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Authors: César Mallorquí

Tags: #Intriga, Policiaco

El juego de Caín (26 page)

Mochedano apretó los puños hasta que los nudillos se le pusieron blancos. Me miraba con ira, como si quisiera agredirme, pero también con angustia y desamparo.

—Me la quería quitar —dijo en voz muy baja, casi inaudible—. Yo la amo y él me la quería quitar. Me lo quería quitar todo, a mí, después de lo que había hecho por él. Yo le protegí cuando le perseguían, yo le oculté y cuidé de él, yo se lo di todo, y él me lo pagó robándome, amenazándome, intentándome quitar lo que más quería. Vino a esta casa, a mi casa, con la boca llena de exigencias, como si yo le debiera algo.

—Y le disparaste —dije—. No por el dinero, ni por la traición, sino por ella, por Raquel Tena. Por eso le mataste, ¿verdad?

Mochedano me contempló con rabia, pero sus pupilas no tardaron en vacilar y se le llenaron los ojos de lágrimas. Tragó saliva, apartó la mirada y volvió a refugiarse en el silencio. De pronto, Müller se puso en pie y, aproximándose a Vázquez, le dijo:

—¿Podemos hablar un momento en privado, Ignacio?

Vázquez se incorporó y, tras dirigirme una fugaz mirada, acompañó a Müller al fondo del salón. Una vez allí, comenzaron a hablar en voz baja. Me aproximé a Ángel.

—¿Y los criados? —le pregunté.

—Están en la casa pequeña, atados y amordazados. No molestarán.

Dejé escapar un largo suspiro.

—Estás loco, Ángel —musité.

—Eso dicen.

—¿Quién lo dice?

—Las voces —respondió él con una sonrisa tan angelical como su nombre.

Reprimí un estremecimiento y me volví hacia donde estaban Vázquez y Müller. Emilio acababa de sumarse al cónclave y ahora escuchaba atentamente algo que le decía su jefe. Unos instantes después, el ex policía sacó su móvil e hizo una llamada. Al poco, tras intercambiar un par de frases con quienquiera que fuese, guardó el móvil y le comentó algo a Vázquez, que asintió, complacido.

—No me gusta que ese tipo use el móvil —susurró Ángel—. ¿Qué está pasando?

—No lo sé. Voy a enterarme.

Eché a andar hacia el grupo, pero Vázquez me salió al paso.

—¿Podemos conversar un momento, señora Hidalgo? —dijo, cogiéndome del brazo—. ¿Nos sentamos?

—Estoy bien de pie.

—Como quiera. —Vázquez me sonrió con sospechosa cordialidad—. Ante todo, quiero felicitarla por el trabajo realizado. Ha superado con creces mis expectativas, se lo aseguro. Cierto es que los métodos empleados por ese colaborador suyo que está ahí quizá hayan sido demasiado expeditivos, pero en definitiva ha cumplido usted de forma más que satisfactoria la misión que le encomendamos. Estoy muy satisfecho.

¿Por qué me estaba dando tanto jabón? Emilio se aproximó a nosotros y se detuvo un paso por detrás de su jefe.

—Pues si todo ha acabado —dije—, ¿llamamos ya a la policía?

La sonrisa de Vázquez se amplió aún más.

—De eso precisamente quería hablarle. Creo que, antes de tomar una decisión, debemos considerar el asunto desde diversas perspectivas. Todo esto es muy desagradable, desde luego; pero, en el fondo, ¿qué ha ocurrido? Ese tal Cardoso era un chantajista, un delincuente; no digo que mereciese morir por ello, pero no cabe duda de que estaba jugando con fuego. En cuanto a Simón Mochedano… —Se encogió de hombros—. También era un delincuente; además, usted misma ha dicho que se le considera oficialmente muerto. Y no se puede matar a alguien que ya está muerto.

Le contemplé con las cejas arqueadas y los ojos muy abiertos, asombrada por lo que estaba oyendo.

