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Authors: Col Buchanan

El Extraño (6 page)

Juno reprimió un grito ahogado.

—Mira allí —dijo Bahn, tratando de desviar la atención de su hijo de la macabra escena y señalando varias estructuras que jalonaban los campos de batalla en ciernes que se extendían entre las murallas. Parecían torres, aunque estaban abiertas por los cuatro costados y no eran demasiado altas—. Castilletes de pozos —explicó al muchacho—. El Cuerpo Especial lucha sin tregua bajo tierra para tratar de evitar que socaven las murallas.

Juno se volvió a su padre, sentado en la hierba.

—Lo imaginaba diferente. ¿Tú luchas allí todos los días?

—Todos no, algunos. Aunque ya casi no hay batallas. Sólo lo que ves.

Aquellas palabras parecieron impresionar al chico. Bahn tragó saliva y apartó los ojos de lo que interpretó como una mirada llena de orgullo de su hijo. Juno ya sabía que su abuelo había dado la vida defendiendo la ciudad. Precisamente llevaba su espada corta prendida a la cintura, y sin duda cuando volvieran a casa, insistiría a su padre para que retomaran las clases de esgrima. El chico solía repetir que cuando fuera mayor, seguiría sus pasos, pero Bahn no estaba dispuesto alentar esas ambiciones; prefería que se escapara de casa y se convirtiera en un monje trotamundos o que se enrolara en un buque mercante agujereado a que permaneciera allí luchando hasta el inevitable desenlace final.

Juno pareció adivinar el estado de ánimo de su padre.

—¿Cuánto tiempo podremos contenerlos? —preguntó en un hilo de voz.

Bahn pestañeó sorprendido. Ésa era la pregunta de un soldado, no de un niño.

—¿Papá?

Bahn hubiera preferido responderle con una mentira, pese a que sabía que era un insulto contra la creciente madurez del muchacho. Sin embargo, tenía a Marlee sentada justo a su espalda. Su esposa había sido educada para enfrentarse siempre a la realidad por muy desagradable que fuera, y Bahn había notado cómo aguzaba el oído durante el silencio que precedió a su respuesta.

—No lo sabemos —admitió Bahn, cerrando los ojos un instante para recibir la caricia de otra racha de viento. Saboreó el salitre en los labios como si fueran restos de sangre reseca.

Cuando volvió a abrir los ojos, Juno tenía la mirada clavada en la fortificación acosada por el fuego manniano. Parecía estar examinando los innumerables estandartes que campeaban abajo: a un lado, y a lo largo de las murallas, ondeaban el escudo de los khosianos y la espiral merciana sobre el fondo verde mar; al otro lado, la mano roja imperial de Mann con la punta del dedo meñique seccionada estampada en centenares de banderas blancas prendidas de astiles repartidos por toda la superficie del istmo. Juno tenía la tez tirante y fina debido a la intensidad con la que observaba.

—La esperanza nunca se pierde —dijo Marlee en un tono tranquilizador, dirigiéndose a su atribulado hijo.

Juno se volvió de nuevo a su padre.

—Así es —convino Bahn—, Siempre queda la esperanza.

Pero fue incapaz de mirarlo a los ojos mientras pronunciaba aquellas palabras.

Capítulo 2

Boon

Le patearon de nuevo, esta vez con más insistencia.

—Le pasa algo a tu perro —dijo la voz al otro lado de la tenue manta. Era femenina, y áspera—. Creo que está muerto.

Nico hizo un esfuerzo descomunal para abrir una pizca los ojos y la luz trémula de la mañana se enredó entre sus pestañas. «Demasiada luz», pensó, y volvió a acurrucarse entregado al calor de su cuerpo. Era demasiado temprano.

—Déjame en paz —farfulló.

Tiraron de la manta y Nico quedó expuesto a la luz del sol. Se tapó los ojos con la mano y, entrecerrando los párpados, miró a través de las rendijas que mediaban entre sus dedos. Había una muchacha con los brazos en jarras plantada delante de él. Nico recordó que se llamaba Lena.

—Le pasa algo a tu perro —repitió la joven— Creo que está muerto.

Pasaron unos segundos hasta que aquellas palabras cobraron sentido. Últimamente se había vuelto un dormilón. Las mañanas eran un asunto deprimente y no deseado que odiaba afrontar.

—¿Cómo? —inquirió, incorporándose y mirando a la joven con cara de pocos amigos; también con cara de pocos amigos arrojó una mirada al sol, que llevaba ya un buen rato suspendido en el cielo. Cuando se acostó la noche anterior,
Boon
se tumbó junto a él. Sin duda, el viejo perro seguía durmiendo, aunque las moscas correteaban por su hocico y por su pellejo rubio—, ¿Cómo? —repitió.

Espantó las moscas con la mano y acarició el lomo de
Boon
. El perro ni se inmutó.

—Ya estaba así cuando me levanté —la voz de Lena llegó lejana—. Te advierto que nosotros seremos los siguientes como no consigamos comida de verdad.


¿Boon?

