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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

El Lector de Julio Verne (25 page)

—Pues si es eso lo que has entendido, Nino —su voz era risueña todavía—, es que no has entendido nada.

No era la primera vez que me hablaba como si tuviera el don de leer mis pensamientos, pero yo estaba seguro de que ninguna cosa que me dijera aquella tarde podría convencerme. Estuve a punto de decírselo en voz alta, de pedirle que me dejara en paz, porque mi padre había matado por la espalda a Pesetilla y eso ya no tenía remedio. La verdad es también lo que ha sucedido aunque nos guste tan poco que habríamos dado cualquier cosa por haberlo podido evitar. Yo habría dado cualquier cosa por evitar aquella muerte, pero no existía ningún remedio, ninguna solución a mi alcance, y sólo un camino para mí.

Tenía que aprender a pensar, a hablar, a llamar a las cosas con otros nombres. Tenía que aprender que un guardia civil llamado Antonino Pérez se había limitado a aplicar la ley de fugas a un delincuente que pretendía escapar, y que su hijo Elías se había fugado al monte después de faltarle al respeto al maestro, porque no era más que otro delincuente. Tenía que aprender que eran delincuentes las mujeres que vendían huevos de recova, delincuentes las que los compraban, y delincuentes los vecinos que cogían esparto en el monte, los que hacían pleita, los que traficaban con ella sabiendo que estaba prohibido. Sólo así podría aprender después que Cencerro había sido un delincuente, aunque fuera el hombre más listo, el más fuerte, el más valiente al que había llegado a admirar en su vida un idiota como yo, y que delincuente había sido su mujer por quererle, por acostarse con él, por decir la verdad y que el hijo que estaba esperando era suyo. Delincuentes eran sus amigos, sus hermanos, sus vecinos por ampararle, delincuentes los taberneros que fingían haber perdido los billetes con su firma cuando se los pedía la Guardia Civil, delincuente Cuelloduro por pagar una ronda cada vez que aparecían, y delincuentes sus parroquianos por aceptarla mientras cantaban a coro
La vaca lechera
. Fernanda la Pesetilla era una delincuente por no haber querido entregar a su marido, su madre, otra delincuente por ir vestida de luto y colgar sus ropas en el balcón cada vez que mataban a un bandolero, y ellos, los hombres del monte, más delincuentes que nadie, delincuentes hasta cuando un requeté bailaba encima de sus cadáveres. Todo eso tenía que aprender yo, todo eso tenía que meterme para siempre en la cabeza, y que los chivatos eran ciudadanos ejemplares, los traidores, ejemplares partidarios de la legalidad, los cobardes, personas tranquilas y honestas, amigas de la paz y el orden, todo eso tenía que pensar aunque no lo entendiera, aunque no lo sintiera, aunque me repugnara pensarlo, y que la verdad es sólo la parte de la verdad que nos conviene, y como ningún libro iba a querer enseñarme esa clase de cosas, también tendría que dejar de leer.

—Si tu padre se hubiera negado a disparar sobre Pesetilla —pero Pepe el Portugués había venido a buscarme para hablar conmigo, y estaba dispuesto a hacerlo por encima de todos mis silencios—, le habrían formado un consejo de guerra por insubordinación. Es posible que le hubieran condenado a muerte. Quizás le habrían ejecutado, quizás no, pero ahora estaría en una prisión militar, cumpliendo una pena muy larga, veinte, treinta años, y tu madre viviendo de alquiler, sin pensión, sin economato, sin ningún derecho a nada. Tendría que matarse a trabajar para que Pepa lograra comer mal todos los días y poder llevarle algo a tu padre a la cárcel. En el mejor de los casos, Dulce estaría sirviendo en una casa y tú, seguramente, sirviendo también en un cortijo, levantándote a las cuatro de la mañana para dar de comer a las muías, trabajando por la comida y dando las gracias encima.

