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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

El Lector de Julio Verne (34 page)

Pero muchos de sus parroquianos no eran como él, libertario de toda la vida y con todas las consecuencias, y el antifascismo no les estorbó para paladear hasta el menor detalle de una escena que fue haciéndose cada vez más grande mientras circulaba de boca en boca como una bola de nieve que resbalara por una pendiente, hasta llegar a oídos del enemigo con un suplemento de dramatismo novelero que les hizo la boca agua a todas las beatas que se hacían la señal de la cruz justo después de escucharla. Mi madre, que no era de las peores, nos contó que algunos decían que Filo llevaba una pistola en el bolsillo y que entró en la taberna gritando que hijos sí y maridos no, como antes de la guerra, aunque otros decían que les había advertido que el padre del niño estaba dispuesto a bajar del monte para llevarse por delante a cualquiera que la molestara, así que no había manera de saber lo que pasó en realidad.

—Lo de la pistola, desde luego que no —resumió mi padre—. Pero la verdad es que las Rubias tienen un par de cojones.

—Eso sí —y su mujer, como siempre que él alababa el valor de cierta clase de mujeres, no le llevó la contraria.

Yo pensaba lo mismo que ellos, lo mismo que Elena y su abuela, lo que pensaban mis amigos, todo el pueblo con la única y sorprendente excepción de Pepe el Portugués.

—¡Qué cojones ni qué cojones!

Bajábamos la cuesta andando después de haber pasado la tarde en el cortijo, él con Paula, yo en clase de francés primero, y luego a solas con Elena, enseñándole los libros de Verne que había leído, explicándole los argumentos, las ilustraciones. ¿Pero en este salen chicas o no salen chicas?, me preguntaba siempre. A mí, los libros sin chicas no me gustan, porque no hay historias de amor, y sin amor, me aburro… Yo le decía que sí, o que no, pero siempre la miraba igual, con la baba colgando de los labios.

Ya llevaba casi un mes en el pueblo y se había resignado a vestirse igual que antes, con una bata de algodón encima de un vestido corriente, pero desde que volvió de Oviedo, no había vuelto a mancharse, ni a enseñar las rodillas sucias y llenas de costras, como cuando se pasaba el día cazando ranas o pájaros con los hijos de Manoli. Sus piernas, enfundadas en unos leotardos de lana fina, parecían más largas, más bonitas que antes, y seguía recogiéndose un mechón de pelo con una cinta de raso. Tenía tres, con los picos recortados en uve, una roja, una azul y una dorada, y las alternaba para que hicieran juego con los cuadritos de la bata que se hubiera puesto aquel día. Su abuela seguía llamándola Mariquita Pérez, y riéndose de sus intentos por hablar fino, pronunciando las eses como si silbara, pero estaba contenta de que por fin hubiera decidido acercarse a los libros. Decía que yo era un buen ejemplo para ella, y eso no era nada en comparación con lo que yo estaba dispuesto a ser.

Elena lo sabía, y le gustaba, y por eso algunas tardes me liberaba de buscar un pretexto para quedarme un rato, proponiéndome que la ayudara con los deberes, o que la acompañara a coger piñas para la chimenea, o que le contara las novelas de Julio Verne. No hacíamos nada más que eso, andar, hablar, sonreímos sin rozarnos siquiera, y sin embargo, aquellas tardes yo era tan feliz que cuando salía de la casilla vieja, todo me parecía más bonito, las nubes, los matojos, los árboles pelados del invierno, y bajaba la cuesta como si mis pies no tocaran el suelo, como si se deslizaran en el aire mientras un poder invisible me mantuviera en vilo, ingrávido, inmortal. Así me sentía aquella tarde de enero, cuando el Portugués llegó a mi lado corriendo.

—¡Nino! ¿Pero a ti no te ha dicho Elena que me esperaras?

—No. Acabo de despedirme de ella… —y entonces me acordé—. ¡Ah, doña Elena!

