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Authors: César Mallorquí

Tags: #Intriga, Policiaco

El juego de Caín (17 page)

Horas después, Óscar se incorporó en la cama y consultó la luminosa esfera del despertador.

—Es tarde —dijo—. Supongo que debería irme.

Me volví hacia él y le acaricié la espalda, deslizando la yema de los dedos a lo largo de su columna vertebral.

—No te vayas —respondí—. Quédate a dormir.

* * *

Eran casi las nueve y media cuando me desperté, de modo que, hiciera lo que hiciese, iba a llegar tarde al trabajo. Salté de la cama y corrí al cuarto de baño para darme una ducha; cuando regresé al dormitorio, envuelta en una toalla, Óscar estaba despierto y sentado en la cama, con la espalda apoyada contra el cabecero.

—Buenos días —me saludó.

—Hola —respondí, sonriente, mientras abría el armario—. Es tardísimo.

—Vale; me daré prisa en ducharme. —Se levantó de la cama y, abrazándome por detrás, me besó en la nuca—. Estás preciosa —susurró.

Le acaricié el cabello y él comenzó a alejarse en dirección al baño, pero se detuvo con la mirada fija en el zapatero, que ocupaba medio armario.

—Dios santo —musitó, asombrado—. ¿Pero cuántos zapatos tienes?

—Cincuenta y tres pares —respondí, escogiendo la ropa que iba a ponerme.

—¿Y para qué quieres tantos?

—Me encantan. Soy una Imelda Marcos.

—¿Por qué? —insistió—. ¿Por qué zapatos y no blusas, o faldas, o pantalones?

Dejé el traje que había escogido sobre la cama y me volví hacia él.

—Porque la ropa es traicionera —repuse—. Vas a una
boutique
, ves un vestido precioso, te lo quieres probar y resulta que no hay de tu talla; o la hay, pero lo que le quedaba de fábula al maniquí a ti te sienta como un saco de patatas. O a lo mejor te queda perfecto y te lo compras, pero al cabo de un año no puedes entrar en él porque has engordado un par de kilos. Sin embargo, con los zapatos no ocurre nada de eso. Calzo un treinta y ocho, así que no tengo problemas de talla; cualquier modelo que me guste, me valdrá. Y una vez que me compre un buen par de zapatos, dará igual si engordo o adelgazo, porque siempre podré ponérmelos. Y, por último, si un día estoy hecha polvo, si las ojeras me llegan hasta las rodillas y de puro demacrada parezco la novia de Frankenstein, al menos sabré que una parte de mí, los pies, resplandece.

Óscar me contempló con una ceja levantada, como un antropólogo presenciando los exóticos e incomprensibles rituales de alguna tribu amazónica.

—¿Eso es normal? —preguntó—. Quiero decir: ¿le pasa lo mismo a otras mujeres o sólo a ti?

Solté un bufido y le di un azote en el trasero.

—Los hombres no entendéis nada —dije—. Largo de aquí, vete a duchar.

Desayunamos café con leche en la cocina, de pie junto a la mesa, frente a frente, en silencio. Cuando acabamos, dejé las tazas en el fregadero y me aproximé a él.

—Óscar, quiero decirte algo…

Alzó las manos, fingiendo protegerse de un golpe.

—Qué miedo me das cuando empiezas a hablar así —dijo.

Le besé en los labios y proseguí:

—Quiero decirte que me encanta estar contigo y que no volveré a rehuirte jamás.

—Genial, aunque me parece que va a haber algún pero…

—Sí, un pero pequeñito. El asunto de Mochedano está a punto de resolverse y debo concentrarme en él, así que no voy a poder dedicarte mucho tiempo.

—¿Ya no necesitas mi asesoría técnica?

—No lo sé. Ni siquiera estoy segura de que el caso tenga que ver con el fútbol.

—¿Cuándo crees que terminará todo?

—Con un poco de suerte, el viernes que viene.

Óscar asintió.

