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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaco

El hombre inquieto (7 page)

Aquella misma noche llamó a Linda para avisarle de lo que aparecería en el diario del día siguiente.

—¿Les contaste la historia tal como sucedió?

—Al menos, nadie podrá culparme de haber mentido.

—Entonces saldrás bien parado. A ellos les interesan las mentiras. Se armará mucho revuelo, pero no se ensañarán contigo.

Wallander durmió mal aquella noche. Al día siguiente esperaba que el teléfono no parase de sonar, pero sólo recibió dos llamadas. Una de Kristina Magnusson, que estaba indignada porque el suceso se hubiese magnificado de tal modo en la prensa. La otra, poco después, de Lennart Mattson.

—Ha sido muy desafortunado que te hayas pronunciado —le anunció en tono adoctrinador.

Wallander se enfureció.

—¿Qué habrías hecho tú si el fotógrafo y la periodista hubiesen llamado a tu puerta? Cuando además, conocían el hecho hasta el mínimo detalle. ¿Les habrías cerrado la puerta en las narices o les habrías mentido?

—Ah, pensé que tú te habías puesto en contacto con ellos —respondió Mattson algo apagado.

—En ese caso, eres más torpe de lo que creía.

Wallander colgó el auricular de golpe y desconectó el teléfono iracundo. Luego llamó a Linda por el móvil para avisarle de que, si quería hablar con él, lo llamara a ese número.

—Vente con nosotros —le propuso Linda.

—¿Adónde?

Linda parecía sorprendida.

—¡Ah! ¿No te lo he dicho? Nos vamos a Estocolmo. El padre de Hans cumple setenta y cinco años. ¡Anímate!

—No —respondió Wallander—. Me quedo aquí. No estoy de humor para fiestas. Con mi salida nocturna en solitario ya está bien.

—Nos vamos mañana. Piénsatelo.

Cuando se fue a la cama aquella noche, estaba convencido de que no iría a ninguna parte, pero a la mañana siguiente cambió de opinión. De
Jussi
podían encargarse los vecinos. Estaría bien que desapareciera durante unos días.

Al día siguiente voló a Estocolmo, en tanto que Linda viajó en coche con el resto de la familia. Wallander se alojó en un hotel que se hallaba enfrente de la Estación Central. Cuando hojeó los diarios vespertinos, vio que la historia de su olvido había sido relegada a un segundo plano. La gran noticia del día era un robo de una desfachatez inaudita perpetrado en un banco de Gotemburgo: los cuatro atracadores llevaban máscaras de los componentes del grupo ABBA. Un tanto a su pesar, les dio las gracias a los ladrones.

Aquella noche, para variar, durmió muy bien en la cama del hotel.

4

El cumpleaños de Håkan von Enke se celebró en una sala de fiestas que alquilaron en Djursholm, el barrio rico de las afueras de Estocolmo. Wallander no había estado allí en su vida. Linda le juró y perjuró que bastaba con que se pusiera el traje. Von Enke odiaba el esmoquin y el frac, pero, por otro lado, le encantaban los uniformes de todo tipo que había llevado durante su larga carrera en la Armada militar. Si Wallander lo deseaba, podía llevar su uniforme de policía, claro. Pero él decidió ponerse el traje: dadas las circunstancias, no le parecía muy adecuado utilizar el uniforme…

Cuando el tren expreso del aeropuerto de Arlanda llegó a la Estación Central, Wallander se preguntó por qué habría accedido a ir a Estocolmo. Quizá debería haber buscado refugio en otro lugar. De vez en cuando, iba a pasar unos días a Skagen, por cuyas playas le gustaba pasear. Allí solía visitar el museo de arte y haraganear en alguna de las pensiones en las que venía alojándose desde hacía unos treinta años. También había ido a Skagen cuando, muchos años atrás, se planteó la posibilidad de dejar la Policía. Pero en fin, ahora estaba en Estocolmo para celebrar el cumpleaños de su consuegro.