—¿Pretende decirme que no hagamos nada? —musité—. ¿Qué no llamemos a la policía y lo olvidemos todo?

—Lo que intento decirle es que no podemos actuar a la ligera, señora Hidalgo. ¿Por qué remover la mierda, si me permite expresarlo así? ¿Quién va a salir ganando por airear esta historia?

—¿Quizá la justicia? —repliqué.

Vázquez suspiró y movió la cabeza de un lado a otro, como un maestro afligido por las escasas luces de un alumno.

—Justicia es una palabra comodín que vale para justificar cualquier cosa, señora Hidalgo —repuso—. Dejémonos de entelequias; lo que ahora hay que tener en cuenta son los intereses concretos que están en juego.

Cuanto más oía hablar a aquel hombre, más se me revolvía el estómago.

—Puede que justicia sea un palabra comodín —dije—; pero a mí me gustan los comodines. Recuerdo que, cuando me encargó este trabajo, señor Vázquez, me preguntó qué haría si tropezaba con un hecho delictivo y yo le contesté que en tal caso estaría obligada a dar parte a las autoridades. Me pidió que, antes de hacerlo, hablara con usted y acepté. Bien, ya hemos hablado. Ahora, voy a llamar a la policía.

—¿Y qué les contarás, Carmen? —terció Emilio—. Porque esa historia de chantajes, hermanos gemelos, suplantaciones de personalidad… en fin, no se sostiene mucho sin pruebas.

—Tengo pruebas.

—¿El cadáver de Simón? —Emilio negó lentamente con la cabeza—. Me parece que la policía no lo va a encontrar.

La frente se me llenó de arrugas. ¿Qué pretendía decirme, que se había deshecho del cadáver?

—Tú no sabes dónde está el cuerpo… —repliqué.

—¿Seguro? —Emilio esbozó una medio sonrisa—. Tus colaboradores tienen la lengua muy suelta, Carmen. Antes, Félix me contó con pelos y señales cómo llegar a esa casa y a ese pozo.

—Llamaste a alguien para que se deshiciera del cuerpo —murmuré.

—Digamos que ni el cadáver de Simón ni el de Cardoso están donde tú crees que están. Se han esfumado. No tienes pruebas, Carmen. No tienes nada.

Arrugué la nariz, como si oliera mal, y le contemplé poniendo en mi mirada todo el desprecio que pude reunir.

—Eras policía, Emilio —dije—, y ahora encubres a unos asesinos. ¿No te da vergüenza?

Sonrió con ironía, pero eludió mi mirada y no respondió.

—Entre en razón, señora Hidalgo —terció Vázquez, poniéndome una mano en el hombro—. Usted ha cumplido con su deber y ya no puede hacer nada más. Váyase a casa y duerma un poco; seguro que mañana verá las cosas de otra forma.

De repente, todo el cansancio de aquel largo día se abatió sobre mí. Miré a Vázquez, luego a Emilio, y después a Müller, que permanecía distante y callado, aunque pendiente de nuestra conversación, y por último a Mochedano, sentado en el sofá, inmóvil, ajeno a todo. Sentí ganas de gritar, de insultarles, de pedirle a Ángel que fuera un ángel vengador y los matara a todos. Pero me callé; Vázquez tenía razón: ya no podía hacer nada más. Había perdido. Dejé caer la cabeza y musité:

—De acuerdo; usted gana.

—Muy bien, señora Hidalgo —exclamó Vázquez, complacido—. No esperaba menos de usted. Mándeme la minuta cuanto antes y comprobará que sé premiar la lealtad.

Me aparté de él bruscamente y caminé hasta Ángel.

—Vamonos —dije.

Echamos a andar hacia la salida, pero me detuve a los dos pasos.

—Una última pregunta —dije, girándome hacia Mochedano—: ¿Tú quién eres, Rubén o Simón?

El jugador volvió sus húmedos ojos hacia mí.

—Soy Rubén Mochedano —respondió entre dientes.

—Lo mismo diría Simón —repliqué.

Luego me di la vuelta y abandoné junto con Ángel aquel salón desmedido.