Dijo todo eso de un tirón y se me quedó mirando. Ya no sonreía, ni se burlaba de mí. Cuando le miré, me di cuenta de que nunca le había visto tan serio, pero todavía no fui capaz de decir nada.

—Tu padre no es un asesino, Nino. Eso es lo que tienes que entender. La muerte de Pesetilla fue un asesinato, pero tu padre no es un asesino, no mató porque quiso, no le salió de dentro, no actuó por su cuenta. Le dieron una orden y la cumplió. La cumplió porque él sí sabía todo lo que te he contado hace un momento, porque él pensó en todo eso, hizo sus cálculos, sus números, y disparó.

—¿Y tú cómo lo sabes? —al preguntárselo, me di cuenta de la barbaridad que estaba haciendo, porque él parecía defender a mi padre y yo cuestionar sus argumentos, pero lo que había pasado era mucho más grande que yo, y no sabía cómo manejarlo, cómo interpretarlo, cómo absorberlo, y echármelo a los hombros, y arrastrarlo conmigo para siempre—. ¿Cómo puedes saber lo que él estaba pensando, lo que él…?

—Yo sé muchas cosas, Nino —me interrumpió—. No me preguntes por qué las sé, porque no te lo voy a decir, pero sé muchas cosas. Por ejemplo, que a dos hermanos de tu madre los fusilaron en Almería, en abril de 1939. Y que a tu abuelo, y a un hermano, y a dos primos de tu padre, los fusilaron por las mismas fechas en las tapias del cementerio de Castillo de Locubín, que es adonde llevaban a los de Valdepeñas. Se dieron tanta prisa que tu padre no se enteró a tiempo, no pudo hacer nada por evitarlo, porque los que mataron a tu abuelo no sabían que uno de sus hijos llevaba el mismo uniforme que ellos. Todo eso me lo contó él mismo la tarde que vino a pedirme que os ayudara, que le dijera a todo el mundo que te había contratado para que nadie sospechara la verdad si te veían cerca del cortijo de Catalina. Yo no entendía por qué tenía tanto miedo de que se supiera, y tampoco por qué no se atrevía a pedir un anticipo de ciento treinta pesetas, por qué no podía pedírselas prestadas a nadie. El me lo explicó, me contó lo que había pasado cuando acabó la guerra, que por eso no ha querido volver a Valdepeñas, y que sabe que nunca va a llegar a cabo, como Romero, o como Carmona, que será el próximo, ni le van a conceder un cambio de destino por mucho que lo pida. Prefieren ponérselo difícil, tenerlo aquí, bien vigilado, por si tropieza, porque no acaban de fiarse de él, y él lo sabe. Tu padre es guardia civil porque el 18 de julio de 1936 estaba en un pueblo donde triunfó el Alzamiento, porque allí nadie conocía los antecedentes de su familia, ni los de la familia de su mujer, porque pensó que alistarse era la mejor manera de que no os pasara nada a ninguno de vosotros si en algún momento llegaban a conocerse, y porque hizo la guerra entera en el bando que la ganó. Si tu padre hubiera estado en su pueblo… Bueno, él era un jornalero sin tierras, y todos los jornaleros sin tierras lucharon en el mismo bando.

Hizo una pausa y se quedó pensando, como si necesitara tiempo para escoger sus próximas palabras con cuidado, pero yo, que aún no lograba comprender el alcance de sus revelaciones, avancé el único dato que conocía de aquella historia.

—En el que perdió la guerra.

—Sí, pero él la ganó. La ganó contra sus padres, contra sus hermanos, contra sus primos, contra sus cuñados, contra sus amigos. La ganó y es posible, me figuro yo, que hasta hubiera preferido perderla, pero la ganó, y le destinaron aquí, a dos pasos de Valdepeñas de Jaén, donde todos los vecinos se acuerdan de quiénes eran los Carajitas, de que estaban afiliados al sindicato de jornaleros y de que todos votaron al Frente Popular. Tu abuelo Manuel era, además y para su desgracia, íntimo amigo de Pelegrín, el alcalde vitalicio, ¿no has oído hablar de él alguna vez?