Cuando llegó a Djursholm, Håkan von Enke lo atendió enseguida. Se diría que se alegraba de verlo. Durante la cena le asignaron un lugar en la mesa presidencial, con Linda a un lado y la viuda de un contraalmirante al otro. La almiranta, que se apellidaba Hök, era octogenaria, llevaba un aparato para sordos y bebía con avidez del vino que servían. Ya en con el aperitivo empezó a referir pequeños episodios de tiempos pretéritos. A Wallander le pareció interesante, en especial cuando resultó que uno de sus seis hijos era un experto forense de Lund al que el inspector había visto en varias ocasiones y del que se había llevado una buena impresión. Se pronunciaron muchos discursos, aunque todos modélicos por su brevedad. Militarmente ejemplares, a juicio de Wallander. El maestro de ceremonias era un capitán de corbeta apellidado Tobiasson que hacía comentarios jocosos que divirtieron a Wallander. Cuando en un momento de la cena la almiranta guardó silencio porque su aparato empezó a fallar, el inspector reflexionó sobre qué ocurriría cuando él mismo cumpliera setenta y cinco, como Von Enke. ¿Quién acudiría a su fiesta, si es que decidía organizar una? Linda le había contado que fue idea de Håkan von Enke alquilar la sala de fiestas. Si Wallander no lo había entendido mal, por lo pronto fue una sorpresa para su esposa Louise. Pues al parecer el hombre se había expresado sobre sus cumpleaños precedentes con manifiesto desprecio. Pero de repente cambió de opinión y organizó aquella cena tan lujosa.

Sirvieron el café en una sala contigua provista de cómodos asientos. Una vez terminada la cena propiamente dicha, Wallander salió a una terraza acristalada para estirar las piernas. Un gran jardín enmarcaba el edificio, habitado en el pasado por uno de los primeros y más adinerados hombres de la industria sueca.

La repentina y silenciosa aparición de Håkan von Enke lo sobresaltó. Von Enke llevaba en la mano algo tan poco usual en aquellos tiempos como una vieja pipa. Wallander reconoció el paquete de tabaco, Hamiltons Blandning. Al final de su adolescencia, él mismo fumó en pipa durante un breve período, y, ciertamente, usaba esa marca.

—Invierno —declaró Von Enke lacónico—. Y se avecina una tormenta de nieve según el parte meteorológico.

Von Enke guardó un breve silencio mientras contemplaba el cielo nocturno.

—A bordo de un submarino que se halla a la profundidad suficiente, las condiciones climáticas dejan de existir. Allí abajo reinaba la calma, como en un océano pacífico submarino, si llegas a alcanzar la profundidad suficiente, claro. En el Báltico basta descender veinticinco metros, cuando el viento no sopla demasiado bravo en la superficie. En el mar del Norte es más difícil. Recuerdo una ocasión en que partimos de Escocia en plena tormenta. Incluso a treinta metros de profundidad nos escorábamos quince grados. No fue nada agradable. —Encendió la pipa y observó a Wallander con mirada escrutadora—. ¿Una observación demasiado poética para un policía, quizá?

—No, pero los submarinos representan un mundo totalmente desconocido para mí. Y dicho sea de paso, aterrador.

El capitán de fragata inspiró con fruición el humo de su pipa.

—Seamos sinceros —propuso—. Esta fiesta nos aburre a los dos. Todos saben que yo la he organizado. Y lo hice porque muchos de mis amigos así lo deseaban. Pero a estas alturas de la celebración, tú y yo podemos refugiarnos y charlar en alguna de las pequeñas salas que hay por aquí. Tarde o temprano mi mujer empezará a buscarnos, pero hasta entonces estaremos en paz.

—Sí, pero tú eres el protagonista.

—Como en una buena obra de teatro —observó Von Enke—. Para crear más tensión, el protagonista no debe estar siempre en escena. Buena parte de lo que mueve la intriga puede desarrollarse entre bastidores.

