Read El guardián de los niños Online

Authors: Johan Theorin

Tags: #Intriga

El guardián de los niños (10 page)

Maria podía darle a quien quisiera su propio animal protector, pero no podía saber de antemano cómo sería. Así que, cuando Maria abrió los ojos, vio que algo parecido a una gran rana abrazaba a Amelia. Una rana amarilla de largas patas peludas.

—¡Amiga! —exclamó la rana—. ¡Cuánto tiempo!

El animal protector abrazó a Amelia y la apartó con rapidez de la puerta del faro.

Maria respiró aliviada. Se dirigió a la puerta y la abrió, al mismo tiempo que se oían los pesados pasos en el interior de la torre.

—¡Entra! —gritó Maria, e hizo pasar a Amelia dentro de la casa. El animal protector se quedó fuera.

Jan pasa la página, dispuesto a seguir leyendo. Observa que el primer párrafo continúa así:

Entonces se oyó un fuerte alarido, y Zylizylon el Grande salió por fin del faro…

Antes de leerlo en voz alta, ve el dibujo a lápiz de la página izquierda y cierra la boca.

Esta imagen es más nítida que las demás, está hecha con largos y gruesos trazos. Muestra cómo Zylizylon el Grande sale a la luz del sol.

Zylizylon es un monstruo gordo y peludo, y tiene una correa alrededor del grueso cuello. Está hecho de manos humanas. El monstruo tiene los brazos alzados y la boca abierta y se abalanza sobre el animal protector, que se arrastra asustado por el suelo.

Los niños esperan a que siga leyendo.

Jan abre la boca.

—Luego… —intenta pensar—, luego Maria, la creadora de animales, y su nueva amiga Amelia bajaron al ferry, y todos los niños abandonaron la isla. Y por fin la creadora de animales volvió a vivir en paz.

Guarda silencio y cierra el libro.

—¡El cuento se ha acabado!

Pero Josefine se pone de pie.

—¡No acaba así! —exclama—. Acaba con que el monstruo se come…

—Hoy ha acabado así —la interrumpe Jan—. Y es la hora de la fruta.

Los niños empiezan a levantarse, pero Josefine parece decepcionada. Jan sostiene
La creadora de animales
con fuerza bajo su brazo izquierdo, y reparte plátanos con la mano derecha. Cuando todos están sentados comiendo, sale apresuradamente hacia el guardarropa y mete el libro en su mochila.

Quiere leer el final por su cuenta. Es un préstamo, no un robo.

Por la tarde, al regresar a casa, hojea
La creadora de animales
y lee de nuevo las palabras «Zylizylon» y «taminal». A continuación enciende el ordenador y las busca en internet. Sí, encuentra las dos y, efectivamente, se trata de medicamentos. Drogas contra la ansiedad.

Luego piensa en el nombre Maria Blanker. ¿Dónde lo ha oído? Saca el único álbum de Rami,
Rami y August
, y lee el texto de la funda. Sí, tenía razón con el nombre. Tras la información sobre los músicos que han colaborado en el disco y el nombre del productor, hay una línea más:

«GRACIAS A MI ABUELA, KARIN BLANKER».

De pronto, se siente obligado a leer
La creadora de animales
una y otra vez, hasta que se aprende la historia de memoria. Lo coloca sobre la mesa de la cocina frente a él y se queda mirando fijamente la portada. Luego mira de reojo sus lápices.

Quizá no solo deba leerlo. Alarga la mano y coge un Faber Castell. Un lápiz suave. Y comienza a rellenar los delgados trazos del libro y a oscurecer las sombras. Se siente tan bien que continúa con tinta china. Poco a poco, los dibujos se vuelven más nítidos y detallados. Lo único que Jan no toca son los rostros, que siguen siendo vagos y borrosos.

Trabaja durante toda la noche. Cuando la tinta china se ha secado no puede parar, coge sus acuarelas y comienza a colorear con cuidado. El cielo sobre la isla, azul claro; el mar, azul oscuro; el traje de Maria, blanco, y su rana, amarillo claro. El señor Zylizylon sigue siendo gris oscuro.

A medianoche Jan ha acabado los doce dibujos. Desentumece los dedos y estira la espalda. Buen trabajo.
La creadora de animales
empieza a parecer un libro ilustrado de verdad.

Poco a poco se ha ido convenciendo de que ha sido Rami quien ha soñado el cuento de Maria y Zylizylon el Grande, sentada tras los muros de hormigón de su cuarto. Quizá ella no quería, pero ahora él la ha ayudado a finalizarlo.

Lince

El refugio estaba acondicionado, pero había que preparar más cosas.

A mediados de octubre Jan llevaba ya en la guardería casi cuatro meses, y conocía a todo el personal de Lince y Oso Pardo. Todas eran mujeres, y una de ellas se llamaba Sigrid Jansson. Sabía que Sigrid era una cuidadora divertida y espontánea a la que, por desgracia, a veces le costaba controlar a los niños. Sigrid era alegre y simpática, pero solía tener la cabeza en otra parte. Cuando Jan charlaba con ella en el jardín siempre se mostraba muy habladora, pero apenas vigilaba a los niños.

