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Authors: Kate Morton

El jardín olvidado (57 page)

Luego de una pausa momentánea, su perseguidor se dio a conocer.

—¡Ivory! —El alivio fue seguido rápidamente por la consternación—. ¿Qué estás haciendo aquí? Sabes que no se te permite cruzar las puertas del laberinto.

—Por favor, papá —rogó la pequeña—. Llévame contigo. Davies dice que hay un jardín donde termina el laberinto, en donde comienzan todos los arcos iris del mundo.

Nathaniel no pudo sino admirar la imagen.

—¿Eso dice?

Ivory asintió con esa honestidad infantil que cautivaba a Nathaniel. Consultó su reloj de bolsillo. Adeline estaría de regreso en una hora, ansiosa de controlar el avance del retrato de lord Haymarket. No había tiempo para llevar a Ivory a la casa y regresar, y quién sabía cuándo se volvería a presentar nuevamente la oportunidad. Se rascó una oreja y suspiró.

—Vamos pues, pequeña.

Ella lo siguió de cerca, tarareando una canción que Nathaniel reconoció como «Naranjas y limones». A saber dónde la habría aprendido. No de Rose, quien tenía una terrible memoria para las letras y las melodías; ni de Adeline, para quien la música poco significaba. Uno de los sirvientes, sin duda. A falta de una institutriz adecuada, su hija pasaba gran parte de su tiempo con el personal de Blackhurst. ¿Quién podía saber qué otras cuestionables habilidades estaba adquiriendo como consecuencia?

—¿Papá?

—Sí.

—Hice otro dibujo en mi mente.

—¿Ah? —Nathaniel apartó un seto espinoso para que Ivory pudiera pasar.

—Es el barco con el capitán Ahab. Y la ballena nadando a su lado.

—¿De qué color es la vela?

—Blanca, por supuesto.

—¿Y la ballena?

—Gris como una nube de tormenta.

—¿Y cómo huele tu barco?

—A agua salada, y a las botas sucias de Davies.

Divertido, Nathaniel enarcó sus cejas.

—Lo imaginaba. —Era uno de sus juegos favoritos, que jugaban con frecuencia por las tardes, ya que Ivory había adquirido la costumbre de pasarlas en su estudio. Le había sorprendido descubrir que disfrutaba con la compañía de la niña. Ella le hacía ver las cosas de otro modo, más sencillo, de un modo que daba nueva vida a sus retratos. Sus frecuentes preguntas sobre lo que estaba haciendo y por qué lo estaba haciendo requería que explicara cosas que hacía tiempo había olvidado apreciar: que uno debe dibujar lo que ve, no lo que imagina que está allí; que cada imagen está constituida simplemente de líneas y formas; que los colores deben a la vez revelar y ocultar.

—¿Por qué estamos yendo por el laberinto, papá?

—Hay alguien al otro lado a quien debo ver.

Ivory meditó sobre ello.

—¿Es una persona, papá?

—Por supuesto que es una persona. ¿Acaso crees que tu papá se va a encontrar con una bestia?

Dieron la vuelta a una esquina, luego a otra en rápida sucesión y Nathaniel pensó en una canica deslizándose por las vueltas y revueltas de la pista que Ivory había construido en su cuarto de juegos. Siguiendo las curvas y rectas con poco control sobre su propio destino. Una tonta asociación, claro, porque ¿qué eran las acciones de hoy sino las de un hombre haciéndose cargo de su propio destino?

Doblaron un último recodo y llegaron a la puerta del jardín oculto. Nathaniel se detuvo, se arrodilló y tomó con gentileza a su hija por sus huesudos hombros.

—Bueno, Ivory —dijo cuidadosamente—, hoy te he traído por el laberinto.

—Sí, papá.

—Pero no debes volver nunca, y menos, sola. —Nathaniel apretó los labios—. Y creo que sería mejor si… si esta excursión de hoy…

—No te preocupes, papá. No se lo diré a mamá.

Nathaniel sintió alivio mezclado con la desagradable sensación de estar conspirando con su hija contra su esposa.

—Ni tampoco a Abuela, papá.

Nathaniel asintió, sonriendo levemente.

—Es mejor así.

—Un secreto.

—Sí, un secreto.

Abrió la puerta hacia el jardín oculto e hizo entrar a Ivory. Había esperado, a medias, ver a Eliza, sentada como la Reina de las Hadas sobre el montículo de césped bajo el manzano, pero el jardín estaba inmóvil y silencioso. El único movimiento provenía de un petirrojo —¿el mismo?— que inclinó su cabeza y miró casi con sentido de propiedad mientras Nathaniel avanzaba por el zigzagueante sendero.

—Oh, papá —exclamó Ivory, mirando maravillada el jardín. Alzó la vista, contemplando las enredaderas que iban de un lado a otro, desde la cima de uno de los muros hasta el otro—. Es un jardín
mágico
.

Qué raro que una niña pudiera percibir semejantes cosas. Nathaniel se preguntó qué tenía el jardín de Eliza que hacía que uno sintiera que tal esplendor no podía haber ocurrido por sí solo. Que algún trato había sido sellado con los espíritus del otro lado del velo para procurar semejante abundancia.