—De acuerdo, te dejaré tranquila toda la semana, pero con una condición. Los Tigres de Pozuelo, mi equipo de fútbol siete, va segundo en la liga, empatado a puntos con el Bernadette, que es el primero. El próximo domingo, mis chicos juegan el último partido de la temporada y su rival es precisamente el Bernadette, de modo que si ganan serán campeones de liga. El partido se celebrará en el polideportivo Carlos Ruiz a mediodía y me encantaría que vinieras a vernos jugar. ¿Lo harás?

—Claro.

—¿Es una promesa?

—Es un solemne juramento.

Bajamos a la calle y nos despedimos con un beso. Mientras yo ponía el coche en marcha, Óscar partió en busca de un taxi; antes de arrancar, observé por el espejo retrovisor cómo se alejaba cojeando ligeramente, y sentí que ya estaba empezando a echarle de menos. Ojalá llegara pronto el domingo, pensé… Por desgracia, esa semana acabaría durando una eternidad y, cuando concluyese, todo habría cambiado. Entre otras cosas, porque para entonces yo sería cómplice involuntaria o encubridora de cuatro homicidios.

Capítulo 12

Mientras me dirigía a la oficina, volví a tener la sensación de que me seguían, pero, aunque miré varias veces por el retrovisor, no advertí nada extraño, así que de nuevo lo atribuí a mi imaginación. Lo primero que hice cuando llegué al despacho fue telefonear a Félix para preguntarle qué había ocurrido en casa de Mochedano durante las últimas veinticuatro horas.

—Estaba sobando, tía —dijo el Gato con voz adormilada—. ¿No podías esperar a que te mandara el informe?

—Sí, pero me apetecía tocarte un poco las narices. Venga, espabílate que son las diez y media pasadas.

Refunfuñando —y tras proclamar en tono ofendido que se había pasado media noche vigilando el hogar de Mochedano—, Félix me contó que el día anterior, a las cinco y cuarto de la tarde, Müller se había presentado en casa del jugador, donde había permanecido casi tres horas. Ninguna visita más, eso era todo. Le di las gracias y él, antes de colgar, rezongó:

—¿Y para esto me has despertado, tía? Ya verás como ahora me cuesta un huevo volver a pillar el sueño.

Acto seguido llamé a Violeta.

—Ya está todo listo, querida —me dijo—. En Interlandia hay veintidós ordenadores y los tengo controlados del primero al último. Me ha ayudado un amigo de Félix, un tal Delco. Por cierto, habla como si se hubiera fumado cinco canutos.

—Lo más probable es que hayan sido diez.

—Ya decía yo. El caso es que hemos hecho un croquis del local y cada ordenador tiene asignado un número. En cuanto el chantajista entre en su cuenta de Yahoo, sabremos qué equipo está usando.

—Si es que no cambia de cibercafé.

—Exacto, princesa; crucemos los dedos para que siga fiel a sus costumbres.

—¿Alguna novedad con los teléfonos de Mochedano?

—Qué va; todas las llamadas que hace o recibe son aburridísimas. Resultan mucho más interesantes las de su vecino, que se llama Damián, está casado y tiene una amante… pero bueno, eso no viene al caso.

—¿Y el teléfono codificado?

—Mochedano lo ha utilizado varias veces. Llama o recibe llamadas de dos números distintos, ambos con sistemas de encriptación. El primero que intercepté, lo llamaremos X, es el que más actividad tiene. Del segundo, al que denominaremos Y, sólo tengo registradas tres llamadas.

—Y no podemos identificar ninguno de esos móviles.

—No, querida; todos son de prepago.

Mientras hablaba con Violeta me dedicaba a hacer garabatos sobre un papel. Escribí «X» en una esquina de la hoja, puse «Y» en el otro extremo y en medio tracé un signo de interrogación.

—¿Sabes a qué hora abrió Mochedano el
e-mail
del chantajista? —pregunté.