Durante la reunión de planificación semanal, tras repasar la lista de comidas y el horario de limpieza de la guardería, Jan levantó la mano y propuso una pequeña excursión al bosque para los niños de Lince y Oso Pardo. También sugirió una fecha: el miércoles de la semana siguiente, cuando sabía que coincidiría con Sigrid. La observó con una mirada esperanzada por encima de la mesa.

—Sigrid, ¿nos encargamos tú y yo de la excursión? ¿Preparamos algo de comida y salimos con los niños un par de horas?

Ella esbozó una sonrisa.

—¡Sí, claro, qué divertido!

Él contaba con que ella aceptaría. Y Nina, la directora, aprobó la propuesta.

—Hay que tener cuidado de que vayan bien abrigados —dijo, y apuntó la excursión en la programación de la semana siguiente.

Jan también sonrió. El búnker estaba limpio y arreglado: casi todo estaba preparado, solo faltaban las provisiones.

Pero al día siguiente vio a la madre de William llegar a Oso Pardo para recoger a su hijo, y entonces algo se estremeció en su interior. La madre no le miró, parecía estresada y cansada. ¿Tendría problemas en el trabajo?

El cansancio la volvía más humana, y por primera vez Jan sintió que aquello no era solo un juego imaginario. Por primera vez Jan dudó.

Iba a arriesgar su trabajo en Lince; aunque, por otro lado, no se trataba de un buen empleo. No era más que una suplencia, y apenas le quedaban dos meses.

Lo que más le dolía era pensar que podría lastimar a un niño. Durante los días previos a la excursión pensó mucho en ello. Fue entonces cuando terminó los últimos preparativos en el bosque: abrió de par en par la puerta del búnker y la verja junto al barranco, y colocó unas flechas de tela roja que marcaban el camino.

El búnker tenía que parecer la habitación de un hotel: limpia y acogedora, repleta de comida, bebida y juguetes. Y muchas golosinas.

13

—¡Jan! ¡Jan! —gritan los niños, contentos—. ¡Ven, Jan!

A Jan le encantan los niños de Calvero, y ellos lo han aceptado por completo. Todo resulta perfecto.

Su primer turno de tarde comienza a la una y finaliza a las diez de la noche. Es casi como un ensayo del próximo turno de noche, cuando se quedará completamente solo en la escuela infantil con los tres niños que viven ahí: Leo, Matilda y Mira.

A su llegada, Andreas y los niños se encuentran fuera en el jardín. Ese día hace solo seis grados, y Andreas lleva una gruesa bufanda de lana liada al cuello.

—¡Hola, Jan!

Está de pie con las manos enfundadas en los bolsillos de los vaqueros, firme como una roca ante el viento otoñal.

—¿Qué tal va todo?

—Como una balsa —responde Andreas—. Hemos pasado casi todo el tiempo aquí fuera.

Dejan jugar a los niños un cuarto de hora más, luego entran al calor de la escuela y sacan las raciones de comida preparada en la cocina del hospital Santa Patricia.

Andreas se queda media hora más en la escuela infantil, pero Jan no le pregunta la razón. ¿Son órdenes de Marie-Louise para vigilar a Jan?

Por fin Andreas se va, mientras el sol se pone en el horizonte. Jan se queda como único responsable de Calvero.

Todo irá bien, cuidará bien de los niños.

Empieza reuniéndolos en el cuarto de juegos.

—¿Qué queréis hacer?

—¡Jugar! —replica Mira.

—¿Jugar a qué?

—¡Al zoo! —exclama Matilda, y señala—. Como allí.

Al principio Jan no comprende, hasta que se da cuenta de que señala la ventana. A la verja que se alza allí fuera.

—Eso no es un zoo —responde.

—¡Sí! —contesta Matilda, decidida.

No parece relacionar sus visitas al hospital con la verja, y Jan no le cuenta la verdad.

Las obligaciones más importantes del turno de tarde son servir la cena, ocuparse de que los niños se laven los dientes y acostarlos. Así que Jan prepara unos sándwiches de queso para Matilda, Leo y Mira, saca sus pijamas y les pide que se cambien. Ahora, fuera es noche cerrada, son las siete y media. A estas alturas los niños están bastante cansados, y cada uno se mete en su cama en el cuarto de los cojines sin protestar. A continuación les lee un último cuento sobre un hipopótamo que intercambia su sitio con un padre y se ve obligado a cuidar de una niña pequeña, luego se pone de pie.

—Buenas noches… Hasta mañana.

Tras apagar la luz se oyen risitas ahogadas procedentes del cuarto de los cojines. Se queda un rato parado pensando si debería decirles algo, pero al poco rato se hace el silencio.

Otra de las obligaciones de la tarde es ventilar la escuela. Así que a las ocho cierra con cuidado la puerta del dormitorio de los niños y abre el resto de las ventanas de par en par. Deja entrar el frío aire nocturno.