—Sí, doña Elena, que mira por dónde, hay más de una Elena en este mundo —y al llegar a mi altura, me dio un capón en broma, sin hacerme daño—. Toma, llévale esto a Sanchís, ¿quieres? —era un tarro de miel, como siempre—. Que después del numerito que montó Filo el otro día, no me apetece mucho andar por el pueblo, precisamente.

Parecía enfadado y no lo entendí. Por eso le dije lo que pensaba, y sólo conseguí que se enfadara todavía más.

—¡Qué cojones ni qué cojones! Esto no es cuestión de cojones, sino de inteligencia. Y ya ves tú, Filo, tan lista, tan lista, tan lista, y al final, tonta de remate, que eso es lo que es.

—Pues Paula… —logré objetar al rato.

—Paula está cabreadísima con ella, como es natural, y Chica lo mismo, pero no les van a dar a todos esos cabrones la satisfacción de demostrarlo. Y ahora qué, ¿eh? ¿Qué va a hacer Filo, preñada, en este pueblo, en este momento, y…? Es una locura.

—¿Porque está deshonrada? —pregunté sin disimular mi extrañeza, porque no esperaba que le preocupara algo así, pero él se apresuró a negar con la cabeza para desmentirme.

—No —y extendió el dedo índice para moverlo en el aire, como siempre que quería aclarar que me estaba hablando en serio—. Porque va a tener un hijo. Esa es la locura. La honra… La honra la inventaron los curas para joder a la gente, pero a la honra no hay que alimentarla, ni vestirla, ni mantenerla caliente, ni comprar medicinas cuando se pone mala, lo entiendes, ¿no? Filo podría haberse deshonrado todo lo que hubiera querido, es su derecho y nadie se lo puede quitar. Pero lo que no podía era preñarse, joder. Eso era lo único que no podía hacer, y eso es lo que ha hecho.

Porque el padre de su hijo es Elías el Regalito, alias el Cencerro de Fuensanta, pensé, pero me guardé mi pensamiento para mí, porque comprendí a tiempo que no hacía falta, que el Portugués lo sabía tan bien como yo, que seguramente lo había sabido antes que yo, y aquella vez mi corazón ya no latió más deprisa, no me sudaron las manos, no tuve miedo por mí, ni por él, ni por nada. Tampoco necesité preguntarme cómo, por qué, qué significaba ni adónde me llevaba aquel descubrimiento. Había una explicación sencilla y otra complicada, pero ni siquiera me paré a pensar que la novia de Elías y la de Pepe eran hermanas, y seguí andando muy tranquilo, sin juzgar al hombre que caminaba a mi lado. El Portugués lo sabía todo, siempre lo había sabido todo, y yo lo reconocí, simplemente, con la misma naturalidad con la que había aceptado todas las cosas que había sabido siempre sin querer saberlas. Aquella noche, al acostarme, me entretuve imaginando qué haría Pepe con Paula para que ella pudiera ejercer su derecho a deshonrarse sin quedarse embarazada, y me quedé frito antes de darme cuenta. Al día siguiente, cuando me levanté, madre me preguntó qué quería que hiciera para merendar el día de mi cumpleaños, y le dije que nada.

—¿Nada? —y se rió, como si lo hubiera dicho en broma—. ¿Y por qué?

—Porque si no puedo invitar a quien yo quiera, prefiero que no venga nadie.

—¿Lo dices por esa niña? —su cara se nubló al comprender que estaba hablando en serio—. Nino, por favor… ¡Pero qué tontería! ¿Es que no te das cuenta…?

—Claro que me doy cuenta. Me doy cuenta de todo, madre.

Y sin embargo, el 14 de enero de 1949 celebré mi cumpleaños dos veces. A las cinco, en la casilla vieja, me esperaba el menú de las grandes ocasiones, unos pestiños recién hechos, todavía calientes y rebozados en azúcar, la misma botella de vino de Málaga que habíamos abierto el día que aprobé el examen, y ya no dos, sino tres copas pequeñitas de cristal tallado, cada una de un color y todas supervivientes del naufragio de la casa de Carmona, porque Elena estaba con nosotros.

