

—Escuche —empezó Walthers, enrojeciendo; pero reprimió su ira.

En la tienda-cocina, Luqman levantó la cabeza de sus meticulosas raciones de brandy diarias y frunció el entrecejo al oír las voces. Walthers forzó una sonrisa conciliadora.

—No nos pondremos nunca de acuerdo, así que intentemos seguir siendo amigos. —Trató de cambiar de tema—. Me pregunto —dijo—, por qué han decidido buscar petróleo aquí en el ecuador.

Los labios de Fawzi se apretaron y escrutó el rostro de Walthers antes de contestarle.

—Teníamos muchas indicaciones de que era un buen lugar para hacerlo.

—Claro, ya sé que las tenían, todas esas fotos desde los satélites se han publicado, ya sabe. No son un secreto para nadie. Pero en el hemisferio norte hay muchos lugares que ofrecen más garantías, en las cercanías del Mar de Cristal.

—Ya basta —le interrumpió Fawzi alzando la voz—. ¡No se le paga para que haga preguntas!

—Yo sólo...

—¡Está metiendo las narices en lo que no le importa, sólo eso!

Las voces volvieron a levantarse de nuevo, y esta vez Luqman se acercó con sus raciones de ochenta mililitros de brandy.

—¿Y ahora qué pasa? —preguntó— ¿Qué ha dicho el americano?

—No importa. No le he contestado.

Luqman miró a Walthers un momento, con la ración del americano en la mano; entonces, de golpe, la llevó a sus labios y la vació. Walthers ahogó un gruñido de protesta; no era nada que valiera la pena. No quería a esa gente por compañeros de bebida. Fuera como fuera, las cuidadosas medidas de ochenta mililitros no parecían haber sido óbice para que Luqman se echara al coleto, en privado, un trago o dos, pues tenía la cara enrojecida y la voz espesa.

—Walthers —rugió—, le castigaría por su intromisión si fuera importante, pero no lo es. ¿Quiere saber por qué estamos buscando aquí a ciento setenta kilómetros de donde van a construir el acelerador? Entonces, ¡mire arriba!

Levantó teatralmente un brazo hacia el cielo que se oscurecía y entonces se alejó dando bandazos y riéndose. Por encima de su hombro aún gritó:

—¡Ya no importa!

Walthers le siguió con la mirada y después echó un vistazo al cielo nocturno.

Un punto azul brillante se deslizaba a través de las extrañas constelaciones. ¡El transporte! El bajel interestelar
S. Ya
. Broadhead había entrado en órbita. Podía seguir su curso, maniobrando para desacelerar y detenerse finalmente en el espacio, donde —inmenso, en forma de patata, de brillo azulado— quedaría como una pequeña luna de Peggy. Al cabo de diecinueve horas se detendría. Antes de eso, tendría que estar en su aparato para salir a su encuentro, para participar en los frenéticos vuelos superficie-espacio, en busca de las frágiles mercancías del transporte y de sus afortunados pasajeros, o apartando a un lado a las cápsulas en caída libre para conducir a los aterrorizados inmigrantes a su nuevo hogar.

Walthers agradeció en silencio a Luqman que se le hubiera bebido la ración de brandy; esa noche tampoco podría dormir. Mientras los cuatro árabes dormían él desmontaba las tiendas y arrastraba el equipo, lo empacaba todo en el avión y llamaba a su base en Port Hegramet para asegurarse de que le habían reservado algún vuelo. Sí, lo habían hecho. Si llegaba antes del mediodía del día siguiente, le proporcionarían un amarradero y la oportunidad de sacar provecho de los frenéticos vuelos de ida y vuelta que vaciarían el transporte y lo dejarían listo para que emprendiera el regreso. Con las primeras luces despertó a los árabes, que juraban y daban tumbos. A la media hora estaban todos a bordo de la nave de camino a casa.

Llegó al aeropuerto con mucha antelación, aunque algo en su interior no dejaba de susurrarle monótonamente, demasiado tarde, demasiado tarde...

¿Demasiado tarde para qué? Y entonces lo descubrió. Cuando intentó pagar el combustible, el monitor del banco mostró un cero rojo. No había un céntimo en la cuenta que compartía con Dolly.

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