—Yo lo sé todo, bomboncito. Espera un momento que lo consulte… —Una pausa—. Aquí lo tengo: abrió el mensaje a las cuatro y siete minutos de la tarde.

—¿Utilizó después el móvil codificado?

A través del auricular me llegó el sonido de unos dedos pulsando un teclado.

—Sí, señora, premio —respondió mi prima—. Llamó a X doce minutos más tarde.

Y una hora después, pensé, Müller se presentaba en casa del jugador. Lo cual permitía inferir dos cosas: que X era Müller y que Mochedano había incumplido las órdenes del chantajista y le había contado a su representante que estaba siendo sometido a una extorsión. Al menos, eso era lo más probable. Pero entonces, ¿quién era Y? ¿El desaparecido hermano del jugador?

—¿Mochedano llamó ayer al segundo teléfono? —pregunté.

—Pues sí, sí que lo hizo; aunque mucho después. En concreto, telefoneó a Y a las nueve y veinticuatro de la noche.

Poco a poco comenzaba a formarme un cuadro mental de aquel asunto. Aún no era un paisaje bien definido; faltaba la composición final y algunas figuras importantes, pero ya tenía los motivos principales: Rubén Mochedano, su hermano Simón, Müller y el todavía desconocido chantajista, que, una vez identificado, sería la clave para darle sentido a todo el conjunto.

También estaba segura de algo, aunque aún no tenía pruebas: Simón Mochedano estaba vivo y oculto en algún lugar, pero no en Colombia, sino en Madrid.

* * *

Pasé el resto del día revisando el plan de vigilancia y seguimiento que había preparado para el viernes. No sabía qué sistema iba a seguir el chantajista para cobrar los dos millones de euros, pero sospechaba que, fuera cual fuese, habría teléfonos móviles de por medio, así que llamé a mi cuñado Sebastián para pedirle que me consiguiera otro interceptor de llamadas como el que había instalado frente a la casa de Mochedano.

Hermes estuvo fuera toda la tarde. A las siete le dije a Gabriel que podía irse; treinta minutos después telefoneó mi madre y me tuvo casi una hora pegada al teléfono, de modo que salí muy tarde de la agencia. Llegué a casa a las nueve y media. Puse un CD de Charles Mingus en el reproductor y, mientras las notas del contrabajo impregnaban de sentimiento la atmósfera de mi hogar, fui a la cocina, lavé unas hojas de lechuga, corté unas rodajas de tomate, abrí un bote de mahonesa y preparé un sandwich vegetal.

Me lo tomé en el salón, sentada en el sofá, pensando en Óscar; y entonces, cuando acababa de tragar el último bocado, como obedeciendo a una misteriosa sincronización entre mi glotis y la compañía telefónica, el móvil se puso a sonar. Creí que era Óscar, lo reconozco, así que salté del sofá y me precipité a contestar la llamada, pero en la pantalla del Motorola no aparecía el nombre de mi amante
(¿mi amante…
?, qué raro sonaba eso), sino un número desconocido. Oprimí la tecla verde y contesté.

—¿Sí…?

—¿Carmen Hidalgo? —dijo una voz de hombre con leve acento sudamericano.

—Soy yo.

—Mucho gusto, señora. Me llamo Juan Pérez.

«Juan Pérez», el más vulgar de los nombres falsos.

—¿Nos conocemos? —pregunté.

—No, señora, no tengo el placer.

—Entonces, ¿cómo ha conseguido este número?

—Me lo facilitó un amigo; pero eso no importa ahora, señora. Según tengo entendido, está usted investigando a Rubén Mochedano.

Me puse en tensión, súbitamente alerta.

—Se equivoca —dije—. ¿Quién le ha contado eso?

—No se moleste en negarlo. No era una pregunta; sé que su agencia está investigando a Mochedano. Por eso la he llamado: para llegar a un acuerdo con usted.

—¿Qué clase de acuerdo?