—Por ti, Nino —su abuela se encargó del brindis—. Porque cumplas muchos años de vida feliz y nosotras podamos celebrarlos contigo. Y ahora, los regalos…

Se levantó para ir a buscarlos y yo brindé otra vez con su nieta, uniendo mi copa verde con su copa azul con tanto cuidado que el roce del cristal produjo un sonido agudo y leve como una chispa. Luego, Elena, en una maniobra limpia y rapidísima, rellenó nuestras copas con el vino que no se había bebido su abuela, y los dos nos seguimos riendo entre dientes mientras mi profesora ponía sobre la mesa dos paquetes, uno blando y de forma imprecisa, el otro duro, un paralelepípedo perfecto de papel estampado que traicionaba lealmente su contenido. Dejé el libro para el final, y descubrí en primer lugar una bufanda jaspeada, tejida a mano con lana de muchos colores diferentes y rematada sin flecos, como las que usaban los hombres.

—Muchas gracias —era muy bonita, y más alegre que las monótonas tiras de lana gris que solía hacerme mi madre—. Me gusta mucho.

—La hemos hecho entre las dos —la Elena más joven me miró y yo sentí que mi corazón dejaba de latir.

—¿Entre las dos? —la mayor se echó a reír—. Nada de eso, la he hecho yo sola.

—Pero yo elegí los colores, ¿o no? Y he hecho un poco, lo que pasa es que me equivocaba mucho, y la abuela tenía que deshacer lo que estaba mal y hacerlo otra vez, porque este punto es muy difícil, ¿sabes? Y los colores, ¿te gustan? A lo mejor te parecen un poco chillones, pero como siempre vas de verde oscuro…

—Es que mi madre aprovecha las capas viejas de mi padre para hacerme pantalones y abrigos, pero me gusta mucho, de verdad.

—Me alegro —doña Elena empujó hacia mí el otro paquete—. Pues a ver si esto también te gusta.

Robert Louis Stevenson, leí,
La isla del tesoro
. Era un libro nuevo, más delgado que los que había cogido prestados de la caja de fruta y de una colección distinta, porque no tenía ilustración en la portada pero sí muchos grabados en blanco y negro intercalados entre las páginas.

—Ya —doña Elena me leyó el pensamiento—, ya sé que estás harto de barcos, y de islas, pero los que aparecen en esta novela no tienen nada que ver con los de Julio Verne, y te va a encantar, estoy segura. No puedes abandonar las novelas de aventuras sin leer esta, Nino. Y después, ya seguirás con los
Episodios
, no te preocupes.

—Yo quería que te compráramos otro libro, porque en este por lo visto no salen chicas, ni hay amor, ni nada, pero bueno —Elenita me dirigió una sonrisa cargada de malicia—, como a ti no te importan tanto esas cosas…

A las seis, cuando nos levantamos, doña Elena se despidió de mí con dos besos y aunque ya era de noche, y hacía mucho frío, dejó que su nieta me acompañara hasta la puerta. Ella se apoyó en la hoja para cerrarla, se metió las manos en los bolsillos, y se quedó mirándome mientras me ponía mi bufanda nueva.

—¿Cómo me queda?

—Muy bien, estás muy guapo —y entonces dio un paso hacia mí y me besó en la mejilla—. Feliz cumpleaños, Nino.

