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Authors: Jeam-Pierre Luminet

Tags: #Intriga, #Histórico, #Relato

El enigma de Copérnico (6 page)

Nicolás viajaba en el primer barco con su hermana Bárbara y la señora viuda Schillings, acompañada por su hija Ana. Andreas, a pesar de la insistencia de su hermano menor, había preferido embarcar en la segunda galeota, con la guardia episcopal, un sacerdote y varios mercaderes que habían pagado su pasaje.

Habían levantado ya los manteles, y los contertulios fantaseaban mirando el cielo cuajado de estrellas. La pequeña Ana estaba demasiado excitada para irse a dormir. Importunaba al que ignoraba que era su pariente y llamaba familiarmente Nico, con preguntas sobre los nombres de las estrellas. Él contestaba con paciencia, le hacía localizar las constelaciones y le contaba la historia de los personajes mitológicos que les habían dado su nombre. Mientras lo hacía, él mismo se preguntaba qué secretos se ocultaban detrás de aquella armonía. Una armonía, sí, una música, y no la cacofonía del
Almagesto
. De pronto, Ana gritó:

—Y ésa, Nico ¿cómo se llama ésa?

—Es una estrella fugaz, Anita, no tiene nombre. Si al verla expresas un deseo y piensas en él con mucha intensidad, se cumplirá…

—¡Ya lo he hecho! Cuando sea mayor, me casaré contigo.

—Ah, tenías que haber guardado tu deseo en secreto, porque ahora no se cumplirá.

—Entonces volveré a pensarlo, porque ahora veo otra estrella, y otra…

Era como una lluvia de hilos de plata que iban a caer a lo lejos, sobre el golfo.

La niña calló. Nicolás, aún con la vista levantada hacia el cielo, sintió una especie de plenitud que nunca había experimentado antes. Su espíritu emprendió el vuelo…, se vio a sí mismo, como Séneca, entrar en el Universo como se entra en una ciudad…, la ciudad común de los dioses y de los hombres, la que obedece a leyes constantes y eternas, allí donde los cuerpos celestes llevan a cabo sus infatigables revoluciones. Miríadas de estrellas brillaban por todas partes; en el centro estaba el Sol, astro único, que difundía sus rayos por todo el espacio. Recluida en su hogar fraternal, la Luna recibía una luz suave y blanda, a veces oculta, otras asomando hacia la Tierra su faz iluminada, creciendo y menguando por turno, en cada ocasión distinta a como era la víspera. Vio a los cinco planetas seguir una ruta disímil de la de los demás astros, y avanzar en sentido distinto al movimiento general del cielo. ¿Era posible que de sus menores variaciones dependieran el destino de los pueblos y todas las cosas, desde las mayores hasta las más insignificantes? Y el Sol, en el centro…

Su ensueño poético se quebró al contacto del pie de la señora Schillings contra su tobillo. Creyendo que había sido por inadvertencia, retiró la pierna. Pero no había sido inadvertencia. El pie volvió a avanzar, y acarició con suavidad el del joven. Luego una mano cálida fue a posarse sobre su palma abierta. Los dedos se enlazaron, al tiempo que las piernas se enredaban entre ellas.

Fue la hermana pequeña de Nicolás la que rompió el silencio, subrayado por el roce ahogado del agua contra el casco del barco.

—Es hora de acostarse. ¿Vienes, Anita? —dijo la joven novicia con una nota de severidad en la voz, como si hubiera visto algo.

Cuando el puente quedó desierto, con excepción del timonel que dormitaba sujetando la barra, Nicolás, muy incómodo, apartó la mano e hizo gesto de levantarse de su sillón.

—¿Me dejarás cumplir mi deseo? —le susurró al oído la señora Schillings.

Se unieron, acostados sobre las planchas de madera barnizada, a la luz de las farolas, bajo la inmensa bóveda de terciopelo negro, tachonada de diamantes.

