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Authors: Antonio Muñoz Molina

Tags: #Drama

El invierno en Lisboa (18 page)

—Allí estábamos —dijo Biralbo—, el uno frente al otro, mirándonos con recelo, con simpatía, como dos conocidos que no llegaron a intimar y que tardan menos de cinco minutos en no saber qué decirse. Pero me era simpático. Tantos años odiándolo y al final resultaba que me complacía estar con él hablando de los viejos tiempos. A lo mejor la ginebra tuvo la culpa de todo. El caso es que cuando lo vi me dio un vuelco el corazón. Se acordaba de San Sebastián, de Floro Bloom, de todo. Pensé que nada une más a dos hombres que haber amado a la misma mujer. Y haberla perdido. Él también había perdido a Lucrecia…

—¿Hablasteis de ella?

—Creo que sí. Al cabo de tres o cuatro ginebras. Miró el local y dijo: «Seguro que le gustaría a Lucrecia.»

Pero tardaron en decir ese nombre, lo rozaban siempre, se detenían cuando estaban a punto de pronunciarlo, como ante un círculo vacío que fingieran no ver, que se ocultaban mutuamente con alcohol y palabras, con preguntas y mentiras sobre los últimos tiempos e invocaciones a un pasado cuyos días cenitales eran indivisibles, porque el espacio vacío que tanto tardaron en atreverse a nombrar los aliaba como una antigua conjura. Pedían más ginebra, la penúltima siempre, decía Malcolm, que aún recordaba algunas bromas españolas, se remontaban a sucesos cada vez más lejanos, disputándose pormenores salvados del olvido, vanas exactitudes, la primera vez que se encontraron, el primer concierto de Billy Swann en el Lady Bird, los dry martinis de Floro Bloom, pura alquimia, dijo Malcolm, los cafés con nata del Viena, aquella vida sosegada de San Sebastián, parecía mentira que sólo hubieran pasado cuatro años, qué habían hecho desde entonces: nada, decadencia, sórdida madurez, astucia para eludir el infortunio, para ganar un poco más de dinero vendiendo cuadros o sobrevivir tocando el piano en clubes de ciudades demasiado frías, soledad, dijo Malcolm, con los ojos turbios,
loneliness
, apretando la copa entre sus dedos sombreados de vello rojizo como si quisiera romperla. Entonces Biralbo sintió miedo y frío y un desconsuelo como de vaticinio de resaca y pensó que tal vez Malcolm guardaba una pistola, aquella que Lucrecia había visto, la que se hincó una vez en el pecho de un hombre que estaba siendo estrangulado con un hilo de nilón… Pero no, quién creería esa historia, quién puede imaginar que los asesinos existan fuera de las novelas o de los noticiarios y que se sienten con uno a beber ginebra y le pregunten por amigos comunes en un sótano de Lisboa: estaban igual de solos y casi igual de ebrios, apresados por la misma cobardía y nostalgia, la única diferencia perceptible era que Malcolm no fumaba, y hasta eso los volvía cómplices, porque los dos recordaron los caramelos medicinales que en aquella época llevaba siempre Malcolm consigo, los regalaba a todo el mundo, también a Biralbo, que una noche había tirado y pisoteado uno en la puerta del Lady Bird, envenenado de rencor y de celos. De pronto Malcolm se quedó en silencio ante su copa vacía y miró a Biralbo sin levantar la cabeza, alzando sólo las pupilas.

—Pero yo siempre te envidié —dijo, en otro tono de voz, como si hasta entonces hubiera fingido que estaba borracho—. Me moría de envidia cuando tocabas el piano. Terminabas de tocar, te aplaudíamos, venías a nuestra mesa sonriendo, con tu copa en la mano, con aquella mirada de desprecio, sin fijarte en nadie.

—No era más que miedo. Todo me asustaba, tocar el piano, hasta mirar a la gente. Temía que se burlaran de mí.

—…envidiaba el modo en que te miraban las mujeres. —Malcolm seguía hablando sin oírlo—. No te importaban, tú ni siquiera las veías.