Jan oye música en la oscuridad exterior, pero no se trata de la ensordecedora música de discoteca de alguna fiesta, sino de la melodía tranquila y un poco nostálgica de un viejo éxito sueco. Llega a través de la ventana trasera de la escuela infantil, y cuando mira por ella ve un punto incandescente entre las sombras de Santa Patricia. El punto se mueve arriba y abajo: se trata de alguien que oye la radio y fuma en el jardín del hospital.

«Los pacientes no están locos de atar», dijo el doctor Högsmed. «Por lo general se muestran tranquilos y se puede hablar con ellos.»

¿Será el fumador un paciente o un enfermero? En la oscuridad no consigue verlo.

Jan cierra la ventana. ¿Qué puede hacer ahora? Entra en el cuarto de jugar y examina los cajones de libros. Josefine sacó
La creadora de animales
de entre los cuentos del cajón izquierdo, así que Jan se pone de rodillas junto a este.

La creadora de animales
le ha dado trabajo. Hoy ha dibujado tres páginas más del libro. Cuando esté listo lo devolverá al cajón. Se pregunta si habrá otros libros hechos a mano.

Rebusca despacio en los cajones, encuentra libros de Pippi Calzaslargas y los cuentos de los hermanos Grimm.

Y, en efecto, en la parte de atrás de un cajón ve más libros delgados que parecen hechos a mano y carecen del nombre del escritor. Jan saca tres y lee los títulos:
Las cien manos de la princesa, La enfermedad de la bruja
y
Viveca y la casa de piedra
.

Los hojea con calma, uno a uno, y comprueba que estos también están escritos a mano e ilustrados con bocetos a lápiz. Los tres se parecen a
La creadora de animales
, tristes cuentos de personas solitarias.
Las cien manos de la princesa
trata de la princesa Blanka, cuyo castillo se ha hundido en un cenagal. Blanka se ha refugiado en una de las torres y ahora solo puede gobernar las manos de la gente: consigue que hagan cosas para ella.

La protagonista de
La enfermedad de la bruja
es una bruja enferma que vive en su casa, retirada en lo más profundo del bosque, y que ha perdido sus facultades para hacer magia.

Viveca y la casa de piedra
trata de una anciana que se despierta sola en una gran casa llena de polvo, y no recuerda cómo ha llegado hasta allí.

Jan cierra los libros y los guarda en su mochila.

Una hora después aparece Marie-Louise por la puerta de la calle.

—¡Hola, Jan! —Lleva un gorro de lana y una bufanda. Sus mejillas tienen un saludable color sonrosado—. ¡Esta noche he tenido que sacar mi gorro de invierno! Cuando el sol se pone, la temperatura baja de verdad.

Marie-Louise ha traído un saco de dormir, y al entrar en el cuarto de empleados saca su labor de punto y un libro titulado
Desarrolla tu creatividad
. Asiente satisfecha a Jan.

—Bueno, ahora me encargo yo de esto. Puedes irte a casa a dormir.

Ve que ella saca de la mochila un antifaz negro de seda para dormir y pregunta:

—¿Vas a dormir aquí?

—Sí —responde al instante Marie-Louise—. Se puede dormir durante el turno de noche, no pasa nada… pero no puedes ponerte tapones en los oídos. Tienes que estar alerta para levantarte si ocurre algo.

Jan guarda silencio y piensa en qué podría pasar, pero ella prosigue:

—Los niños se despiertan a veces y, si han soñado algo desagradable, necesitan un poco de consuelo. Es lo más grave que suele pasar, y ni siquiera eso ocurre con frecuencia.

—¿Cuánto acostumbran a dormir?

—Algunos de ellos pueden ser unos dormilones… pero cuando me toca el turno de noche suelo despertarme a las seis y media, y los levanto media hora después. Luego desayunan, y se acabó el turno.

Jan deja a Marie-Louise y a los niños dormidos. Sale fuera y echa un vistazo a la derecha. Santa Patricia se alza a lo lejos, como si fuera un gran hangar oscuro detrás del muro.

De repente se detiene; hay alguien esperando allá delante en la calle. Se trata de una figura alta y oscura; un hombre que viste un abrigo negro está debajo de una encina entre la cuneta y la acera. La luz de las farolas casi no lo alcanza y Jan apenas vislumbra un rostro borroso y pálido.

Se miran fijamente. Al fin el hombre se mueve, levanta una especie de delgada cuerda que lleva en la mano.

Jan comprueba que se trata de una correa de perro.

Justo después aparece el perro desde detrás del tronco de la encina.

Un perro de lanas blanco. El hombre se agacha, saca una bolsita de plástico y recoge el excremento que el animal ha dejado en el suelo. Luego amo y perro prosiguen su paseo.

Jan suelta el aire muy despacio.

«Espabila», piensa, y él también comienza a andar. No hay locos en las calles, solo dueños de perros.

A esta hora los autobuses han dejado de circular hasta el centro, pero el aire nocturno es fresco y no le importa caminar. Apenas se tarda media hora hasta su apartamento.

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