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Authors: Enrique Osuna

Tags: #Intriga / Suspense / Romántica

El eterno olvido (9 page)

Aquella noche Noelia había vuelto a tener la misma pesadilla. Se veía pequeña, con un pijama rosa repleto de peces de colores. Sentía frío en los pies aunque no iba descalza. Caminaba y caminaba por un largo sendero. No sabía por qué se encontraba allí; sólo quería escapar. El camino estaba flanqueado por árboles y escuchaba extraños ruidos a su alrededor, como si la persiguieran perros, pero ella no tenía miedo. Luego se veía más mayor y el camino se convertía en un largo túnel, todo negro, abandonado..., y ella buscaba a alguien. Sentía una soledad infinita y quería salir, porque al hacerlo sabría la verdad, entendería qué hacía allí. Luego era de nuevo pequeña y andaba por el camino, cada vez más ancho y más oscuro, desierto, y los perros ladraban; a continuación volvía a ser mayor y a transitar por el túnel, ahora iluminado con una espectacular combinación de luces de colores. Así una y otra vez: pequeña-camino-mayor-túnel. Y desesperaba por salir porque no entendía nada, hasta que dos grandes luces se acercaron y pararon frente a ella. Un hombre la tomaba en sus brazos y despertaba, y entonces comprendía qué estaba pasando: su abuelo había muerto y abandonaba la ciudad. Pero al instante volvía a ser mayor y continuaba caminando por el túnel hasta que a lo lejos veía la silueta de alguien... Y justo cuando creía ver su cara despertaba sobresaltada, angustiada, sin poder averiguar quién era la persona que buscaba.

El sobre descansaba encima del mueble de la entrada. Noelia no necesitó abrirlo para conocer su contenido. Su abuelo le había hablado tanto de lo que tenía que hacer si alguna vez a él le pasara algo... Hacía mucho tiempo que estaba todo previsto: dónde tendría que acudir, qué debería llevarse, cómo disponer del dinero... En cierto modo Noelia sabía que ese día tendría que llegar. Con las lágrimas escurriéndosele por las mejillas abrió el sobre. Contenía una nota escueta:

Querida Noelia:

Tú sabes que tenía que llegar este momento. ¡Tú siempre lo sabes todo, reinita! Me hubiera gustado esperar algún tiempo, pero me ha sido imposible. De todos modos, me voy tranquilo: pronto vas a cumplir quince años y ya hace bastante tiempo que eres tú la que cuidas de mí. Aun siendo tan joven ya eres toda una mujer y sabes lo que tienes que hacer cuando yo no esté. Sé que nunca me vas a perdonar, pero te juro que no lo hago por venganza. Espero que también entiendas que me vaya...; no tengo edad ya para soportar la cárcel.

Siempre estaré contigo, reinita... Un fuerte beso.

Tu abuelo

El maestro la aguardaba en el dojo, el mismo espacio donde tantas horas habían practicado juntos. Conocía la noticia y estaba seguro de que Noelia acudiría hasta allí. Se acercó despacio, envuelta en su peculiar atmósfera espiritual de sosiego. Se miraron a los ojos y no necesitaron mediar palabra alguna para comprender cada cual los sentimientos que los embargaban. Se saludaron con el típico
ritsurei
y Noelia dio media vuelta. El maestro sabía que nunca más volvería a verla.

Antes de partir escribió una carta para la señora viuda de don Manuel Fernández de Cózar. No se trasladaría a Granada; quería empezar una nueva vida lejos de su pasado.

Noelia lanzó una última mirada desde la colina. Ahí dejaba su pueblo para siempre. Ahí quería enterrar su infancia, sus terribles recuerdos...

Nadie volvió a saber nada más de la pequeña Noelia. El recuerdo de su historia fue desvaneciéndose con los años, afianzando su puesto en la amnesia popular, pero no pudo escapar de la atribulada mente de su protagonista, por más que ella se empeñara en lograrlo, porque, se quiera o no, el olvido no tiene aliados: actúa al capricho de su voluntad rebelde, escondiendo para siempre lo que no queremos y restregando continuamente por nuestra cara lo que ordenamos desterrar.

