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Authors: Jean-Pierre Luminet

Tags: #Histórico, #Divulgación científica

El incendio de Alejandría (12 page)

Cierto día, en Pérgamo, el rey Eumenes II declaró, triunfante, que su biblioteca había adquirido la colección completa de los discursos de Demóstenes, el mayor orador de todos los tiempos, que dos siglos atrás había luchado hasta agotar sus fuerzas contra la invasión de Grecia por Filipo de Macedonia, el padre de Alejandro. Y, sobre todo, Pérgamo afirmaba que poseía el último de esos discursos, de esas
Filípicas
, que todos creían perdido. Acudió a Pérgamo una avalancha de gente que quería consultar aquella obra inédita. Aristófanes mandó a uno de sus espías, que la copió. Cuando aquél la tuvo en sus manos, hizo lo que hacía en los concursos de poesía y encontró fácilmente, en los anaqueles,
Las historias filípicas
de un tal Anaxímenes de Lampsaca que se había permitido, unos decenios antes, redactar con desfachatez esa imitación de Demóstenes. Se trataba, pues, de una falsificación, un apócrifo.

Creyendo que iba a triunfar, Aristófanes redactó panfleto tras panfleto contra los falsificadores de Pérgamo, pero todo fue inútil. Para la opinión pública, el competidor asiático había adquirido ya, con aquel falso Demóstenes, la reputación de ser la mejor biblioteca del mundo. Como suele ocurrir en las épocas turbulentas, la gente acogía con alborozo las novedades y se burlaba de la vejez y la experiencia. El Museo era viejo, Pérgamo era joven.

Por añadidura, Pérgamo no permaneció inactiva ante los ataques del viejo gramático. Hizo difundir una sátira de un filósofo escéptico del pasado, Timón de Flionte, que hablaba del Museo de Alejandría como de una jaula llena de pájaros mantenidos y cebados a semejanza de valiosas aves de corral, pájaros desplumados y escritorzuelos cuya única actividad era pelearse sin fin con sus embotados picos. Aquella pajarera llena de charlatanes ya sólo era, a su entender, una torre de marfil donde los protegidos de la familia real se dedicaban a los juegos de ingenio, al margen de la vida real. Un reproche que, a menudo, hacían a los sabios los envidiosos, los ignorantes y los argüidores.

Aristófanes tuvo que reconocer su derrota en la guerra de las bibliotecas. Murió de pesadumbre. El rey Tolomeo V Epífanes le siguió a la tumba poco después, con la satisfacción, empero, de saber que tenía sucesor. Su esposa Cleopatra le había dado, tardíamente, dos hijos. Pero el primogénito tenía sólo cuatro años cuando subió al trono con el nombre de Tolomeo VI Filométor, «el amigo de su madre». En efecto, Cleopatra I asumió la regencia. Su primer decreto fue prohibir la exportación de papiro. Sin esa planta, cuyo secreto sólo conocía Egipto, no había libros. ¡Pérgamo estaba perdida!

Quien eso afirmaba desconocía la infinita capacidad humana para sacar riquezas de la privación, y para convertir un mal en un bien. Viendo que ni una sola copia podía salir ya de sus talleres, el rey Eumenes prometió una fortuna a quien inventara una materia capaz de sustituir el papiro. Todos los charlatanes, todos los locos del país desfilaron ante él. Le propusieron escribir sobre corteza machacada, sobre fibra de madera, sobre viejos trapos hervidos y sobre seda, amén de toda clase de procedimientos que eran demasiado caros o demasiado complicados o, con más frecuencia, absurdos.

Cierto día, sin embargo, consiguió entrar en el flamante palacio un pastor harapiento que hedía a chivo. Se prosternó ante Eumenes y desplegó en el suelo una lámina rectangular y muy fina de un blanco inmaculado con imperceptibles reflejos rosados. El rey le pidió que escribiera algo encima, pero el pastor, con una gran sonrisa desdentada, le hizo comprender en su jerga que no sabía hacer esa clase de cosas. Un escribiente lo intentó. Era perfecto. La tinta se fijaba en aquella hoja hecha de una fibra flexible y resistente sin el menor churrete. El pastor explicó que su padre ya sabía fabricar aquel material, pero que a él únicamente le servía para quemarlo cada año, durante el solsticio de invierno, sobre la tumba de sus antepasados. Solía elaborarlo con la piel de sus cabras o sus corderos, pero afirmó que ese trozo en particular era de un becerro muy joven, por lo que le había salido mucho más caro.