—Nunca creí que ellas me vieran —dijo Biralbo: sospechó que Malcolm le mentía, que le hablaba de otro.

—Incluso Lucrecia. Sí, también ella. —Se detuvo como a punto de revelar un enigma, bebió un trago de ginebra, limpiándose la boca con la mano—. Tú no te dabas cuenta, pero no he olvidado cómo te miraba. Subías a la tarima, tocabas unas notas y ya no existía para ella nada más que tu música. Recuerdo que pensé una vez: «Exactamente así es como desea un hombre que lo mire la mujer que ama.» Me dejó, ya sabes. Toda una vida juntos y me dejó tirado en Berlín.

Miente, pensó Biralbo, queriendo defenderse de una trampa invisible, del desvarío del alcohol, finge que nunca supo nada para averiguar algo que no sé lo que es y que debo ocultarle, siempre ha mentido porque no sabe no mentir, es mentira la nostalgia, la amistad, el dolor, hasta el brillo de esos ojos demasiado azules que no expresan más que su pura frialdad, aunque sea cierto que está solo y perdido en Lisboa, igual que yo, solo y perdido y recordando a Lucrecia y conversando conmigo por la simple razón de que yo también la conocí. De modo que debía mantenerse en guardia y no seguir bebiendo, decirle que se iba, huir cuanto antes, ahora mismo. Pero le pesaba la cabeza, lo aturdían la música y las mutaciones de las luces, esperaría unos minutos más, el tiempo de otra copa…

—Hay una pregunta que siempre he querido hacerte —dijo Malcolm, estaba tan serio que parecía sobrio, dotado acaso de esa gravedad de quien está a punto de caer al suelo—. Una pregunta personal. —Biralbo se puso rígido, se arrepintió de haber bebido tanto y de continuar allí—. No me contestes si no quieres. Pero si lo haces prométeme que me dirás la verdad.

—Prometido —dijo Biralbo. Para defenderse pensó: «Ahora va a decirlo. Ahora va a preguntarme si me acosté con su mujer.»

—¿Estabas enamorado de Lucrecia?

—Eso no importa ahora. Hace mucho tiempo, Malcolm.

—Me has prometido la verdad. —Pero tú antes dijiste que yo no me fijaba en las mujeres, ni siquiera en ella.

—En Lucrecia sí. Íbamos al Viena a desayunar y nos encontrábamos contigo. Y en el Lady Bird, ¿te acuerdas? Terminabas de tocar y te sentabas con nosotros. Hablabais mucho, lo hacíais para poder miraros a los ojos, conocíais todos los libros y habíais visto todas las películas y sabíais los nombres de todos los actores y de todos los músicos, ¿te acuerdas? Yo os escuchaba y me parecía siempre que estabais hablando en un idioma que no podía entender. Por eso me dejó. Por las películas y los libros y las canciones. No lo niegues, tú estabas enamorado de ella. ¿Sabes por qué me la llevé de San Sebastián? Te lo diré. Tienes razón, ya no importa. Me la llevé para que no se enamorara de ti. Aunque no os conocierais, aunque no os hubierais visto nunca yo habría tenido celos. Te diré algo más: todavía los tengo.

Biralbo advertía vagamente que no estaban solos en el gran sótano del Burma. Mujeres rubias y hombres embozados en el gesto de fumar cigarrillos subían o bajaban por las escaleras metálicas y las luces rojas seguían encendiéndose sobre puertas cerradas. Sintiendo que atravesaba un desierto cruzó toda la lejanía del salón para llegar a los lavabos. Con la cara muy cerca de los azulejos helados de la pared pensó que había pasado mucho tiempo desde que se separó de Malcolm, que tardaría mucho más en volver. Iba a salir y no acertó a abrir la puerta, lo confundía el silencio y la repetición de las formas de porcelana blanca, multiplicadas por el brillo de los tubos fluorescentes. Se inclinó para echarse agua fría en la cara sobre un lavabo tan grande como una pila bautismal. Había alguien más en el espejo cuando abrió los ojos. De pronto todos los rostros de su memoria regresaban, como si los hubieran convocado la ginebra o Lisboa, todos los rostros olvidados para siempre y los perdidos sin remedio y los que nunca creyó que volviera a ver más. De qué sirve huir de las ciudades si lo persiguen a uno hasta el fin del mundo. Estaba en Lisboa, en los lavabos irreales del Burma Club, pero la cara que tenía ante sí, a su espalda, porque al ver la pistola tardó un poco en volverse, también pertenecía al pasado y al Lady Bird: sonriendo con inextinguible felicidad Toussaints Morton le apuntaba a la nuca. Seguía hablando como un negro de película o como un mal actor que imita en el teatro el acento francés. Tenía el pelo más gris y estaba más gordo, pero aún usaba las mismas camisas y pulseras doradas y una tranquila cortesía de ofidio.