Lamentablemente, el olvido sólo se hace eterno cuando no lo deseamos.

Capítulo 8

Margarita se sentía algo inquieta. Era la primera ocasión, en los más de veinte años que llevaba a su servicio, en que el Sr. Bermúdez no hacía acto de presencia a las ocho en punto sin que ella tuviera conocimiento previo de esa circunstancia. El resto de la plantilla parecía también un tanto confusa. Algunos ya le habían preguntado por el jefe, más por la perspectiva de disfrutar de su ausencia que por una sincera preocupación. Esto era algo evidente, por más que añadieran un tono de intranquilidad a la pregunta.

A las ocho y cuarto se comenzaba a oír por los pasillos los inconfundibles graznidos del Jefe de Redacción, escupiendo a raudales sapos y culebras por la boca, ante el desasosiego de los trabajadores.

—Margarita, ¿pudiste contactar de una vez por todas con Romero? —bramó Bermúdez nada más pisar las oficinas.

—Aún no encendió el móvil.

—¡Maldito hijo de puta...! —farfulló Bermúdez mientras se encaminaba a los lavabos—. Continúa llamando. ¿Y mi café?

Margarita no pasó por alto el hecho de que su jefe se dirigiera directamente al baño, en lugar de acomodarse en el sillón de su despacho y empezar a vociferar órdenes a unos y otros. Ésa era al menos su conducta habitual. Solía llegar a las ocho en punto dando grandes zancadas, nada de «buenos días», cabeza gacha y paso decidido hacia su despacho, sin prestar atención a nadie que se encontrara por el camino —aunque todos conocían de su habilidad para, sin levantar la vista, saber con absoluta certeza quién estaba ya sentado en su puesto de trabajo y quién no—, cigarrillo en boca, cara de malas pulgas y balbuciendo todo tipo de improperios, insultos y maldiciones.

Margarita lo esperaba en su despacho, con un café bien cargado en la mano.

—¡Me cago en la jodida rueda del coche...! Que Martín me lo acerque a algún taller para que reparen el pinchazo —gruñó Bermúdez secándose aún las manos en el pantalón.

—¿Conoce usted a esa señora? —preguntó ella.

—¿A qué señora?

—A la madre del Sr. Romero.

—La madre de Romero será una santa, pero él es un hijo de la gran puta, así que... no me toques las pelotas, Margarita —masculló Bermúdez.

—Ya quisiera usted —susurró ella mientras abandonaba el despacho.

—¡Maldita vieja chocha...!

Al momento su secretaria volvió a entrar, agenda en mano, dispuesta a repasar el orden del día.

—¿Piensa usted seguir permitiendo fumar en la oficina? —inquirió Margarita, conocedora, como siempre, de cuál iba a ser la respuesta.

Bermúdez la fulminó con la mirada, agarró la colilla que prodigiosamente se sujetaba a sus labios, dio una fuerte calada para acabar con la poca hierba que quedaba y con sumo deleite expulsó suavemente el humo sobre el rostro de su secretaria.

—Hasta que la palme —sentenció Bermúdez.

—Van a presentar una denuncia en Sanidad —observó Margarita con desdén.

—Me suda el rábano —respondió Bermúdez con absoluta despreocupación.

Los representantes de los trabajadores llevaban meses reclamándoselo, respondiendo a las exigencias generalizadas de la plantilla, pero sabía que la denuncia no iba a llegar, y no sólo por el miedo a sus represalias: además pesaba el hecho de que el cabecilla de la representación laboral también fumaba, y de manera empedernida.

—¿Alguna cita importante para hoy?

—Sólo la habitual reunión de los viernes con los fotógrafos y los diseñadores.

—¿Nada más?

—Vendrá Elena Jiménez a media mañana. Está furiosa. Quiere saber por qué censuró, cito palabras textuales, una de las recetas de su habitual artículo culinario.

—Por motivos sexuales.

—No entiendo —murmuró Margarita confundida—. ¿Algún afrodisíaco al que le tenga manía...?

—No, porque me salió de los cojones; esos son los motivos sexuales.