¿Cómo le arrancó el rey su secreto, cuál era el nombre de ese pastor, cuál fue su destino? Nadie lo sabe. La Historia sólo retiene el nombre de los reyes. El de la gente pobre parece un grano de arena, que sólo brilla cuando una gota de lluvia lo toca. Luego, todo se evapora. En todo caso, había nacido el pergamino
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.

Los alejandrinos se escandalizaron. ¡Atreverse a plasmar el pensamiento de Aristóteles o de Platón sobre el pellejo de unas reses muertas, qué ignominia! Doctos médicos del Museo afirmaron que escribir sobre pergamino provocaría terribles enfermedades de la piel, y que leer lo escrito causaría ceguera. Los sacerdotes metieron su cuchara y afirmaron que utilizar así la piel de un becerro joven era tan grave ofensa al Olimpo como comer la parte reservada a los dioses para el sacrificio. Mientras, en las montañas de Frigia, los rebaños de cabras, vacas y corderos iban mermando de un modo singular. Poco a poco, el uso del pergamino fue extendiéndose, pero sólo mucho tiempo después sustituyó al papiro, ya bajo la dominación romana.

La victoria de la biblioteca de Pérgamo parecía definitiva. Sin embargo, a pesar de la riqueza de sus fondos y de la preeminencia ya aceptada del pergamino sobre el papiro, los sabios seguían prefiriendo ir a estudiar al Museo fundado por Tolomeo Soter, donde se sentían protegidos por las grandes sombras del pasado: Euclides, Eratóstenes o Calímaco. De modo que en aquella época llegó a Alejandría un astrónomo y geógrafo llamado Hiparco de Nicea, y también el filólogo Aristarco de Samotracia, y ambos trabajaron bajo la benevolente protección del bibliotecario Apolodoro de Atenas.

El bastón de Euclides le correspondió a Hiparco. Continuando con gran respeto los trabajos de sus maestros, inventó la esfera armilar, que le permitía medir las coordenadas eclípticas, inventó el cálculo trigonométrico, estableció el catálogo de las estrellas y descubrió la precesión de los equinoccios. Hipatia te explicará mejor que yo todo eso. Gracias a Hiparco, se pudo creer en el renacimiento de la gran escuela de astronomía alejandrina.

Por su lado, los sabios de Pérgamo, mucho más atraídos por los considerables salarios que el rey les ofrecía que por la pura investigación, tenían la consigna de denigrar todo lo que había sido descubierto por la biblioteca rival. Así, un tal Posidonio de Rodas dedicó toda su vida a tratar de reducir la circunferencia de la Tierra calculada por Eratóstenes, mientras que los gramáticos volvían a escribir, sin escrúpulo alguno, las grandes obras antiguas cuya versión más próxima al original había sido lograda, con mucho tiempo y aplicación, por los eruditos de Alejandría. Pero los buenos tiempos del Museo no duraron, fue un poco como la euforia que se apodera de los moribundos. Toda institución tiene la tendencia natural a dejarse gobernar por los incompetentes y los mediocres. Y, como si el destino de los Tolomeos y el del Museo estuvieran indisolublemente unidos, en Alejandría todo zozobró al mismo tiempo. Estallaron disturbios en las fronteras: el campesinado egipcio amenazaba con sublevarse para intentar librarse de la dominación griega que lo oprimía desde que Alejandro había fundado la ciudad, ciento sesenta años antes.