Capítulo 21

Nada más cruzar el portón, me detuve en la calle e inspiré profundamente, como si el frío aire de la noche pudiera limpiar la suciedad que se había instalado en mi interior. Entonces me acordé de Hermes, así que saqué el móvil y marqué el número de la oficina.

—Me había quedado dormido… —Su voz sonaba somnolienta en el auricular—. ¿Ya ha acabado todo?

—Sí, ya ha acabado.

—¿Y cómo ha ido?

—Mal —respondí—. O bien, depende de cómo lo mires.

—¿Qué ha pasado?

—Ya te lo contaré el lunes, Hermes. Ahora vete a casa. Gracias por todo y perdona por tenerte esperando.

Mientras hablaba, Félix y Delco surgieron de entre los árboles del bosquecillo y se aproximaron a nosotros. Guardé el móvil y le dije a Ángel:

—Tú también puedes irte a casa.

Si es que tenía casa, pensé.

—¿Y qué vas a hacer tú, Carmen? —preguntó.

—Irme a dormir.

Ángel me dedicó una dulce y perturbada sonrisa.

—Entonces, buenas noches —dijo.

Y se alejó caminando despacio, sin hacer el menor ruido, como un fantasma.

—¿Qué ha pasado, tía? —preguntó Félix.

—Nada —respondí—; no ha pasado nada. —Miré a Delco—. ¿Tienes un canuto? —pregunté.

—Ya te digo —respondió.

—Pues sácalo.

Delco encendió un porro y lo compartimos en silencio. Yo debía de ofrecer tan mal aspecto que ninguno de los dos moteros volvió a preguntarme nada. Luego, después de dar la última calada, Félix me llevó en moto al aparcamiento próximo a la casa de Cardoso donde estaba estacionado mi coche. Fue un caballero; no pasó de ciento veinte durante el trayecto, aunque en aquel momento yo casi hubiese preferido aturdirme con el vértigo de la velocidad.

Saqué el coche del aparcamiento y enfilé hacia mi barrio. Circulé por las desiertas calles sin pensar en nada, sin sentir nada, como si no fuera yo quien conducía, como si todos los acontecimientos de las últimas veinticuatro horas le hubieran ocurrido a otra persona. Luego, cuando llegué a mi calle, detuve el coche en doble fila y me quedé mirando el portal, y me imaginé a mí misma subiendo en el ascensor, encendiendo la luz de la escalera, abriendo la puerta y adentrándome en la soledad y el silencio de mi piso, y supe que no podía enfrentarme a eso; aquella noche no. De modo que arranqué el Citroen y puse rumbo a Pozuelo.

* * *

Las primeras luces del alba clareaban el horizonte cuando llegué a casa de Óscar Mayoral. Salió a recibirme con pantalones de chándal, una camiseta, zapatillas, el pelo revuelto y los ojos soñolientos.

—¡Carmen! —exclamó, sorprendido y desconcertado—. No te esperaba.

—Supongo que a estas horas no esperabas a nadie —dije—. Perdona, te he sacado de la cama.

—No… bueno, sí, pero no importa. Pasa.

Entré en el salón y me dejé caer en el sofá. Óscar se sentó a mi lado.

—¿Qué sucede? —preguntó—. Tienes mala cara.

—Estoy cansada. —Vacilé—. Y tengo ganas de echarme a llorar.

Me cogió de la mano.

—Pues llora —dijo.

Perdí la mirada y dejé la mente en blanco, abandonándome a mis sentimientos; pero las lágrimas, malditas traidoras, se resistieron a fluir. Un largo minuto más tarde musité:

—Quiero llorar, pero no puedo. —Sonreí con amargura—. Soy patética.

Sin soltarme la mano, Óscar se inclinó hacia mí.

—¿Qué ha pasado, Carmen? —dijo en voz baja.

Le miré fijamente y, mandando a la mierda el compromiso de confidencialidad que había firmado con Vázquez, se lo conté todo, de principio a fin. Un buen rato después, cuando acabé, Óscar se me quedó mirando con las pupilas teñidas de asombro.