La conversación quedó interrumpida por el timbre del teléfono de su despacho, un reiterativo ring al más puro estilo clásico, como sonaban treinta años atrás. El diseño del aparato, de madera añeja, inmenso auricular con cordón helicoidal y amplio círculo de marcación retráctil, hacía honor al sonido. Le pasaban una llamada: era Romero.

—¡Romero! ¿Dónde coño estás metido?

—Donde me mandó, jefe, en Valencia.

—¡Me cago en mi padre, Romero!; ¿no andarás liado con alguna putilla?

—No, jefe, precisamente estaba...

—Me la trae floja, Romero, quiero el reportaje hoy.

—Pero es que...

—Ni «es que» ni pollas en vinagre; ¡lo quiero ya! —berreó Bermúdez colgando con fiereza el teléfono.

—Veo que está usted hoy de muy buen humor —le comentó Margarita, que apenas se había inquietado por el brutal y súbito impacto del auricular, cuyo estruendo se había dejado oír en todas las mesas de la Redacción.

—Al salir cierra la puerta y que no me moleste nadie.

—A sus órdenes, Excelencia.

—¡Maldita vieja chocha...!

Eugenio Bermúdez llevaba toda una vida dedicada al periodismo. Había pasado por malos momentos, pero los últimos años disfrutaba de una importante posición de poder, merced al manifiesto incremento de lectores que se sucedía año tras año. El suplemento dominical que dirigía desde hacía nueve años había fortalecido la tirada del diario matriz. Los datos que aportaba la Oficina de Justificación de la Difusión eran incuestionables: en los últimos cinco años el número de lectores se había duplicado. Y eso era lo que realmente le interesaba al Grupo Editorial.

Su exacerbado carácter le había granjeado la animadversión de muchos profesionales, pero también la admiración y el respeto de todos los que trabajaban bajo sus órdenes. La plantilla no olvidaría nunca el día en que la empresa pretendió sacar adelante un Expediente de Regulación de Empleo que afectaba a cinco de sus trabajadores. Nada más conocer las pretensiones patronales hizo redactar a Margarita un escrito dirigido al Director General con el siguiente texto: «Muy Sr. mío: Me importa un pepino lo que piense hacer con el resto de trabajadores, pero como toque a uno solo de los míos el primero que se va a la puta mierda soy yo».

Los trabajadores soportaban sus ladridos porque estaban convencidos de que jamás les llegaría a morder gratuitamente: su jefe tenía un diáfano sentido de la justicia y ellos lo sabían. A la vez lo temían y lo querían.

Bermúdez consiguió armar un grupo eficiente y motivado. Su liderazgo inyectaba eficacia; su talante provocador contagiaba confianza. Tenía un especial olfato para elegir las personas y las circunstancias para delegar responsabilidades, pero no le temblaba el pulso a la hora de tomar sus propias decisiones cuando estaba convencido de que era lo mejor, aunque echara por tierra el trabajo delegado. Sin dejar de gruñir escuchaba a todos, y si veía una excelente idea la apoyaba a muerte. Si las propuestas eran simplemente buenas, entonces se hacía lo que le venía en gana. Insoportable, irritante, grosero..., pero sumamente protector de los suyos; así era Bermúdez.

Encendió su ordenador de sobremesa, tecleó la clave que sólo él conocía y abrió el panel de favoritos donde tenía guardada la página de
Kamduki
, para ver cuál era la segunda prueba. Pero la segunda prueba había finalizado el día anterior a las 11 de la noche.

—¡Malditos hijos de puta...; que se metan las pruebas por el puñetero culo! —farfulló contrariado—. A ver qué me manda hoy Lucía...