A la luz radiante del día se veía al perro terriblemente delgado, con las costillas marcadas en los costados y una protuberante cadena montañosa de hueso como espinazo. Nico esperaba que sacudiera una oreja o que quizá soltara un suspiro repentino provocado por algún tipo de sueño animal. Pero no sucedió nada.

Se tumbó de nuevo en la hierba, se cubrió la cabeza con la manta y posó un brazo sobre el cuerpo de su viejo amigo.

La sequía estival había endurecido la tierra, así que Nico se valió del cuchillo para desmenuzarla un poco antes de seguir cavando la tumba con las manos. Había elegido un lugar bajo un jupe en una pendiente al sur del parque, no muy lejos de donde habían pasado la noche. Su tarea atraía las miradas de rostros demacrados. Durante los últimos meses había tenido que enfrentarse en más de una ocasión con personas que pretendían matar al perro, gente tan desesperada como para desear con ansia la carne del animal. Nico los había espantado mediante gritos y arrojándoles palos, asistido por los gruñidos que profería
Boon
a su lado. Ahora les devolvía una mirada desafiante, con la cara embarrada surcada de lágrimas. «Mataré a quien lo toque», juró con abatimiento para sus adentros.

Boon
no pesaba más que un saco de palos. Nico lo levantó y lo colocó en el fondo poco profundo de la tumba. Permaneció unos instantes arrodillado junto a él, acariciándole el pelaje rubio. Las moscas volvían a revolotear sobre el perro.

Boon
apenas era un cachorro cuando el padre de Nico apareció en casa con él. El propio Nico sólo tenía entonces algunos meses de vida. «Será tu compañero y cuidará de ti», le dijo su padre pocos años después. Para entonces
Boon
ya se había convertido en un sabueso descomunal y él y el pequeño Nico se habían hecho inseparables. Era de una raza criada para la persecución de venados y osos, para la caza en llanuras abiertas y colinas arboladas, y aquel último año malviviendo en la ciudad, tan faltos de comida, no le había hecho ningún bien.

Se le hacía duro echar de nuevo la tierra al hoyo y cubrir con ella al perro.

—Adiós,
Boon
—farfulló, aplanando la tierra con las manos. Su voz brotó como un suspiro seco, aislado como el cielo.

Se puso en pie y se colocó el sombrero de paja en la cabeza. Le hubiera gustado tener algo más que decir, normalmente las palabras se agolpaban en su boca con facilidad.

Su sombra atravesaba la tumba: una figura firme, con las piernas separadas, los puños apretados y la cabeza abultada por el sombrero. Su presencia teñía de negro la tierra seca y removida.

—Siento haberte traído conmigo a la ciudad. Pero me alegro de que vinieras,
Boon
. De lo contrario no habría sobrevivido tanto tiempo. Fuiste un buen amigo.

Se alejó arrastrando los pies, cargado con la mochila y con el ánimo decaído en dirección al gran estanque. Encontró un hueco entre el grupo de residentes del parque congregado en la orilla. Sumergió las manos en el agua para quitarse la tierra, aunque no consiguió arrancarse el barro incrustado bajo las uñas. Se había rasguñado las yemas de los dedos cavando el hoyo y se quedó contemplando las nubes de sangre que se diluían en el agua oscura del estanque.

Agitó el agua para dispersar la suciedad acumulada en la superficie, sacó el cepillo de dientes de la mochila y se frotó los dientes. Notó el sabor repugnante del agua en la boca —siempre le recordaba al maíz reseco— y puso cuidado en no tragarla. La luz lo cegaba. El reflejo del sol refulgía justo en el centro del estanque y lo contempló durante unos instantes, el tiempo suficiente para que le escocieran los ojos.

Los pensamientos, vagos e imprecisos, fueron retornando poco a poco a su cabeza y empezaron a discurrir con parsimonia. «Simplemente camina —le decían—. Levántate y camina.»

Nico se puso en pie y se echó al hombro la mochila con sus únicas pertenencias. Notó una aceleración del flujo sanguíneo y se tambaleó ligeramente; se sintió débil y con náuseas. En torno a él, el parque estaba abarrotado de refugiados. Hacía tiempo que las pisadas habían arrasado el césped amarillento de las zonas verdes y las habían convertido en terrenos áridos, y que de los árboles no quedaban más que los tocones lastimeros que asomaban aisladamente en el suelo. Dio un paso adelante y dejó que su cuerpo se acomodara al ritmo que imprimían sus pies. Sin prisa y tan siquiera sin rumbo, avanzó entre las cabañas de madera pareadas y las tiendas de campaña remendadas con telas viejas. Pasó junto a corrillos de niños mugrientos y escuálidos como espigas y hombres y mujeres con la mirada vacía, sin fuerzas más que para preocuparse por el presente. Algunos tenían aspecto de khosianos, pero eran muchos más los procedentes del continente meridional, tanto de Pathia como de Nathal, o del norte, de la isla de Lagos y de las Islas Verdes, de donde habían llegado los últimos refugiados. Resultaba extraño el silencio casi absoluto que envolvía aquella cantidad ingente de personas. Los perros ladraban, claro, y los bebés berreaban exigiendo la leche de sus madres. Pero, en conjunto, todos ahorraban energías para algo más importante que hablar.