Durante los dos meses que siguieron a su regreso a Thorn, sólo renovaron en una ocasión sus abrazos, sin encontrar el placer de aquella noche en el puente de la galeota. Era demasiado peligroso y corrían el riesgo de que en cualquier momento les sorprendiera un criado, un sacerdote o bien, peor aún, la pequeña Ana, que ahora se mostraba muy agresiva, hasta llegar a la maldad, tanto en relación con su madre como con Nicolás. Cuando la señora Schillings y él se cruzaban en los largos pasillos sombríos del castillo, pendientes a la vez de evitarse y de encontrarse, todo se limitaba a roces, miradas intensas y húmedas, caricias subrepticias que hacían todavía más doloroso el deseo.

El obispo regresó de Italia al comenzar el otoño. Nicolás no se atrevió a mirarlo de frente, por el temor absurdo de que su tío leyera en su rostro las señales de la traición, que oscuramente consideraba ahora como una especie de incesto. Su vergüenza se acentuó cuando el obispo, tan jovial como siempre, lo trató con un afecto mucho más caluroso que el que mostró con Andreas y Philip. Este último, vuelto de Braunsberg para la ocasión, exhibía orgulloso su casco emplumado de capitán de la guardia episcopal de aquella ciudad situada frente a Königsberg, el feudo de los caballeros teutónicos. Al hacer evidente ante todos sus preferencias por el más joven de sus sobrinos, el obispo lo designaba como su sucesor. Al día siguiente de su llegada, cuando la entera pequeña corte de Ermland hacía cola para besarle el anillo, no dejó entrar en la sala de la audiencia más que a sus tres coadjutores, al burgomaestre de la ciudad, a sus dos sobrinos y al capitán de Braunsberg, al que nadie se atrevía a calificar como su bastardo.

—Amigos míos —les dijo—, nuestro pequeño obispado corre el riesgo de vivir días intranquilos. Su majestad Juan I Alberto de Polonia y gran príncipe de Lituania sólo se rodea de
junkers
arrogantes y más preocupados de salir a combatir al Turco que de la prosperidad del reino. Ya varias ciudades comerciales francas han perdido sus privilegios a manos de esos belicistas sin cerebro. Además, Juan Alberto se ha enemistado con el nuevo Papa, Su Santidad Alejandro VI, al tratarlo de libertino y reclamar su destitución inmediata, con el riesgo de provocar un nuevo gran cisma religioso. Seguramente no lo sabéis aún pero Su Santidad, nacido Borja, es español, y las riquezas del reino de Granada, que Fernando de Aragón y su esposa Isabel de Castilla acaban de reconquistar a los árabes, han contribuido en gran medida a su elección, por más que su fortuna personal habría podido costearla por sí sola.

Granada…, Castilla…, Aragón…, Nicolás se sintió de pronto arrastrado por el gran viento de la historia.

—… Al mismo tiempo, tanto España como el emperador Maximiliano sospechan que Polonia apoya las ambiciones del rey de Francia sobre el reino de Nápoles. ¿Pensáis tal vez que todo eso queda muy lejos de Ermland? No tanto como podéis creer. Yo fui a Roma para intentar obtener la disolución de la orden de los caballeros teutónicos. Cuando no era más que el cardenal Rodrigo Borgia, Su Santidad se había mostrado muy favorable a esa medida, e incluso había defendido mi petición ante su predecesor. Pero, después de las desafortunadas palabras de su majestad Juan Alberto, todo polaco, aunque sea obispo y príncipe de Ermland, se ha convertido en
persona non grata
en el Vaticano. La audiencia que se me concedió fue breve, y muy tirante. Y, sin embargo, en otras épocas el cardenal Borgia siempre se había mostrado afable conmigo. En efecto, compartíamos los mismos gustos por el arte, la retórica…

«¡Y las mujeres bonitas, tío!», completó la frase Nicolás para sus adentros, al pensar en la bella señora viuda Schillings.