—Amigo mío —dijo—. Vuélvase muy despacio, pero no levante las manos, por favor, es una vulgaridad, no la soporto ni en el cine. Bastará que las mantenga separadas del cuerpo. Así. Permítame que le registre los bolsillos. ¿Nota frío en la nuca? Es mi pistola. Nada en la chaqueta. Perfecto. Ahora sólo queda el pantalón. Lo entiendo, no me mire así, para mí es tan desagradable como para usted. ¿Imagina que alguien entrase ahora? Pensaría lo peor al verme tan pegado a usted, en un lavabo. Pero no se preocupe, el amigo Malcolm vigila la puerta. Desde luego que no merece nuestra confianza, no, tampoco la de usted, pero debo confesarle que no me he arriesgado a dejarlo solo. Basta que lo haga para que nos ocurra una desgracia. Así que la dulce Daphne está con él. Daphne, ¿no se acuerda?, mi secretaria. Tenía ganas de volver a verle. Nada en el pantalón. ¿Los calcetines? Hay quien guarda ahí un cuchillo. No usted. Daphne me lo decía: «Toussaints, Santiago Biralbo es un joven excelente. No me extraña que Lucrecia dejara por él a ese animal de Malcolm.» Ahora saldremos. No se le ocurra gritar. Ni correr, como la última vez que nos vimos. ¿Me creerá si le digo que todavía me duele aquel golpe? Daphne tiene razón. Caí en una mala postura. Usted piensa que si pide socorro el camarero llamará a la policía. Error, amigo mío. Nadie oirá nada. ¿Ha notado cuántas tiendas de aparatos para sordos hay en esta ciudad? Abra la puerta. Usted primero, por favor. Así, las manos separadas, mirando al frente, sonría. Se ha despeinado usted. Está pálido. ¿Le hizo daño la ginebra? Quién le manda ir por los bares con Malcolm. Sonríale a Daphne. Ella le aprecia más de lo que usted imagina. En línea recta, por favor. ¿Ve aquella luz del fondo?

No tenía miedo, sólo una náusea detenida en su estómago, la contrición de haber bebido tanto, un obstinado sentimiento de que aquellas cosas no ocurrían de verdad. A su espalda Toussaints Morton conversaba jovialmente con Malcolm y Daphne, la mano derecha en el bolsillo de su cazadora marrón, el brazo ligeramente flexionado, como si imitara el gesto ceñido de un tanguista. Cuando pasaron bajo el gran reloj suspendido del techo sus caras y sus manos se tiñeron pálidamente de verde. Biralbo levantó los ojos y vio en torno a la esfera una leyenda circular:
Um Oriente ao oriente do Oriente
.

Toussaints Morton le dijo con suavidad que se detuviera frente a una de las puertas cerradas. Todas eran metálicas y estaban pintadas de negro o de un azul muy oscuro, igual que las paredes y el piso de madera. Malcolm abrió y se hizo a un lado para que los otros pasaran, muy dócil, con la cabeza baja, como el botones de un hotel.