A Nico le rugieron las tripas al percibir el olor a comida. Llevaba dos semanas sin comer otra cosa que el caldo de los menesterosos, que consistía en chee caliente con trozos de keesh flotando en la superficie. Nadie podía esperar sobrevivir con una dieta así y su cinturón, que ya se había apretado hacía sólo unos días, ya no le sujetaba los bombachos. Según caminaba notaba el roce de sus huesos prominentes en la burda tela de la ropa. Lena tenía razón: si no comía como era debido pronto, un día se acostaría y ya no despertaría, igual que Boon.

«Simplemente camina», le decía tranquilizadoramente una voz en su cabeza.

Nico se abrió paso por la entrada principal del parque Golondrina de Sol y se internó en el distrito de la ciudad que lindaba con el parque. La gente recorría sus calles sin prisa, charlando o enfrascada en sus pensamientos. Las calesas de dos ruedas, tiradas cada una por un hombre, traqueteaban estruendosamente sobre los adoquines, trasladando pasajeros solitarios de lo más variopinto. Nico reparó en los estallidos de los cañones procedentes del sur, a algo más de un laq de distancia.

Enfiló hacia el centro de la ciudad, en la dirección de los cañonazos, con las suelas sueltas de sus zapatos repiqueteando en los adoquines y la vista al frente. Pasadas unas manzanas dobló una esquina y apareció en la avenida de las Mentiras. El bullicio era abrumador, era como salir de las profundidades de una caverna y toparse con un torrente de aguas rápidas. Las conversaciones a gritos eran más frecuentes que las sostenidas en un tono normal. Hordas de artistas callejeros tocaban la pandereta o la flauta por unas monedas, y las campanillas de viento colgadas a lo largo de las calles sonaban mecidas por la brisa. Era como si los habitantes de Bar-Khos se hubieran empeñado en hacer todo el ruido posible para desterrar de su vida cotidiana cualquier alusión al asedio que padecían.

Dos hileras de árboles flanqueaban buena parte de la avenida. En uno de ellos, sobre una rama pelada y retorcida que se combaba hacia el suelo, se había posado una pica blanquinegra que observaba el trasiego de gente a sus pies. Por pura costumbre, Nico sacudió la cabeza en dirección al ave.

Este sencillo gesto le recordó la mañana de un día lejano: el día que había abandonado su hogar para siempre.

También entonces había visto una pica, que se había reído de él desde el tejado de casa cuando Nico había salido a la luz tenue del amanecer, con la mochila a la espalda y la cabeza llena de ilusiones candorosas. Aborrecía aquel pájaro del mismo modo que aborrecía cualquier tipo de superstición irracional, aunque lo había saludado con un gesto con la cabeza —como siempre hacía su madre— antes de enfilar por el sendero que lo conduciría hasta la carretera de la costa, desde donde había cuatro horas de marcha hasta la ciudad. No había querido tentar al destino variando sus costumbres.

Esa misma mañana se había dado cuenta de que marcharse de casa no era ni por asomo el momento jubiloso que siempre había soñado. Con cada paso que daba crecía en su interior un sentimiento de culpa que le oprimía el pecho. Sabía que su madre quedaría destrozada cuando descubriera que se había ido de aquel modo. Y
Boon
...
Boon
lo lloraría a su manera canina.

Antes de emprender el viaje había acariciado delicadamente al perro mientras dormía, ajeno a lo que ocurría, en su manta vieja y harapienta, extendida detrás de la cama de Nico.
Boon
era demasiado viejo, ya entonces, para madrugar. Había gimoteado en sueños, como un cachorro, y se había tirado un pedo silencioso. «No puedo llevarte conmigo —le susurró—. No te gustaría la ciudad.»

Luego había partido apresuradamente, sin dejarse tiempo para cambiar de opinión.

Los remordimientos no lo detuvieron y siguió avanzando por el sendero. Sin embargo, se le impuso con una fuerza la idea de que frente a él se desplegaba algo más que un camino serpenteante y un bosquecillo de cañas y hierbas rojizas peinadas por el viento. Delante de él se extendía el vasto reino de lo desconocido, un futuro ilimitado y de proporciones sobrecogedoras. Ese pensamiento habría sido suficiente para frenarlo en seco y hacerle dar media vuelta... en el caso de que hubiera tenido un plan alternativo. Pero no era así, mejor huir que permanecer en la atmósfera opresiva de la granja con Los, el amante de turno de su madre —y un sinvergüenza, en opinión de Nico—; un hombre al que despreciaba profundamente.

Aquel día, Nico cumplía dieciséis años. Al torcer un recodo en el camino perdió de vista la granja y el hogar que habían sido el escenario de su infancia. Nunca antes había experimentado tanto miedo y tanta soledad. Ni se había sentido tan abatido.

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