—Es la historia más rara que me han contado —comentó.

—Rara y repugnante —asentí.

—Pero ¿por qué te culpas? No podías hacer nada.

—Podía haber hecho las cosas mejor —le interrumpí—. Si no me hubiera lanzado alegremente a investigar a la familia de Mochedano, quizá Mario Gutiérrez siguiese vivo. Y si cuando identifiqué al chantajista hubiese llamado a la policía, Cardoso tampoco estaría muerto; y, a lo mejor, un hermano no habría asesinado al otro.

—Pero eso no lo sabías. ¿Cómo ibas a imaginar que las cosas eran tan complicadas y extrañas? —Óscar ladeó la mirada y frunció el ceño—. De todas formas —dijo—, hay algo que no acabo de entender.

—¿Qué?

—Todo ese lío de las suplantaciones, un hermano jugando el primer tiempo y el otro hermano el segundo… ¿Por qué lo hacían?

—Müller dijo que eso le daba ventaja al que jugaba el segundo tiempo, porque estaba más fresco que los demás.

Óscar puso cara de escepticismo.

—Bueno, supongo que le daba una pequeña ventaja, sí, pero muy pequeña. El que estés físicamente más entero no significa que vayas a meter más goles, ni siquiera que juegues mejor. Si fuera tan sencillo, bastaría con cambiar un par de jugadores al comienzo de la segunda parte. —Sacudió la cabeza—. La verdad, no entiendo por qué los Mochedano organizaron un follón tan grande y arriesgado para conseguir una ventaja tan pequeña. Es absurdo.

Suspiré con abatimiento. Estaba harta de dar vueltas y más vueltas en torno a lo mismo, estaba harta de pensar en gente como Müller, como Emilio Santamaría, como el gélido Vázquez, estaba harta de fracasar incluso cuando triunfaba, estaba harta de tragar mierda, estaba, en definitiva, harta de mí misma y de mi vida. Supongo que también estaba deprimida.

—¿Te importa que duerma en tu cama? —pregunté.

—Me encantará que lo hagas —respondió él.

Subimos al dormitorio y nos acostamos. No hicimos el amor; Óscar me abrazó y estuvo acariciándome en silencio hasta que se quedó dormido. Yo tardé algo más en conciliar el sueño. Cuando advertí que su respiración se volvía lenta y acompasada, me sentí sola de nuevo y, sin darme cuenta, las lágrimas que antes se habían declarado en huelga brotaron ahora como un torrente. Supongo que me cuesta mostrar mis sentimientos en público y necesito la soledad para desahogarme. Desventajas de tener que parecer siempre una chica dura.

Pero no fue el llanto lo único que me mantuvo despierta mientras veía incrementarse poco a poco la claridad tras las cortinas de la ventana; la objeción que había expresado Óscar no dejaba de rondar en mi cabeza. Si los Mochedano no obtenían ninguna ventaja significativa al repartirse cada partido, ¿por qué lo hacían? Al parecer, aún ignoraba un fragmento de la historia. Me enjugué las lágrimas con un pico de la sábana y cerré los ojos; tenía que procurar dormir un poco, porque todavía me quedaba algo por hacer aquella misma tarde.

Una pequeña visita sorpresa.

* * *

Llegué a casa de Martin Müller —un lujoso piso en el Paseo de la Castellana— a las cinco y media. Me abrió la puerta un mayordomo oriental; filipino, creo. El buen hombre no hablaba mucho español, pero logré hacerle entender que quería ver a su patrón. El criado me hizo un gesto indicando que aguardase, desapareció y, apenas un minuto después, regresó acompañado de Müller.

—¿Qué hace aquí? —preguntó el alemán con sequedad.

—Me gustaría hablar un momento con usted —respondí, simulando una sonrisa.

—¿Tenemos algo de qué hablar?

—Creo que sí; y es importante para los dos. Le robaré poco tiempo.

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