Dicho esto, guardó un súbito silencio. Demasiado súbito, a juicio de Wallander. La mirada de Håkan von Enke se perdió en lo que había detrás de Wallander. El inspector se dio la vuelta. Allí estaban los jardines y una de las pequeñas calles de Djursholm que, más adelante, entroncaban con las carreteras principales que conducían a Estocolmo. Wallander atisbó la figura de un hombre cerca de la valla, bajo una farola. Estaba junto a un coche con el motor en marcha. El humo ascendía del tubo de escape y se iba disipando a la luz amarillenta de la calle. Wallander notó que Von Enke se había puesto nervioso.

—Vayamos a una de las salas pequeñas —repitió Von Enke—. Venga, nos llevamos el café y cerramos la puerta.

Antes de abandonar la terraza, Wallander se dio la vuelta para mirar otra vez. El coche había desaparecido, al igual que el hombre bajo la farola. «Quizás alguien a quien olvidó invitar a la fiesta», se dijo Wallander. «En cualquier caso, no creo que tenga que ver conmigo, que sea un periodista que pretenda interrogarme por haberme olvidado la pistola en el restaurante.»

Fueron por los cafés y Von Enke condujo a Wallander a una pequeña sala cuyas paredes estaban forradas de madera. Había cómodos sillones de piel, pero Wallander se percató enseguida de que no tenía ventanas. Håkan von Enke captó su mirada.

—Es como un búnker, pero tiene una explicación —aseguró—. En la década de 1930 la casa fue, durante varios años, propiedad de un hombre que poseía en Estocolmo una gran cantidad de clubes nocturnos, la mayoría de ellos ilegales. Todas las noches, sus emisarios, que iban armados, recorrían los establecimientos para recoger lo que hubiese en caja y traerlo aquí. En esta habitación había entonces una gran caja fuerte. Y aquí se sentaban sus contables a hacer el cómputo y anotarlo en los libros de cuentas, antes de guardarlo en la caja fuerte. Cuando el propietario fue detenido por sus negocios sucios, aserraron la caja fuerte. El hombre se llamaba Göransson, si no recuerdo mal. Le cayó una pena de cárcel tan larga que no lo aguantó: se colgó en su celda de Långholmen.

Von Enke guardó silencio, tomó un sorbo de café y chupó la pipa, ya apagada. Entonces, justo en aquella habitación bien aislada a la que sólo llegaba el lejano murmullo de la fiesta, Wallander comprendió que Håkan von Enke tenía miedo. A lo largo de su vida lo había visto muchas veces: un hombre inquieto por algo, por algo real o imaginario. Estaba seguro de no equivocarse.

La conversación empezó con cierta cautela, Von Enke se remontó a cuando él aún era un oficial de la Armada en activo.

—En el otoño de 1980 —dijo—. Hace ya muchos años, toda una generación, veintiocho largos años. ¿Qué hacías tú por entonces?

—Entonces era policía en Malmö. Linda era muy pequeña. Y Mona y yo apenas nos habíamos planteado mudarnos a Ystad. Pero yo quería vivir más cerca de mi padre, que ya estaba mayor. Y además pensaba que Linda tendría un entorno mejor para crecer. Al menos ésa fue una de las razones por las que dejamos Malmö. Lo que luego resultó de todo aquello es otra historia.

Von Enke no pareció escuchar la respuesta y continuó con su relato.