En realidad, la revuelta estaba instigada por el hermano menor del rey, un joven enérgico y sin escrúpulos que sólo tenía una idea en la cabeza, destronar a su hermano mayor Filométor. Sus agentes excitaban al populacho contra los sabios del Museo y los judíos que, según decían, engordaban a costa de la miseria de los pobres. Y, hablando de gorduras, el hermano menor estaba aquejado de una panza tan enorme que el pueblo de Alejandría, siempre dispuesto a burlarse, le había dado el apodo de Tolomeo Fiscon «Bola de sebo».

Para apaciguar las tensiones, Filométor aceptó compartir el trono con su hermano Bola de sebo, al tiempo que se casaba con su hermana, la prudente Cleopatra II. La pareja real tuvo un hijo, Neo Filopátor, y una hija, Cleopatra III, que prometía ser una belleza. El reinado de Filométor duró quince años, tiempo durante el cual el hermano menor, Bola de sebo, se mantuvo aguardando en la sombra. Cierto día, Filométor se puso a la cabeza de las tropas que iban a aplastar una nueva revuelta surgida en los confines de Palestina. En la batalla, ganada sin embargo por los alejandrinos, el monarca murió al recibir en su espalda una flecha que no procedía de las filas enemigas…

Desde entonces, Bola de sebo tuvo el campo libre para entregarse a todas las bajezas y multiplicar los más odiosos crímenes. Hizo envenenar primero a su joven sobrino, Tolomeo VII Neo Filopátor, que sólo reinó así siete días. Se casó luego con la viuda de su hermano —su cuñada y su hermana al mismo tiempo— y tuvo la audacia de subir al trono atribuyéndose el sobrenombre de su antepasado, Evergetes, el «bienhechor». Tuvo un hijo con su hermana pero, en un acceso de rabia, estranguló al cabo de unos meses al infeliz lactante. Entonces, la reina Cleopatra II, inconsolable tras los sucesivos asesinatos de sus dos hijos, se volvió contra él, apoyada por la facción del Museo y por los judíos. La rebeldía de la reina fue también causada por el hecho de que su esposo le impusiera la presencia de una nueva favorita, Irene, y porque una noche de embriaguez, Bola de sebo, cuya lujuria era insaciable, violó a la hermosa Cleopatra III, su sobrina. Entonces, satisfecho con ese cambio, el rey repudió a la madre para casarse con la hija. De modo que Tolomeo Fiscon reinó junto a una reina-hermana, Cleopatra II, y una reina-sobrina, Cleopatra III, siendo ésta hija de la primera. ¿Me sigues, Amr?

En todo caso, te será fácil imaginar que el ambiente en palacio no fuese una balsa de aceite. En realidad fue el inicio de una larga guerra civil que duró más de veinte años. El rey criminal y vicioso no se preocupó por ello. Murió en su lecho a los sesenta y nueve años, después de llevar el título durante cincuenta y tres. ¿Habrá por ventura una justicia divina que castigue, aquí en la tierra, a los malos gobernantes? A veces es posible dudarlo. Pero al menos la descendencia de ese monstruo se convirtió en maldita. Sus vástagos siguieron destrozándose entre sí mucho después de la muerte de los protagonistas, Bola de sebo y Cleopatra. Hubo tantos fratricidios, asesinatos de hijos, hermanas y madres, que por fin no quedó un solo Tolomeo legítimo: el que ascendería al trono, sesenta y cinco años después del crimen de Fiscon, sería llamado el Bastardo.

Por vergüenza no me atrevo, Amr, a contarte todas las atroces peripecias de esta guerra civil. Eso os convencería, a ti y a tu califa, de que la Biblioteca debe ser destruida, como lo fue Cartago. Pero no olvides que esos tristes acontecimientos sucedieron hace ya siglos y entre paganos. Sabe solamente que las primeras víctimas de esos disturbios fueron los sabios y los judíos. Estos últimos fueron masacrados por el populacho; y en cuanto a los eruditos, o bien fueron expulsados por el rey del momento en cuanto no se mostraban del todo sumisos, o bien prefirieron ir a buscar en otras tierras la tranquilidad para desarrollar su arte. Por ejemplo, el sabio Aristófanes, ya muy anciano, eligió ir a morir a Pérgamo. Y muchos otros nombres gloriosos de la ciencia y la literatura le siguieron. De todos modos, en medio de tantos crímenes, tantos motines, tantas conjuras, se produjo una especie de milagro: nadie se atrevió a tocar el menor rollo de la Biblioteca. ¿Qué te parece eso, Amr?

