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Authors: Oliver Sacks

Tags: #Ciencia,Ensayo,otros

El hombre que confundió a su mujer con un sombrero (27 page)

Lo que comprobamos, básicamente, es el poder de la música para organizar… y para hacerlo eficazmente (¡además de gozosamente!), cuando fallan las formas abstractas o esquemáticas de organización. De hecho, es especialmente espectacular, como cabría esperar, precisamente cuando no resulta eficaz ninguna otra forma de organización. Así la música, o cualquier otra forma de narración, es esencial cuando se trabaja con los retrasados o apráxicos… la terapia o la enseñanza escolar deben centrarse en este caso en la música o en algo equivalente. Y en el teatro hay más aún, el poder del
papel
para aportar organización, para otorgar, mientras dura, una personalidad completa. La capacidad de representar, de interpretar, de ser, parece ser un «don» de la vida humana, en un sentido que nada tiene que ver con diferencias intelectuales. Es algo que uno observa en los niños pequeños, que uno ve en los ancianos y que uno ve, más patéticamente, en las Rebecas de este mundo.

22. Un Grove ambulante

Martin A., de sesenta y un años, fue admitido en nuestra institución hacia finales de 1983, tras contraer parkinsonismo y no poder ya cuidarse de sí mismo. Había tenido una meningitis casi mortal en la infancia, que le produjo retraso mental, impulsividad, ataques y cierto espasmodismo en un lado del cuerpo. Tenía muy pocos estudios, pero una educación musical notable… su padre había sido un cantante famoso del Met.

Martin vivió con sus padres hasta que éstos fallecieron y después arrastró una existencia marginal como recadero, portero y cocinero de comidas rápidas… cualquier cosa que pudiese hacer antes de que lo despidiesen, como sucedía invariablemente, debido a su lentitud, su tendencia a la ensoñación o su incompetencia. Habría sido una vida gris y descorazonadora, si no hubiese contado con su sensibilidad musical y sus notables dotes musicales, y sin la alegría que esto le proporcionaba… y proporcionaba a otros.

Poseía una memoria musical asombrosa («conozco más de dos mil óperas») aunque nunca había aprendido música ni había sido capaz de leerla. No estaba claro si esto habría sido posible o no, el caso es que siempre había dependido de su oído extraordinario, de su capacidad para retener una ópera o un oratorio después de oírlo una sola vez. Desgraciadamente la voz no estaba al nivel del oído. Era una voz melodiosa pero ronca, con cierta disfonía espasmódica. Su talento musical innato y hereditario había sobrevivido evidentemente a los estragos de la meningitis y de la lesión cerebral… ¿o no había sido así? ¿Habría sido un Caruso si no hubiese habido lesión? ¿O era su desarrollo musical, en cierta medida, una «compensación» por las limitaciones intelectuales y la lesión cerebral? Nunca lo sabremos. Lo que es seguro es que su padre no sólo le transmitió sus genes musicales sino también su gran amor a la música, en la intimidad de una relación padre-hijo, y quizás la relación especialmente tierna de un padre con un hijo retardado. Martin (lento, torpe) gozaba del amor de su padre y le quería a su vez con pasión; y este amor mutuo estaba cimentado por su amor compartido a la música.

El gran pesar de la vida de Martin era no haber podido seguir la carrera de su padre y ser como él un cantante famoso de oratorios y de ópera, pero esto no llegaba a ser una obsesión y Martin hallaba, y proporcionaba, mucho placer con lo que él podía hacer. Le consultaban, los famosos incluso, por su memoria extraordinaria, que desbordaba la música en sí y se extendía a todos los detalles de la representación. Gozaba de una modesta fama como «enciclopedia ambulante», que no sólo se sabía la música de dos mil óperas, sino todos los cantantes que habían interpretado los papeles en innumerables representaciones, y todos los detalles de escenarios, puesta en escena, vestuarios y decorados. (Se ufanaba también de conocer Nueva York calle por calle, casa por casa… y de conocer los trayectos de todos sus trenes y autobuses.) Así pues, era un fanático de la ópera y algo así como un «sabio idiota» también. Todo esto le proporcionaba un cierto placer infantil… el placer de los eidéticos y raros de su tipo. Pero el verdadero gozo (y lo único que le hacía la vida soportable) era participar personalmente en sesiones musicales, cantando en los coros de las iglesias locales (no podía hacer solos, para su desdicha, debido a su disfonía), sobre todo en las festividades solemnes de Pascua y de Navidad,
La pasión según San Mateo
,
La pasión según San Juan
, los
Oratorios de Navidad
,
El Mesías
, en los que había participado a lo largo de cincuenta años, desde muy niño, en las grandes iglesias y catedrales de la ciudad. Había cantado también en el Met y, cuando lo derribaron, en Lincoln Center, discretamente oculto entre los enormes coros de Wagner y Verdi.