Cuando pude darme cuenta de lo que había pasado, ya se había metido en su casa. Yo me quedé en el umbral, paralizado por el asombro y por el placer de aquel beso liviano, inocente, que no significaba nada y sin embargo era el primero que recibía de una niña que no fuera mi hermana, e idéntico al que Paquito había implorado tantas veces en vano a la hermana de Miguel. Elena me había besado porque había querido, sin ningún compromiso, ninguna obligación, y me daba cuenta de que esa iniciativa resultaba menos trabajosa que coger las agujas de hacer punto y tricotar un rato, aunque fuera para equivocarse cada dos por tres, pero para mí era mucho más importante, tanto que no conseguí ponerme en marcha hasta que mis orejas empezaron a gritar de frío. Entonces me puse una mano en la mejilla derecha como si pudiera preservar ese beso, mantenerlo a salvo, vivo sobre mi piel, y cuando empecé a bajar la cuesta, casi pude sentir su calor, la presión de esos labios que le daban sentido a la conversación que había escuchado la noche anterior desde mi cama y que me compensaban por ella al mismo tiempo, nos hemos equivocado, Mercedes, yo me he equivocado, nunca debimos mandar a Nino al cortijo de las Rubias, nunca, yo no podía imaginar que fuera a pasar esto, pero ya ves, está cada día más raro, más rebelde, no parece el mismo, todo el día encerrado en casa, leyendo, sin salir ni a jugar con los otros chicos… Pero ¿qué dices, Antonino? Mi padre tenía razón, pero mi madre no quiso dársela, claro que sale, y claro que juega, lo que pasa es que estamos en enero, no sé si te has enterado, y en este maldito pueblo hace un frío de mil demonios, así que deja de decir tonterías y tengamos la fiesta en paz.

La tuvimos. Ella no había querido tomarse en serio mi renuncia a cualquier celebración que no incluyera a Elena, y me estaba esperando con el mismo chocolate, los mismos picatostes de todos los años. Los invitados llegaron casi al mismo tiempo que yo, Paquito con un cartón impreso que traía el parchís por una cara y la Oca por la otra, Miguel con una caja de madera con dados, cubiletes y fichas de varios colores, y Alfredo, con una bomba de bicicleta casi nueva.

—Gracias —le dije, menos sorprendido por la novedad de que apareciera con un regalo que por la inutilidad de aquel objeto—. Está muy bien, aunque no tengo bicicleta.

—Ya, pero así, cuando la tengas, no tienes que comprártela.

Aquella mañana, antes de ir a la escuela, mi madre me había dado un cazamariposas que me gustó mucho, porque como lo usaba para coger cangrejos, en la malla del que tenía ya no cabía ni un solo remiendo más, y una cartera nueva que no me hacía ilusión, pero sí falta desde que a la vieja se le rompió la correa y tuve que empezar a llevarla colgando de un cordel. No esperaba más regalos, pero después de merendar, mientras la ayudaba a limpiar la camilla de platos y tazas para poder estrenar el parchís con mis amigos, que nunca habían leído a Julio Verne y despreciaban el juego de la Oca, me dijo que tenía otra cosa para mí. Señaló una esquina con los ojos y vi en ella un paquete plano, rectangular y envuelto en papel de estraza, pero no adiviné lo que había dentro y ella no me lo quiso contar. Luego, me prometió, cuando estemos los de la familia a solas… Mi padre llegó pronto, mientras todavía nos estábamos persiguiendo los unos a los otros por aquel modesto laberinto de pasillos de colores, y celebró aquella escena tan tranquilizadoramente vulgar con una sonrisa que interpreté sin dificultad. Estaba contento, y después del postre lo estaría mucho más.

—¡Nino! —y a pesar de todo, me dejé arrastrar por su entusiasmo—. ¡Mira cuánto has crecido! Es increíble. Mercedes, trae el metro, que quiero medirlo, a ver… Un metro y cuarenta y seis centímetros, qué barbaridad, este año has crecido más que los dos anteriores juntos, y eso que todavía tienes once años…

En realidad, medía un metro y cuarenta y cuatro centímetros y medio. La chapa que remataba la cinta métrica que madre usaba para coser ocultaba quince milímetros que él me regaló al pisarla con el zapato, pero no quise corregirle porque me cogió por el hombro y me abrazó para volver a entrar en casa, como si nunca hubiéramos discutido antes de Navidad. Tampoco reparé en el sentido de su última advertencia. No pude pensar en eso, ni en nada, desde que madre dejó caer al suelo el envoltorio de papel de estraza, y me entregó su último regalo con un gesto solemne y una sonrisa que no le cabía en la boca.

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