—En pocas palabras —continuó el obispo—, los teutónicos no tardarán en comprender que tienen vía libre. Nos veremos obligados a poner en pie de guerra todas las ciudades de Ermland. Será preciso abandonar Thorn y Danzig, que, como sabéis, son dominios reales, pero en las que el difunto Casimiro IV nos había dado permiso de residencia para que pudiéramos desarrollar en ellas nuestras actividades comerciales. Los privilegios concedidos a la Hansa podrían ser suprimidos en beneficio de los
junkers
. Por mi parte, fijaré mi residencia en el palacio episcopal de Heilsberg, cuyas defensas tengo intención de reforzar. Haced lo mismo en Frauenburg, en Elbing, en Allenstein, en Mehisack, en Marienburg, en Braunsberg…

Al oír esa enumeración, el burgrave, el coadjutor y el burgomaestre agacharon la cabeza. Y Nicolás se preguntó cuál sería su papel en lo que se anunciaba como una especie de zafarrancho general. ¿Se vería obligado a abandonar sus estudios en Cracovia?

—Sobre todo, señores, no vaciléis en recurrir a los fondos del obispado, si se presenta la necesidad —concluyó el obispo—. Pero con moderación, os lo ruego, y únicamente cuando hayáis agotado vuestras propias disponibilidades. Marchaos, no os retengo más. Intentad ser tan discretos como podáis al fortificar Ermland. Mejor no alarmar demasiado a los teutones.

Después de concluido su largo discurso, se levantó del sillón, semejante a un trono. Uno tras otro, en orden jerárquico, todos se acercaron a besarle el anillo antes de retirarse. Cuando llegó el turno de sus parientes, Lucas dijo en voz lo bastante fuerte para que todo el mundo lo oyera:

—Quedaos, hijos míos, aún tengo algo más que deciros. Cuando estuvo solo con Andreas, Nicolás y Philip, el obispo se relajó, dio una palmada en el hombro poderoso de su bastardo, y dijo entre risas:

—Mis dulces corderitos, el panorama no es tan negro como lo he pintado a esas buenas gentes. Entre nosotros, ha sido el propio Juan Alberto quien me ha sugerido que me encierre en mi obispado. Para desarrollar en él mi apostolado, según él. ¡Mi apostolado! Ah, me habría echado a reír, de no haber estado a punto de llorar de rabia ante semejante idiotez. En pocas palabras, he caído en desgracia. Pero me ha parecido inútil comentarlo delante de los demás. Oh, tranquilizaos, todavía me quedan muy buenos amigos en Cracovia. Sin embargo, es cierto que la amenaza teutónica puede resucitar si el rey lleva a cabo contra viento y marea su maldita cruzada moldava. Por lo tanto, ese repliegue en Ermland no es inútil. Philip, tú vas a volver de inmediato a Braunsberg. Me han dicho que serías un estupendo burgomaestre. Para ello, será necesario que el viejo incapaz de Wojtila, al que ya estás reemplazando en la práctica, se jubile definitivamente.

Philip enrojeció ante las alabanzas. ¡Dirigir una guarnición, a los veintitrés años! Su sueño infantil iba a cumplirse.

—En cuanto a vosotros, sobrinos, volveréis a vuestros estudios en Cracovia. Mis grandes maniobras en Ermland podrían muy bien alarmar al entorno del rey, y por esa razón es preciso que mi residencia en la capital esté habitada de forma ostensible. Vuestra presencia será de alguna manera mi garantía de fidelidad a mi soberano. Seréis sus rehenes. Pero cuidado, nada de tonterías ¿eh, Andreas? Quiero dos estudiantes modosos y aplicados. Por lo que a ti se refiere, Nicolás, no te extrañes si ese miserable barón Glimski no te pide nada más. Sería demasiado peligroso que os vieran juntos. Y en cuanto a tu correspondencia conmigo, si quieres continuarla, no hagas la menor alusión política. ¡Sé aburrido! Háblame, por ejemplo, de las estrellas y los planetas. Al parecer, no hay quien te supere en ese tema…

El corazón de Nicolás latió con más fuerza: ¿sabía algo su tío? Esa alusión…

Los primeros meses de regreso a Cracovia fueron tranquilos y, para decirlo todo, incluso aburridos. Andreas estaba desconocido, tan exagerado en su virtud fingida como antes en el frenesí de sus placeres.