En estas ocasiones (en los oratorios y pasiones sobre todo, pero también en las corales y coros de iglesia más humildes), cuando se entregaba a la música, Martin olvidaba que era un «retardado», olvidaba toda la tristeza y la amargura de su vida, sentía como si lo envolviese una gran plenitud, se sentía al mismo tiempo un verdadero hombre y un verdadero hijo de Dios.

En cuanto al mundo de Martin, su mundo interior… ¿qué clase de mundo tenía? Tenía muy poco conocimiento del mundo en general, al menos muy poco conocimiento vivo, y ningún interés. Si le leían una página de una enciclopedia o de un periódico, o le mostraban un mapa de los ríos de Asia o del metro de Nueva York, quedaba registrado, instantáneamente, en su memoria eidética. Pero no mantenía ninguna relación con estos registros eidéticos… estos registros eran «acéntricos», utilizando un término de Richard Wollheim, sin él, sin nadie, o nada, como centro vivo. Parecía haber muy poca emoción o ninguna en estos recuerdos (no más de la que pueda haber en un plano de calles de Nueva York) y no se conectaban o ramificaban o se generalizaban en ningún sentido. En consecuencia, su memoria eidética (la parte rara de él) no formaba por sí misma un «mundo» ni transmitía ningún sentido de él. Carecía de unidad, de sentimiento, de relación con él mismo. Era fisiológica, daba esa sensación, como un núcleo mnemotécnico o un banco de memoria, pero no formaba parte de un yo vivo real y personal.

Y sin embargo, en eso incluso, había una excepción singular y sorprendente, que era al mismo tiempo su hazaña memorística más prodigiosa, más personal y más devota. Se sabía de memoria el
Diccionario de música y músicos de Grove
, la inmensa edición en nueve volúmenes publicada en 1954: era verdaderamente un «Grove ambulante». Cuando su padre se hizo mayor y enfermó, no podía cantar ya en público y se pasaba la mayor parte del tiempo en casa, escuchando su gran colección de discos en el fonógrafo, repasando y cantando todas sus partituras, y hacía todo esto con su hijo que tenía por entonces treinta años (en la comunión más íntima y más afectuosa de sus vidas), y le leía en voz alta el diccionario de Grove (le leyó las seis mil páginas) y todo lo que le leyó quedó impreso indeleblemente en el córtex infinitamente retentivo, aunque iletrado, de su hijo. Así pues él «oía» el Grove
en la voz de su padre
… y no podía recordarlo sin emoción.

Estas hipertrofias prodigiosas de la memoria eidética, sobre todo si se emplean o explotan «profesionalmente», parecen desalojar a veces al yo real, o competir con él, e impiden su desarrollo. Y si no hay ninguna profundidad, ningún sentimiento, no hay tampoco ningún dolor en estos recuerdos… y pueden servir por ello como un «escape» frente a la realidad. Esto ocurría patentemente, en gran medida, en el mnemotécnico de Luria, según lo expuso éste patéticamente en el último capítulo de su libro. Ocurría también, sin duda, en cierta medida, en los casos de Martin A., de José y de los Gemelos pero se utilizaba también, en los tres casos, para la realidad, «super-realidad» incluso… un sentido del mundo excepcional, intenso y místico.

Dejando a un lado los registros eidéticos, ¿qué decir, en general, de su mundo? Era, en muchos aspectos, pequeño, mísero, desagradable y lúgubre… el mundo de un retardado del que se habían burlado y al que habían marginado de niño y al que luego, cuando era un hombre, habían admitido y despedido, despectivamente, de varios trabajos serviles: el mundo de alguien que raras veces se había sentido, o había sentido que lo consideraban, un niño o un hombre normal.

Era con frecuencia infantil, a veces rencoroso, y propenso a súbitas rabietas… y el lenguaje que utilizaba entonces era el de un niño. «¡Te tiraré una torta de barro a la cara!», le oí chillar en una ocasión y, de vez en cuando, daba bofetadas y golpes. Era sucio, se limpiaba los mocos con la manga… tenía en esas ocasiones el aspecto (y sin duda los sentimientos) de un niño pequeño insolente. Estas características infantiles, coronadas con su exhibicionismo eidético irritante, hacían que gozase de pocas simpatías. Pronto se hizo antipático dentro de la residencia y muchos de los internados le rehuían. Se desencadenó una crisis, con Martin empeorando semana a semana y día a día, y nadie sabía muy bien, en principio, qué hacer. Primero se achacó a «dificultades de adaptación», que es algo que todos los pacientes pueden experimentar al renunciar a la vida exterior independiente e ingresar en una «residencia». Pero la Hermana creía que había algo más concreto en el asunto: «Algo que le corroe, una especie de hambre, un hambre corrosiva que no podemos satisfacer. Está destruyéndole», decía la Hermana. «Tenemos que hacer algo.»

Así, en enero, por segunda vez, fui a ver a Martin, y me encontré con un hombre muy distinto: no se mostraba ya petulante y ostentoso como antes sino claramente apesadumbrado, víctima de un dolor espiritual y hasta físico.

—¿Qué pasa? —dije— . ¿Cuál es el problema?