Guió a Ivory a través de la puerta sur y por el sendero que bordeaba el lateral de la cabaña. A pesar de la hora, estaba fresco y oscuro en el jardín del frente, cortesía del muro de piedra que Adeline había hecho construir. Nathaniel colocó una mano en los hombros de Ivory, sus alas de hada.

—Escucha —dijo—. Papá va a entrar pero tú debes esperar aquí, en el jardín.

—Sí, papá.

Dudó.

—No te muevas de aquí.

—Oh, no, papá —respondió de modo inocente, como si andar por donde no debiera fuera lo más lejano de su mente.

Con un gesto de asentimiento, Nathaniel se dirigió a la puerta. Golpeó y esperó a que Eliza apareciera, mientras se ajustaba las mangas de su camisa.

La puerta se abrió y allí estaba ella. Como si la hubiera visto ayer. Como si cuatro años no hubieran transcurrido entre ambos.

* * *

Mientras Nathaniel se sentaba en una silla junto a la mesa, Eliza se quedó de pie al otro lado, los dedos descansando levemente sobre el borde de la misma. Lo miraba de ese modo singular que tenía. Desprovisto de convencionalismos que sugirieran que estaba contenta de verlo. ¿Era vanidad lo que le hacía pensar que se alegraría de verlo? Algo de la luz de la cabaña conspiraba para que sus cabellos fueran de un rojo más brillante que lo habitual. Rayos de luz solar jugaban con sus bucles, de modo que parecía como si verdaderamente hubiera sido producto del oro de las hadas. Nathaniel se reprendió, estaba permitiendo que su conocimiento de los relatos se filtrara en la imagen de la mujer misma. Sabía que no era correcto.

Un aire enrarecido se interponía entre ambos. Había mucho por decir y sin embargo no se le ocurría qué. Era la primera vez que la veía desde que se habían realizado los arreglos. Se aclaró la garganta, extendió su mano como si fuera a tomar la suya. No pareció poder resistirlo. Ella alzó sus dedos de repente, y volvió su atención a la cocina.

Nathaniel se reclinó contra el respaldo de su silla. Se preguntó cómo comenzar, qué palabras usar para su mensaje.

—¿Sabes por qué he venido? —dijo por fin.

Ella respondió sin volverse:

—Por supuesto.

Él observó sus dedos, tan delgados, mientras ponía la tetera al fuego.

—Entonces sabes qué es lo que vengo a decir.

—Sí.

Desde fuera, flotando leve sobre la brisa que se filtraba por la ventana, llegó una voz, la voz más dulce: «Naranjas y limones, dicen las campanas de San Clemente…».

La espalda de Eliza se tensó como Nathaniel pudo percibir en su nuca. Semejante a la espalda de una niña. Se volvió de golpe.

—¿La niña está aquí?

Nathaniel se sintió perversamente complacido por la expresión del rostro de Eliza, la de un animal a punto de ser capturado. Ansiaba plasmarla en el papel, los ojos abiertos, las mejillas pálidas, la boca apretada. Sabía que podía intentarlo tan pronto como regresara a su estudio.

—¿Has traído a la niña?

—Me siguió. No me di cuenta hasta que fue demasiado tarde.

El aspecto de preocupación desapareció del rostro de Eliza, transformándose en una débil sonrisa.

—Es sigilosa.

—Hay quien diría traviesa.

Eliza se sentó con suavidad en la silla.

—Me agrada saber que a la niña le gustan los juegos.

—No estoy seguro de que a su madre le complazca el lado aventurero de Ivory.

Su sonrisa fue imposible de leer.

—Y menos aún a su abuela.

La sonrisa se ensanchó. Nathaniel respondió brevemente, y luego apartó la vista. Murmuró su nombre: «Eliza», y sacudió la cabeza. Comenzó a decir lo que había ido a decir:

—El otro día…

—El otro día me alegró ver que la niña estaba bien. —Habló con rapidez, ansiosa, al parecer, de impedir que la conversación siguiera esos derroteros.

—Claro que está bien, no le falta nada.

—La apariencia de abundancia puede ser engañosa, no siempre significa que una persona está bien. Pregúntale a tu mujer.

—Eso ha sido innecesariamente cruel.

Una aguda señal de asentimiento. Simple acuerdo, ni una sombra de arrepentimiento. Nathaniel se encontró preguntándose si tal vez careciera de moral, pero sabía que no era así. Ella lo miró sin parpadear.

—Has venido por mi regalo.

Nathaniel bajó la voz.

—Fue una locura por tu parte llevarlo. Ya sabes cómo piensa Rose.

—Lo sé. Pero pensé ¿qué mal puede causar la entrega de semejante objeto?

—Ya sabes qué mal, y sé que como amiga de Rose no desearías causarle angustias. Como amiga mía… —De pronto se sintió ridículo, bajó la vista al suelo, a los tablones, en busca de apoyo—. Debo rogarte que no vuelvas, Eliza. Rose sufrió mucho después de tu visita. A ella no le gusta recordar.