La habitación era pequeña y estrecha y olía a jabón vulgar y a sudor enfriado. Un diván, una lámpara, una enredadera de plástico y un bidet la ocupaban. La luz tenía tonos rosados en los que parecía diluirse una vana música ambiental de guitarras y órgano. «Tal vez van a matarme aquí», pensó Biralbo con indiferencia y desengaño, mirando el papel de las paredes, la tapicería color salmón del diván, que tenía manchas alargadas y quemaduras de cigarrillos. Apenas podían moverse los cuatro en un espacio tan breve, era casi como viajar en un vagón de Metro sintiendo en la espina dorsal aquella cosa dura y helada, notando en la nuca la pesada respiración de Toussaints Morton. Daphne examinó severamente el diván y se sentó casi al filo con las rodillas muy juntas. Con un vaivén se apartó de la cara la melena platino y luego quedó inmóvil, de perfil ante Biralbo, mirando la porcelana rosa del bidet.

—Siéntate tú también —le ordenó Malcolm. Ahora era él quien sostenía la pistola.

—Amigo mío —dijo Toussaints Morton—, será preciso que disculpe usted la rudeza de Malcolm, ha bebido en exceso. No es por completo culpa suya. Lo vio a usted, me llamó, le pedí que lo entretuviera un poco, no hasta ese punto, desde luego. ¿Me permitirá decirle que también a usted le huele el aliento a ginebra?

—Es tarde —dijo Malcolm—. No tenemos toda la noche.

—Detesto esa música. —Toussaints Morton miraba los rincones de la habitación buscando los altavoces invisibles donde había empezado blandamente a sonar una fuga barroca—. Daphne, apágala.

Todo fue más extraño cuando se hizo el silencio. La música del exterior no llegaba a través de las paredes acolchadas. Del bolsillo superior de su cazadora Toussaints Morton sacó un transistor y desplegó su antena larguísima hasta rozar con ella el techo. Sonaron entre pitidos voces portuguesas, italianas, españolas, Toussaints Morton escuchaba y maldecía manejando el transistor con sus dedos de hércules. Se detuvo y sonrió cuando logró captar algo que parecía una obertura de ópera. «Ahora va a golpearme», pensó Biralbo, incurablemente adicto al cine, «pondrá la música muy alta para que nadie oiga mis gritos».

—Adoro a Rossini —dijo Toussaints Morton—. Antídoto perfecto contra tanto Verdi y tanto Wagner.

Depositó el transistor junto a los grifos del bidet y se sentó en el borde, repitiendo la melodía con la boca cerrada. Incómodo, tal vez un poco culpable o abatido por el efecto del alcohol, Malcolm se apoyaba sobre un pie y luego sobre otro y apuntaba a Biralbo procurando no mirarlo a los ojos.

—Mi querido amigo. Mi muy querido amigo. —La cara de Toussaints Morton se ensanchó en una sonrisa paternal—. Todo esto es muy desagradable. Créame, también para nosotros. De modo que será mejor que lo que tenemos que hacer lo hagamos cuanto antes. Yo le hago tres preguntas, usted me contesta a cualquiera de ellas y todos nosotros olvidamos el pasado. Número uno: dónde está la bella Lucrecia. Número dos, dónde está el cuadro. Número tres, si ya no hay cuadro, dónde está el dinero. Por favor, no me mire así, no diga lo que ha estado a punto de decirme. Usted es un caballero, lo supe desde la primera vez que lo vi, usted supone que debe mentirnos, creyendo que protegerá a Lucrecia, desde luego, que no es propio de un caballero divulgar por ahí los secretos de una dama. Permítame sugerirle que ya conocemos ese juego. Lo jugamos hace tiempo, en San Sebastián, ¿se acuerda?

—Hace años que no sé nada de Lucrecia. —Biralbo comenzaba a sentir el tedio de quien responde a un cuestionario oficial.

—Curioso entonces que cierta noche saliera usted de su casa de San Sebastián, con muy malos modos, desde luego. —Toussaints Morton se tocó el hombro izquierdo haciendo como si se le reavivara un antiguo dolor—. Que al día siguiente emprendieran juntos un largo viaje…

—¿Es eso verdad? —Como si despertara bruscamente, Malcolm levantó la pistola y por primera vez desde que entraron en la habitación miró a Biralbo a los ojos. Los de Daphne, muy abiertos y fijos, se movían de un lado a otro con ligeros espasmos, como las pupilas de un pájaro.

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