—Sí, pero…

El desconcierto no me dejó seguir. No había oído hablar ni una, ni dos, ni tres veces del alcalde vitalicio, porque mi padre se refería a él constantemente. Eso fue en tiempos del alcalde vitalicio, decía, igual que mi madre hablaba de la Tarara, de los años, de la época, de los tiempos de la Tarara, como si fueran el Pleistoceno, una era remota, prehistórica, que no tenía más sentido que el de remitir a ella todas las cosas antiguas, los bailes, las canciones, las tradiciones irrecuperables. Eso era el alcalde vitalicio para mí, una gigantesca oficina de objetos perdidos de la que nunca había vuelto nada, ni nadie.

—Sí que lo he oído —intenté explicárselo a Pepe, resolver la interrogación que planteaba el arco de sus cejas—, pero yo creía que era un dicho, una manera de hablar… Mi padre le nombra mucho al hablar del pasado, en los tiempos del alcalde vitalicio, dice siempre. Nunca se me había ocurrido pensar que existiera alguien que se llamara así de verdad.

—Pues existió —el Portugués sonrió al escucharme—, bueno, y sigue existiendo, aunque ya no sé si se podrá llamar vida a lo que le queda… Pero al menos, está vivo, eso sí. Yo llegué a conocerle en tiempos mejores, y no hace tanto, no creas… Pelegrín Martos Peinado era el alcalde más famoso de toda la provincia de Jaén, porque fue el único del Frente Popular que siguió en su cargo desde que ganó las elecciones hasta que acabó la guerra. Tampoco es que eso fuera mucho tiempo, poco más de tres años, pero como por aquí, todos los demás duraban dos días, empezaron a llamarle así, el alcalde vitalicio. Ningún comité se atrevió a destituirle, ni siquiera lo intentaron, y cuando ganaron los franquistas, se vistió de alcalde, con traje y corbata, se fue al Ayuntamiento, como todos los días, se sentó en su silla, y allí esperó sentado a que vinieran a detenerle. Los vecinos le respetaban mucho. También le querían, porque, aparte de haber fundado el Partido Socialista en Valdepeñas, tocaba muy bien el violín, y como en ese pueblo son todos músicos… —me miró, me sonrió—. Eso sí lo sabrás, ¿no?

Asentí con la cabeza porque lo sabía, lo había sabido desde siempre, aunque nunca me había preguntado por qué. Los pueblos de la Sierra Sur estaban tan aislados, tan hundidos cada uno en su valle, que habían ido desarrollando costumbres propias, distintas, a veces incluso opuestas a las de otros pueblos de los que apenas les separaban una docena de kilómetros. Así, en Castillo de Locubín ceceaban, en Alcalá la Real, seseaban, y los que «remanecían» de Valdepeñas de Jaén, porque allí se las arreglaban para hablar español sin usar el verbo ser, sabían tocar algún instrumento.

—Tu abuelo Manuel era anarquista —siguió contándome el Portugués, como si aquella fuera la historia de su familia y no la de la mía—, pero se juntaba con Pelegrín desde chico y tocaban en las bodas, en las fiestas, y ellos solos, muchas tardes, por el simple gusto de hacer música. Siempre estaban juntos, el alcalde con su violín, tu abuelo con su acordeón, y otro, que le decían el Silbido, con una flauta travesera, de esas buenas, metálicas, que se tocan de lado —y sostuvo con los dedos una flauta imaginaria—. Sabes, ¿no? —asentí con la cabeza, sin fuerzas para contar en voz alta que mi padre me había explicado algunas veces cómo se tocaban aquellas flautas que en mi pueblo nadie había visto nunca—. Por eso, cuando acabó la guerra, no se lo pensaron dos veces. A Pelegrín lo detuvieron y lo metieron en la cárcel para juzgarlo públicamente, porque era famoso, un símbolo de la República, y les convenía hacerle fotos, sacarlas en los periódicos. Eso le salvó la vida, porque le condenaron a muerte, pero no quisieron matarlo. Les pareció mejor humillarlo para siempre, mantenerlo preso, como aviso para navegantes, así que le conmutaron la pena por cadena perpetua y ahí sigue, y ahí seguirá hasta que se muera, que tampoco creo que tarde mucho, posando ante los fotógrafos todos los años con su uniforme de presidiario, en la cárcel provincial. Pero al Silbido y a tu abuelo… A esos los mataron sin juicio, deprisa y corriendo. Les obligaron a ir tocando pasodobles por la calle hasta la plaza, los subieron en un camión, y nadie los volvió a ver, aunque alguien contó después que habían seguido tocando hasta el final, que murieron con sus instrumentos en las manos.