Apuró el café de un sorbo y se recolocó en su asiento, aflojándose el cinturón y desabrochándose el botón de su pantalón para hacer que su enorme panza pudiera disfrutar también de un período de relax. Relamiéndose como un niño que abre su regalo de Reyes, se apresuró a entrar en su cuenta de correo. Si había algo que le causara verdadera expectación era descubrir qué nuevo relato le había preparado Lucía. Lucía..., buena parte de su éxito se lo debía a ella. ¿Cuánto hacía que la vio entrar por primera vez por aquella puerta? ¿Cuatro años? ¿Cinco quizá? Como en un sueño se trasladó a aquella fría mañana de enero, cuando repasaba la correspondencia —era un trabajo que siempre le gustaba hacer a él—. Facturas, publicidad... y de pronto un sobre grande, de poco peso, dirigido al Sr. Jefe de Redacción y con una leyenda en el remite muy peculiar:

Sólo le pido una respuesta sincera. La política editorial, el espacio disponible, las necesidades, el renombre, los miles que esperan de usted una oportunidad...; eso no me interesa. Me conformo con saber si le gustó o no; me causa dolor la indiferencia.

Lucía Tinieblas

No tenía por costumbre leer los trabajos y las propuestas que le llegaban. Primero porque eran muchos, segundo porque la gran mayoría no poseían los méritos necesarios para empujarlo a invertir su preciado tiempo. De esos menesteres se ocupaban otras personas. Conocedores de los exigentes requisitos de Bermúdez, y temerosos de sus siempre potenciales reprimendas, filtraban tan escrupulosamente la documentación que sólo un uno por ciento acababa en las manos de su jefe. Pero ese bendito día tuvo una corazonada. Algo le decía que el material que contenía el sobre era de calidad. Esa persona sólo le pedía una opinión, rogaba una respuesta, necesitaba sentir que no la ignoraban: «...me causa dolor la indiferencia», y luego su firma: «Lucía Tinieblas», la luz y la oscuridad...

Pasó sin detenerse ante la dilatada lista de mensajes pendientes de ser leídos, buscando afanosamente el de Lucía. Y ahí estaba. El asunto del mensaje se correspondía siempre con el título del relato:
La fábrica de la nostalgia
. «Interesante», pensó. Pero el siguiente en publicarse sería seguramente el que recibió la semana pasada:
El laberinto del pánico
. Jamás tuvo que desechar uno solo de los más de doscientos relatos que hasta la fecha había recibido. Se disponía a abrir el documento cuando se detuvo. Su mente seguía deambulando por el pasado, sus dedos parecían querer volver a sentir aquel sobre. Abrió el ultimo de los tres compartimentos de su mueble cajonera, comenzó a retirar carpetas, fotografías, documentos... hasta que apareció lo que buscaba. Extrajo su contenido y, por segunda vez en su vida, comenzó a leer el relato:

NADA EN EL HORIZONTE

Amaneció de nuevo; le parecía mentira, pero amaneció de nuevo. Había sentido tanto frío, tantísima soledad, que había llegado a creer firmemente que aquélla sería su última noche. La luz de la mañana le hacía ver que había errado en su pronóstico.

Llegó a cruzar el semáforo que regula la esquina de
Los Pinos
como un autómata, sin mirar, sin oír el estrépito de cláxones, ni las maldiciones de unos locos pertrechados en el interior de un coche-discoteca, sin prestar atención a la botella de cerveza que casi le vuela la cabeza, con el cuerpo hundido y la atención fija en el suelo, para no ver nada, para no oír nada...

Había rehusado girar por
Dos Cabinas
, como cada noche, para hacer un alto en el bar de Doña Josefina; por primera vez en los últimos meses no sintió apetito. Estaba seguro de que ella lo quería, a su manera, distante, parca en palabras, sin gestos, pero lo quería.

Avanzaba ausente, con el único deseo de llegar a casa antes que los demás, para tumbarse en su lecho y cerrar, esperaba y ansiaba que para siempre, sus cansados ojos. Antes de entrar se detuvo un instante, alzó la cabeza y se despidió de las estrellas, presintiendo que esta vez sería de veras, que no habría un «de nuevo», que la vida iba a concluir en aquello que, asombrosamente, había aprendido a conocer como su casa. Sin embargo, amaneció de nuevo. El sol, lo único que la vida le regalaba cada día, le hizo recordar que se tenía que incorporar, salir, caminar, respirar...