—Uno muy conveniente para los dos. Verá, señora, Rubén Mochedano oculta un secreto y yo sé cuál es. Y también sé que a usted le interesaría mucho conocer ese secreto, de modo que estoy dispuesto a revelárselo a cambio de una pequeña recompensa. Digamos que diez mil euros serían suficiente.

—¿No es mucho dinero por una simple confidencia?

—No se trata de una simple confidencia, señora. Cualquier periódico me pagaría el triple.

—Entonces, ¿por qué no acude a la prensa?

—Porque los periodistas son indiscretos y mi nombre podría acabar saliendo a la luz. Y si eso ocurriese, yo correría peligro, créame. Aunque me cueste dinero, prefiero tratar con alguien más discreto.

Todo aquello sonaba muy raro, aunque era evidente que «Juan Pérez» sabía cosas que supuestamente no debería saber, como, por ejemplo, que yo estaba investigando al media punta del Chamartín.

—¿Cómo es que usted conoce los secretos de Mochedano? —pregunté.

—Porque soy alguien muy próximo a él.

—Alguien que, evidentemente, no se llama «Juan Pérez».

—Así es, señora. Prefiero permanecer en el anonimato. Reflexioné brevemente.

—De acuerdo, estoy dispuesta a estudiar su oferta —dije—. ¿Por qué no se pasa mañana a primera hora por mi despacho y…?

—No, señora, lo siento —me interrumpió—. Este asunto debe quedar zanjado hoy.

—¿Hoy? Pero si son las diez y media de la noche.

—Lo sé, pero no puedo esperar a mañana. Si le interesa lo que tengo que decirle, podemos vernos dentro de una hora.

—Un momento —protesté—; ¿cree que tengo diez mil euros en casa?

—Supongo que no, pero aceptaré un cheque suyo al portador; sé que es usted de fiar. Ahora preste atención: a la altura del número 18 del Paseo de la Dirección hay un bar llamado Casa Rita. Estaré allí a las once y media; podrá reconocerme porque llevo una corbata a franjas rojas y azules. Pero si decide venir, hágalo sola, porque en caso contrario no acudiré a la cita. Buenas noches, señora Hidalgo.

Y sin esperar respuesta, colgó. Guardé el móvil en el bolso y me quedé pensativa. Aquello olía mal lo mirase como lo mirase; a fin de cuentas, ya había recibido una llamada amenazadora y la repentina aparición de un misterioso confidente sonaba a encerrona. Por otro lado, lo que había dicho el falso Juan Pérez podía ser cierto, en cuyo caso conseguiría averiguar el secreto de Mochedano antes de que se realizara el pago del chantaje, lo cual facilitaría mucho las cosas. Oportunidad o trampa, ése era el dilema.

La verdad es que no le di muchas vueltas; y no sólo porque no tuviese tiempo, sino porque desde el principio sabía que iba a acudir al encuentro. Soy demasiado curiosa. Pero ¿iría sola…? Llamar a Hermes no me serviría de nada, pues mi fiel colaborador distaba mucho de poseer las virtudes de un guardaespaldas. ¿Gabriel? Demasiado joven e inexperto. En realidad, quien podría ayudarme era Emilio Santamaría, todo músculo y agresividad; pero, al menos por el momento, prefería no recurrir a él.

De modo que cogí un
spray
de gas lacrimógeno, lo guardé en el bolso y abandoné mi hogar camino del garaje.

* * *

El Paseo de la Dirección se encuentra en las afueras, al oeste de la ciudad, muy cerca de la Dehesa de la Villa, en una zona donde yo jamás había estado, así que tuve que recurrir al navegador. Cuando llegué, me encontré con un amplio parque situado en las faldas de una loma, justo en la intersección de dos grandes avenidas. En el centro del parque había unas pistas de deporte, ahora desiertas, y un aparcamiento al aire libre al lado derecho del camino principal. En el extremo norte se alzaban unos modernos (y feos) edificios de pisos y, a continuación de ellos, una pequeña colonia de rústicas casas de una sola planta, como un pueblecito incrustado en la gran ciudad.

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