Pepe calló, me miró, y yo no supe qué decir, no supe qué pensar, qué creer, qué aprender y qué olvidar, pero él aún no había terminado y no necesitaba mis respuestas todavía.

—Y la noche en que alguien, y eso es lo único que no sé, lo único que seguramente nunca sabré, fue al cuartel a vender a Regalito, a denunciar que escondía armas en el desván de su casa, tu padre no había matado a nadie todavía, así que le tocó matar a Pesetilla. El teniente decidió que tenía que matarlo, igual que Carmona había matado a Chapines, igual que Romero mató a Fingenegocios, igual que él mismo mató a Laureano cuando le tocó. Era la mejor manera de asegurarse su lealtad, de hacerle cómplice de los demás, de convencerle de que nunca podría bajarse del barco al que la guerra le había subido. De convertirle en un asesino, sí, pero a la fuerza, porque él era un Carajita, seguía siendo un Carajita, hijo y nieto de Carajitas, y no podía elegir no matar a Pesetilla sin arriesgarse a que lo mataran a él. ¿Lo entiendes ahora, Nino? Tu padre no mató por deporte, no mató por placer, ni por gusto, ni porque estuviera convencido de que Fernando el Pesetilla tenía que morir. Tu padre mató porque no podía negarse a matar, mató porque estaba muerto de miedo.

—Pero él… —y sólo en ese momento pude volver a pensar, a razonar por mi cuenta—. Si las cosas son como tú dices, si los suyos habían fusilado a gente de su familia, de mi familia… —un escalofrío me heló la espalda cuando comprendí el sentido de aquel posesivo, y que yo también era un Carajita aunque acabara de escuchar ese nombre por primera vez—. Él podría haberse salido de la Guardia Civil, ¿no? Podría haber trabajado en otra cosa, mudarse a un sitio donde nadie le conociera, donde…

—Sí —pero el Portugués seguía pensando mucho más deprisa que yo—, podría haber hecho eso, desde luego, pero es difícil, ¿sabes? Tomar una decisión así es muy difícil, porque España se ha convertido en un país de asesinos y de asesinados, un país donde se detiene a la gente por capricho, y se la tortura después de detenerla, y luego, se la mata o no, según le dé al que mande en cada lugar, en cada momento. Un país donde ya no hay tribunales que merezcan ese nombre, ni jueces imparciales, ni abogados que defiendan a los procesados, ni derechos, ni garantías, nada, sólo fosas abiertas en las tapias de los cementerios —entonces se detuvo, me miró con un gesto cauteloso, se pensó lo que iba a decir a continuación—. La guerra no ha terminado, ¿lo entiendes? Esto todavía es una guerra, y la gente sigue luchando en el bando que le ha tocado en suerte. Cuando Catalina la Rubia dice que la Guardia Civil es un nido de asesinos, tiene sus razones, porque también fusilaron a su marido, porque acaban de matarle a un hijo. Pero no debería haberte dicho nunca que tu padre es un asesino, porque no lo es. Si tu padre hubiera podido elegir, habría escogido una vida distinta, pero en España ya nadie puede escoger su propia vida.

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