Hacía cuatro meses que había perdido todo cuanto quería en la vida; cuatro meses eternos, primero de desesperación, luego de llanto, después de angustia, de abatimiento, de soledad... Pero hoy, cuando los rayos de sol se adentraron en su letargo, le pareció percibir un átomo de esperanza, y se incorporó de un brinco y saltó a la calle, sin saber cuántas noches se había despedido de las estrellas y sin pararse a pensar que, como hoy, otros tantos despertares había vislumbrado ese ápice de lo único que lo mantenía vivo: la esperanza.

Salió a la
Gran Calzada
por la
Calle de los Escudos
y dobló por
Dos Cabinas
, para pararse frente al bar de Doña Josefina. No recordaba muy bien por qué no entró anoche, pero ahora se arrepentía. Estaba hambriento y ella nunca acudía tan temprano, y el camarero no era de su agrado: siempre lo miraba con mala cara, como si contemplara una rata despreciable, como si quisiera darle muerte con la mirada, así que decidió volver más tarde.

No hacía ya tanto frío. Se encontraba en paz, descansado, débil pero con ánimos, y decidió escaparse al río y correr por el campo hasta no poder más, para luego tumbarse a oír los pájaros cantar, y soñar que Ana está allí, que lo llama, lo abraza y lo besa con dulzura, y que Pedrito se enoja y, preso de celos, viene a buscarlo, y que también se encuentra el abuelo y la familia al completo, y que saborea una deliciosa chuleta preparada en la barbacoa y... que tiene gente a la que querer y, sobre todo, gente que lo quiera.

Parece que es otro: sus apagados ojos dejan entrever un pequeño hilo de luminosidad. ¡Ilusión! Llega al río, corre hacia él. ¡Expectación! Se tumba en las hierbas, descansa, oye el trinar de los pájaros. ¡Regocijo! Cierra los ojos. ¡Esperanza! Los abre. ¡Emoción! Busca a Pedrito, llama a Ana. ¡Desesperación! No hay nadie; ¡por Dios, no hay nadie! Y hunde la cabeza en la tierra y desea con todo el alma que no hubiera amanecido. Cree recordar que ayer de nuevo corrió junto al río, y llora amargamente en silencio mientras emprende el camino de vuelta, con las pocas fuerzas que le quedan a ese famélico cuerpo, con su único e imposible equipaje: la esperanza de que todo haya sido una cruel pesadilla de la que, algún día pueda despertar.

El regreso se hizo eterno. Quería llegar para, ahora sí, morir en casa. Comenzaba a ponerse el sol y la temperatura bajaba considerablemente. Necesitaba ver a Doña Josefina. Aunque no había probado bocado en todo el día, ya no tenía apetito. Iría sólo para saludarla, para pedirle tácitamente perdón por su ausencia injustificada y para despedirse de ella para siempre. Esta noche sí que sería la última. Sentía alivio sólo de pensar en ello. No se despediría de nadie más; tampoco le quedaban muchos amigos. Miraría las estrellas por última vez y daría las gracias al cielo por entender sus plegarias y dejarlo morir en paz.

Alzó la vista y comprendió que aún quedaba un rato de luz. Acudiría al
Parque de las Flores
y se recostaría en un banco, por última vez, para intentar comprender lo inexplicable, para recordar el fatídico día en que todo se acabó, para buscar su culpabilidad y aun sin encontrarla, asumirla. Y morir con pena, pero en paz, esperando el perdón de Ana, de Pedrito y de Dios.

Se acercó al banco y se dejó caer en él. Fijó la mirada en la casita de la puerta amarilla, una vez más, como al principio, con infinita paciencia. Se sentía la criatura más infeliz del mundo... y nadie se hacía eco de sus pesares porque... nadie repara, con el corazón, en el dolor de los demás, porque no se tiene conciencia del sufrimiento hasta que llega, porque no existe la enfermedad hasta que se visita el hospital, porque no existe hambre hasta que te lo plantan por Navidad en las narices, porque no hay gente sin hogar hasta que mil veces nos emiten la singladura del último huracán. En la felicidad nos aislamos y parapetamos, creyéndonos sus propietarios, atreviéndonos a establecer nuestras interesadas leyes para que nunca nos abandone. Y cuando llega un contratiempo nos sentimos infelices. Un problema en el trabajo nos vuelve tensos, nos rompe la armonía familiar, nos crea malas vibraciones, porque no comprendemos el verdadero sentido y alcance de la felicidad, invulnerable ante las pequeñeces. Sólo a quien alcanza la devastadora desgracia se le es revelada la verdad, la aterradora verdad de que hay que conocer antes la profunda tristeza para saber qué es la felicidad. Y cuando se consigue entender esto, sin recibir el duro impacto de la fatalidad en las propias carnes, se nos presenta la desgracia ajena, la guerra, los asesinatos, las mujeres maltratadas, los niños de la calle, los que mueren en el Estrecho, los pobres de espíritu... y nos sentimos tristes en nuestra felicidad, y vemos como último recurso bajar un escalón y luchar en el infierno con nuestros hermanos.