—Tengo que cantar —dijo ásperamente— . No puedo vivir sin eso. Y no es sólo la música… no puedo rezar sin eso.

Y luego, bruscamente, con el relampagueo de un viejo recuerdo, añadió:

—«La música era, para Bach, el instrumental del culto», Grove, artículo sobre Bach, pág. 304… Nunca he pasado un domingo —continuó, con más suavidad, reflexivamente— sin ir a la iglesia, sin cantar en el coro. Fui por primera vez, con mi padre, en cuanto tuve edad para aprender a andar, y seguí yendo después de su muerte en 1955.
Tengo que ir
—dijo fieramente— . Moriré si no voy.

—Pues claro que ha de ir usted —dije— . No sabíamos que lo echase de menos.

La iglesia no estaba lejos de la residencia, y a Martin volvieron a recibirlo allí de buena gana, no sólo como un miembro asiduo de la congregación y del coro, sino como el cerebro y asesor del coro que había sido su padre antes que él.

Con esto, cambió su vida de un modo súbito y espectacular. Martin había vuelto a ocupar el lugar que le correspondía, según su opinión. Podía cantar, podía rendir culto, con música de Bach, todos los domingos, y disfrutar también de la tranquila autoridad que se le otorgaba.

—Sabe —me explicó, la vez siguiente que lo visité, sin petulancia, como si se tratase de la simple constatación de un hecho— saben que sé toda la música coral y litúrgica de Bach. Conozco todas las cantatas de iglesia, (todas las 202 que enumera el Grove) y qué domingos y festividades deben cantarse. Somos la única iglesia de la Diócesis que dispone de un coro y una iglesia como es debido. La única donde se cantan habitualmente todas las obras vocales de Bach. Hacemos una cantata cada domingo… ¡Y esta Pascua vamos a hacer
La pasión según San Mateo!

Me pareció curioso y conmovedor que Martin, un retardado, sintiese una pasión tan grande por Bach. Bach parecía tan intelectual… y Martin era un pobre bobo. De lo que no me daba cuenta, y no me la di hasta que empecé a utilizar casetes de las cantatas, y en una ocasión el
Magnificat
, cuando le visitaba, era de que, a pesar de todas sus limitaciones intelectuales, la inteligencia musical de Martin era plenamente capaz de apreciar gran parte de la complejidad técnica de Bach; pero, más aún, me di cuenta de que no se trataba en absoluto de una cuestión de inteligencia. Bach vivía para él, y él vivía en Bach.

Martin tenía, sin duda, dotes musicales «raras»… pero eran sólo rarezas si se las desplazaba de su marco justo y natural.

Lo fundamental para Martin, que había sido fundamental también para su padre, y que ambos habían compartido íntimamente, había sido siempre el espíritu de la música, sobre todo la música religiosa, y de la voz como el instrumento divino hecho y previsto para cantar, para elevarse en gozo y oración.

Martin se convirtió en un hombre distinto, pues, cuando volvió a cantar y a la iglesia… se recuperó a sí mismo, se reintegró, volvió a hacerse real. Las pseudopersonas (el niño rencoroso, el retardado estigmatizado) desaparecieron; lo mismo que desapareció también el eidético impersonal, sin emociones, irritante. Reapareció la persona real, un hombre digno y decente, respetado y estimado ahora por los demás residentes.

Pero la maravilla, la verdadera maravilla, era ver a Martin cuando estaba cantando, o cuando estaba en comunión con la música (escuchando con una intensidad que bordeaba el trance) «un hombre en su totalidad totalmente atento». En esas ocasiones (lo mismo le sucedía a Rebeca cuando actuaba o a José cuando dibujaba o a los Gemelos en su extraña comunión numérica) Martin quedaba, en una palabra, transformado. Todo lo que era deficiente o patológico se desprendía de él y veías sólo atención y animación, totalidad y salud.

POSTDATA

Cuando escribí esta pieza, y las dos siguientes, lo hice partiendo únicamente de mi propia experiencia, sin conocer apenas la literatura científica sobre el tema, sin ningún conocimiento, en realidad, de que
hubiese
abundante literatura (ver, por ejemplo, las cincuenta y dos referencias en Lewis Hill, 1974). Sólo tuve indicios de ello, a menudo desconcertantes e intrigantes, después de la primera publicación de «Los Gemelos», en que me vi inundado de cartas y separatas.

Atrajo en particular mi atención el estudio de un caso clínico, un estudio maravilloso y detallado, de David Viscott (1970). Hay varias similitudes entre Martin y su paciente Harriet G. Había en los dos casos poderes extraordinarios, que a veces se utilizaban de un modo «acéntrico», que negaba la vida, y otras de un modo creador que la afirmaba: a Harriet su padre le leyó las tres primeras páginas de la guía telefónica de Boston y ella las retuvo («y durante varios años podía repetir cualquier número de esas páginas si se le pedía»); pero, de un modo totalmente distinto, y sorprendentemente creador, podía componer, e improvisar, según el estilo de cualquier compositor.

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