—La memoria es una amante cruel con la que todos debemos aprender a bailar.

Antes de que Nathaniel pudiera esbozar una respuesta, Eliza volvió su atención al fogón.

—¿Quieres té?

—No —dijo, sintiéndose superado, aunque no estaba seguro por qué—. Debo regresar.

—Rose no sabe que estás aquí.

—Debo regresar. —Se puso el sombrero y caminó hacia la puerta de la cocina.

—¿Lo has visto? Ha quedado bien, creo.

Nathaniel hizo una pausa pero no se volvió.

—Adiós, Eliza. Ya no te veré más. —Metió los brazos en las mangas de su abrigo e hizo a un lado las irritantes e inmanejables dudas.

Estaba casi a la puerta cuando escuchó a Eliza en el vestíbulo, a su espalda.

—Aguarda —pidió, con algo menos de compostura—. Permíteme echar un vistazo a la niña, a la hija de Rose.

Nathaniel apretó los dedos contra el frío picaporte metálico. Apretó los dientes mientras pensaba en una respuesta.

—Será la última vez.

¿Cómo podía negarse a semejante petición?

—Una mirada. Después tengo que llevarla, llevarla a su casa.

Juntos atravesaron la puerta del frente y fueron al jardín. Ivory, estaba sentada en el borde de la fuente, los dedos de los pies curvados, de modo que besaban el agua, cantando para sí mientras empujaba una hoja por la superficie.

Al alzar la niña la vista, Nathaniel puso con delicadeza su mano en el brazo de Eliza y le indicó que avanzara.

* * *

El viento se había levantado y Linus tuvo que apoyarse sobre su bastón para evitar perder el equilibrio. En la cala, el mar usualmente calmo había estado agitado con pequeñas olas de cresta blanca que se apresuraban hacia la costa. El sol estaba oculto detrás de un manto de nubes, muy distinto a los perfectos días de verano que pasara tiempo atrás, con su
poupée
.

El pequeño bote de madera había sido de Georgiana, un regalo de Padre, pero ella se había complacido en compartirlo con él. No había pensado por un momento que su pierna débil lo volvía menos hombre, más allá de lo que dijera su padre. En las tardes cuando el aire estaba tibio y dulce remaban juntos hasta el centro de la ensenada. Sentados, mientras las olas lamían gentilmente la base del bote, ninguno de ellos preocupado por nada salvo el otro. O al menos eso había creído Linus.

Cuando se fue, se había llevado con ella la frágil impresión de solidaridad que él había cultivado. La sensación de que, aunque sus padres lo juzgaban un muchacho tonto sin valor ni función, él tenía algo que ofrecer. Sin Georgiana volvía a ser inútil, sin propósito. Por eso había decidido que ella debía regresar.

Linus había contratado a un hombre. Henry Mansell, un sujeto oscuro y siniestro cuyo nombre se susurraba en las tabernas de Cornualles y que le fue facilitado a través del mayordomo de un conde de la zona. Se decía que sabía cómo tomar cartas en cualquier asunto.

Linus le habló a Mansell sobre Georgiana y el daño que el sujeto que se la llevó le había causado, le dijo que el hombre trabajaba en los barcos en Londres.

La siguiente noticia que tuvo Linus fue que el marino estaba muerto. Un accidente, dijo Mansell, su rostro sin mostrar emoción alguna, un desafortunado accidente.

Fue una extraña sensación la que animó a Linus esa tarde. La vida de un hombre había sido arrancada a petición suya. Era poderoso, capaz de imponer su voluntad a los demás; sintió ganas de cantar.

Le había proporcionado a Mansell una generosa retribución, luego el hombre se había marchado, en busca de Georgiana. Linus había estado exultante de esperanza, porque seguramente no había límites para lo que Mansell podía lograr. Su
poupée
volvería a casa de inmediato, agradecida del rescate. Las cosas volverían a ser como antes…

La roca negra parecía hoy enfurecida. Linus sintió que su corazón daba un salto al recordar a Georgiana sentada en la cima. Buscó en su bolsillo y tomó la fotografía, alisándola gentilmente con el pulgar.


Poupée
. —Medio pensamiento, medio susurro. No importaba lo mucho que Mansell la hubiera perseguido, nunca la encontró. Buscó en el continente, siguió pistas en Londres, sin resultado. Linus no supo nada hasta finales de 1900, cuando le llegaron noticias de que una niña había sido hallada en Londres. Una niña de cabellos rojos con los ojos de su madre.

Linus alzó la mirada hacia el mar, miró a un lado hacia la cima del acantilado que limitaba a la izquierda de la cala. Desde donde estaba podía ver la esquina del nuevo muro de piedra.

Cómo se había regocijado ante la nueva de la niña. Había llegado muy tarde para recuperar a Georgiana, pero a través de esa niña ella regresaría.

Sin embargo, las cosas no habían salido como él esperaba. Eliza se le había resistido, nunca había comprendido que él había enviado por ella, que la había llevado hasta allí para que supiera que le pertenecía a él.

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