Kiko se sentía el ser más infeliz del mundo, con la mirada fija en la casita de la puerta amarilla y la esperanza definitivamente perdida de que la vida le diera otra oportunidad. Intentaba recordar y maldecía su congénita escasa memoria. Habían transcurrido unos cuatro meses, pero le parecían años. Ni recordaba ni le importaba el día de la semana en que ocurrió, ni si era verano o invierno siquiera. Sólo se acordaba de que una mañana salió a pasear, dejando a la familia en casa en la más absoluta normalidad y ya nunca más volvió a verlos. No recordaba el último beso de Ana, ni si Pedrito desayunaba alborotado, como todos los días. Mantenía una imagen difuminada del abuelo leyendo la prensa y poco más.

La vida cambia de la noche a la mañana. En un segundo se puede derrumbar todo, sin que se entienda el motivo, sin que se acepte el destino. Kiko salió de casa una calurosa mañana de agosto, lleno de ilusión y de vida, y volvió una hora más tarde para descubrir que el sentido de su existencia se había agotado y que, para los restos, muerto en vida había quedado.

Las tres primeras semanas luchó contra la realidad, sin apenas comer, sin abandonar la casa, esperando una respuesta, esperando, esperando... Y como el tiempo se entromete en todas las vidas, un día recobró la lucidez y dio por inútil su espera, y decidió no volver jamás a aquel lugar y comenzar una nueva vida, penando su desgracia, enterrándose en su amargura, esperando, esperando... no ya a sus seres queridos sino a la desconexión de la máquina, a la tranquilidad infinita, al fin de su sufrimiento. Esperando, sólo esperando...

Se incorporó para encaminarse a su ansiado destino, cuando, de repente, al dirigir una última mirada, la puerta amarilla se abrió. No podía dar crédito a lo que sus ojos observaban. ¡Era Pedrito! Sus maltrechos músculos se estiraron, su dormido ritmo cardiaco estalló como un furioso volcán. Un segundo, petrificado; el siguiente, corriendo como jamás lo había hecho, jadeando, muriéndose por llegar, dando gracias a Dios, a las estrellas. ¡Milagro! Era Pedrito, y detrás papá, y el abuelo, y mamá y Ana, su dulce Ana, que lloraba enloquecida de alegría. Estaba tan emocionado que no oyó los comentarios de papá y mamá sobre su lamentable aspecto. Se fundió con Pedrito hasta que oyó a mamá llamarlo para el baño.

Se olía muy bien en casa, ésta sí, su casa. Estofado...; ¡comería estofado! Kiko se soltó de Pedrito y subió las escaleras hacia el baño, meneando por fin su rabo, rebosante de felicidad, sin sospechar que quizás, el próximo verano, su querida familia lo volvería a abandonar.

Recordaba cómo se sorprendió aquella mañana al sentir una lágrima resbalar por su mejilla. Una sola y diminuta lágrima. Lo justo para comprender que la historia le había calado bastante hondo. Hasta entonces sólo había llorado una vez en su vida, cuando falleció su madre. Pero el relato le recordó a su pobre Perla, su preciosa perrita que una tarde de verano, varios días antes de que tomaran el vuelo hacia Palma, «casualmente» fue atropellada por un coche. Tenía entonces diez años y no le dieron más explicaciones. No vio el accidente, no pudo ir a enterrarla...

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