Una noche su antigua amante, cuya existencia había ignorado Nicolás durante mucho tiempo, fue a llamar a la puerta de la residencia episcopal. Fue introducida, velada, en el pequeño despacho en el que el mayor de los Copérnico estaba sumido en alguna lectura piadosa. Mientras tanto, Nicolás volvía de una sobremesa animada después de cenar con algunos alegres compañeros. Oyó gritos en el piso superior. No tuvo tiempo de preguntar qué ocurría, porque apareció una mujer enteramente vestida de negro, bajó la escalera y se derrumbó entre sollozos en el primer peldaño. Cuando comprendió por fin de quién se trataba y que Andreas la había despedido de forma brutal, se sentó a su lado, le pasó el brazo sobre los hombros e intentó consolarla contándole una mentira: que su hermano había tenido una revelación divina y había decidido que, al terminar sus estudios, ingresaría en un monasterio de la regla de san Benito.

Una mentira sólo es creída cuando resulta verosímil… Por un instante Nicolás, bastante enardecido, se preguntó si podía abusar de la situación y de la angustia de la dama, pero se contuvo: pese a que el legado del Papa, del que ella había sido la amante, había sido llamado a Roma por Alejandro VI, aún podía provocar un escándalo. Y además, comer del plato de su hermano después de haberlo hecho del de su tío… ¡No! Se contentó con acompañar a la desdichada hasta la puerta, y volver luego a la taberna, donde los supervivientes del banquete de poco antes no se sorprendieron al verlo de regreso.

Cuando, a la reanudación de las clases, Nicolás entró en el colegio Maius, la primera persona que se precipitó hacia él fue Othon de Hohenzollern, alias Aquiles.

—Amigo mío, por fin estás de vuelta —gimió con su exigua voz aflautada, tomándolo de las manos y alzando hacia su rostro unos ojos azules grandes y tristes—. Podremos reanudar nuestras hermosas discusiones…

Nicolás, que ahora se sentía liberado de la misión que le había encargado el barón Glimski, había esperado el encuentro y se había preparado. Bajo su apariencia de rústico campesino de Ermland, un papel que le agradaba representar, subyacía el deseo de no hacer daño. Con sus manos rechazó aquel abrazo que le repugnaba un poco.

—Aquiles, querido —dijo en un tono gruñón y paternal que recordaba a siete leguas el del obispo Lucas—, no deben vernos demasiado juntos a los dos. Como bien sabes, la situación entre Prusia y Ermland no pasa por su mejor momento. Nuestra amistad podría comprometer una paz frágil. ¡Vamos! Te dejo. ¡Sé prudente, amigo mío, sobre todo sé prudente!

Encantado con su excusa y con el efecto que había producido en un Aquiles estupefacto, se alejó con sus andares de caballero fanfarrón, echando atrás los hombros, hacia algunos alegres camaradas que lo interpelaban:

—¡Vamos, Nico, no te entretengas más! ¡Ven a ver lo que he traído de Nuremberg!

Aquiles obedeció. En adelante, cuando se encontraban en las aulas, los pasillos o los peristilos del colegio, le hacía señales misteriosas, para hacerle comprender que los dos compartían un secreto. Sus inclinaciones de cabeza, guiños o signos con la mano daban a Nicolás unas ganas furiosas de largarle un par de bofetadas, sobre todo cuando uno de sus camaradas, al ver los gestos de la «loca», como lo llamaban, decía:

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