Pérgamo habría podido beneficiarse del naufragio de Egipto. Se había convertido en la mayor potencia griega, bien protegida bajo el vientre de la loba romana. Sin embargo, de pronto, por una de esas cosas raras de la Historia, la antigua fortaleza perdió por sí sola la guerra de las bibliotecas y desapareció, pues el rey de Pérgamo, Átalo III, legó al morir su trono a Roma. Fue la postrera traición de esta dinastía nacida de la traición. Pérgamo se convirtió en provincia romana de Asia. Pero en vez de saquear, rechazar o destruir —como suelen hacer los conquistadores bárbaros— los tesoros de arte, saber y civilización que heredaba de ese modo, Roma recibió con devoción aquellos centenares de miles de rollos que contenían todo el pensamiento y la ciencia helénica. El libro hizo su entrada en la ciudad latina. Algunos han dicho que Grecia había triunfado sobre su vencedor. No estoy muy seguro de ello, pero creo que sin los libros, Roma no hubiera nunca sido durante medio milenio el mayor imperio que el mundo haya conocido.

Donde Amr se hace romano

—Si he comprendido bien —dijo Amr en tono burlón—, a lo largo de tu relato das a entender que hay alguna analogía entre los romanos y mis beduinos. No es muy diplomático por tu parte tratarnos, valiéndote de Roma, de «bárbaros».

—No es mi tío el que los llama así —intervino Hipatia—, sino los griegos de aquel tiempo. Estaban tan orgullosos de la civilización que ellos solos habían creado (civilización que nunca ha sido igualada desde entonces), que todos los que no eran griegos les parecían ser miembros de un amasijo confuso de tribus incultas. Uno de los más tolerantes de ellos, el más atento también a las costumbres extranjeras, Heródoto, había dividido el mundo como una torta: bárbaros del norte, bárbaros del sur, del este y del oeste, y en el centro, como una hermosa fruta confitada, Grecia.

—La palabra «bárbaro» —proclamó Filopon— era al principio una onomatopeya. Los griegos se burlaban de los extranjeros pues, a su entender, cuando éstos hablaban sólo emitían unos ruidos indistintos que sonaban, poco más o menos, así: «¡boar boar!».

—De poco os atragantáis, maestro —dijo Rhazes riéndose—. Sé muy bien que para vos, eminente filólogo, la etimología es una herramienta eficaz. Pero permitidme citar a un historiador que además es un correligionario mío, Marco de Lugdunum, que escribía: «La etimología es como esas viejas monedas que han circulado demasiado. Su sentido se ha desgastado». Y la palabra «bárbaro» tiene hoy un significado mucho más profundo que esos… borborigmos. Mira, Amr, si el libro es un arma, el lenguaje, por su parte, es todo un ejército. Los romanos lo habían comprendido muy bien e impusieron su idioma a todo el imperio, preservando sólo el griego para las élites.

—¿Crees que ignoro lo que fueron los romanos? —exclamó airado Amr, que se enojaba a cada intervención de Rhazes—. Tú, que pretendes saberlo todo, has de saber que mi pueblo, el pueblo árabe, fue el único que nunca fue vencido por ellos. Pero, en el fondo, Filopon no se equivoca. Existen muchas similitudes entre los romanos de la República y los árabes de hoy. Ellos tenían la virtud y la pobreza, nosotros tenemos la fe y el desierto. Ellos tenían el arado, nosotros el camello. Ellos tenían la disciplina, nosotros el Corán. ¿Sus enemigos? Parricidas, incestuosos, lujuriosos. ¿Los nuestros? Blasfemos, iconólatras, libertinos. Ha llegado nuestra hora, como llegó la suya. Bizancio, nueva Cartago, será destruida.

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