—Aquel otoño, yo trabajaba en la base naval de la costa este. Hacía dos años que había dejado uno de nuestros mejores submarinos de la clase Sjöormen. Entre los militares lo llamábamos siempre Ormen. Mi destino en la base naval era transitorio, y lo que yo deseaba era volver a alta mar, pero querían que formase parte de la jefatura operativa de la defensa marítima sueca. Los países del Pacto de Varsovia realizaron en septiembre una serie de prácticas en la costa de la Alemania Oriental, en el golfo de Pomerania. Las prácticas se llamaban MILOBALT, aún lo recuerdo. No tenían nada de especial, sus prácticas de otoño solían coincidir con las nuestras. No obstante, en aquella ocasión ellos involucraron una gran cantidad de naves, puesto que abarcaban tanto el desembarco como el remolque de submarinos, según pudimos comprobar sin demasiado esfuerzo. La oficina de radiocomunicaciones del Ministerio de Defensa nos comunicó que había mucho tráfico de señales entre los buques de guerra rusos y su base de Leningrado. Pero todo se desarrollaba como de costumbre, nosotros vigilábamos lo que hacían y anotábamos en nuestros diarios lo que considerábamos importante. Hasta que llegó aquel jueves, el 18 de septiembre, jamás olvidaré esa fecha. De repente, el mando de guardia llamó a uno de los remolcadores de la flota costera, el HMS Ajax, y le comunicó que acababan de detectar la presencia de un submarino extranjero en aguas territoriales suecas. Yo me encontraba en una de las cartotecas de la base naval militar, pues quería buscar una imagen panorámica más detallada de la costa este alemana, cuando un recluta irrumpió alteradísimo en la sala. El joven no consiguió explicarme lo sucedido, así que volví a la central de mando, donde hablé personalmente con el marinero de guardia del Ajax, que aseguraba haber avistado con los prismáticos, a trescientos metros de distancia, las antenas de un submarino. Quince segundos más tarde, la nave desapareció bajo el agua. El marinero de guardia, que era un tipo despierto, dijo que el submarino habría estado a profundidad de snorkel y que habría empezado a descender al descubrir la presencia del remolcador. Cuando esto sucedió, el Ajax se encontraba al sur de Huvudskär, y el submarino llevaba rumbo sudoeste, lo que implicaba que se hallaba en paralelo a la frontera de las aguas territoriales suecas, pero, sin lugar a dudas, en el lado sueco. No me llevó mucho tiempo comprobar si había algún submarino sueco en la zona. No lo había. Volví a solicitar contacto por radio con el Ajax y le pregunté al marinero si podía describir el mástil o el periscopio del submarino detectado. Por las características que refirió deduje que se trataba de uno de los submarinos que la OTAN denominaba Whiskey, a la sazón utilizados exclusivamente por rusos y polacos. Como comprenderás, se me aceleró el corazón. Y entretanto me asaltaron otras dos preguntas.

Von Enke guardó silencio, como si esperase que Wallander supiera qué preguntas tenía en mente. Al otro lado de la puerta se oyeron unas risas animadas que fueron atenuándose hasta desaparecer.

—Una era, supongo, si el submarino había llegado a aguas suecas por error —conjeturó Wallander—. Como aseguraron que sucedió con aquel otro submarino ruso que encalló en Karlskrona, ¿no?

—A esa pregunta ya he dado respuesta. Ninguna nave de una flota militar es tan exhaustiva con su ruta de navegación como un submarino. Ni que decir tiene. El submarino detectado por el Ajax se encontraba allí intencionadamente. La cuestión es, ¿de qué submarino se
trataba
? Puesto que era capaz de sacar el snorkel y ventilar el submarino sin ser descubierto. En tal caso, aquello indicaba que la dotación no estuvo lo bastante alerta. Claro que, desde luego, existe otra explicación.

—¿Qué el submarino quería ser descubierto?

Von Enke asintió e intentó, una vez más, encender su obstinada pipa.

—De ser así —prosiguió—, lo más idóneo era que lo descubriera un remolcador. En ese tipo de nave no disponen ni de un tirachinas con el que atacar. Y tampoco cuenta con una dotación instruida para un enfrentamiento. Puesto que yo era el jefe, me puse en contacto con jefe del Estado Mayor, que se mostró de acuerdo conmigo en enviar de inmediato un helicóptero cazasubmarinos. El helicóptero registró contacto con un objeto móvil que clasificamos como un submarino. Por primera vez en mi vida tuve que dar órdenes de hacer fuego fuera de un ejercicio práctico. El helicóptero lanzó una carga de profundidad para avisar al submarino, que desapareció y entonces perdimos el contacto.

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