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Authors: Lewis Perdue

Tags: #Intriga, #Histórico

El legado Da Vinci (5 page)

—¿Decías? —preguntó Kimball, molesto por tener que apartar la vista de aquella bacanal.

—Estaba diciendo que tal vez sea necesario eliminar a Erikson en un futuro, pero no creo que sea prudente hacerlo ahora.

Los gélidos ojos azules de Kimball lanzaron un destello peligroso en la penumbra. Se pasó los dedos por el cabello color arena como hacía siempre que algo lo fastidiaba.

—¿Por qué no? —preguntó con voz contenida.

—Porque conozco al viejo. Quiere a Erikson como a un hijo. Si quitásemos a Erikson de en medio, Harrison Kingsbury no dudaría en gastar millones para descubrir lo sucedido. No necesitamos ese tipo de interferencia estando tan próxima la transacción. Además, creo que la muerte de Martini tendrá para él un efecto disuasorio. Erikson podía albergar dudas respecto de las dos primeras, pero no puede desatender esta advertencia. Creo que se retirará, al menos el tiempo suficiente como para que consumemos la transacción.

Kimball observó en silencio los restos de su steak tartare mientras pensaba cómo librarse de ese tal Erikson. Desde su más tierna infancia había hecho su voluntad. Los únicos que no le obedecían, sus padres, pronto se acostumbraron a dejarlo a su aire. Y una cosa era que él le dijera a su secuaz Bailey de ConPacCo que dejara en paz a Erikson, y otra muy distinta que eso se lo dijeran a él, a Elliott Kimball, aunque fuera la mismísima presidenta de 18 Delegación de Bremen quien lo hiciera. Estaba furioso. El sabor amargo de la indigestión le quemó la garganta. Quería vengarse de Erikson y quería que esa mujer que no le permitía hacerlo lo dejase en paz.

—Querida mía, tú no conoces a Erikson como yo —dijo Kimball con indulgencia—. No tienes idea de lo astuto que es… El no juega según las normas.

—¿Que no juega según las normas? ¿Qué quieres decir con eso? ¿Qué importancia puede tener? Nosotros tampoco lo hacemos, a menos que sean las que nosotros mismos imponemos.

Alzó la vista un momento hacia ella. Había habido un tiempo, cuando él era más joven, en que le había confiado todas sus cosas, se lo había contado todo.

—Bueno —empezó lentamente—, durante mi primer año en Harvard, jugamos un partido de rugby con un grupo del MIT. El era el capitán y…

—Creía que me habías dicho que no conocías a Vance Erikson.

—No es que nos conociéramos formalmente —replicó volviéndose hacia ella con disgusto. Era su vida. Aquella mujer no tenía derecho a reprocharle el no habérselo contado. Ya no tenía diecinueve años y ya no era su gigoló—. No fue una presentación en toda regla, pero fue importante.

»E1 era su capitán —prosiguió Kimball, con la mirada enfocada en aquel desagradable acontecimiento pasado y contando la historia más como si lo estuviera haciendo para sí mismo que para ella—. El partido estaba decidido y no quedaban más de cinco minutos de juego. Éramos los mejores, pero Erikson… Erikson llevó a cabo unas cuantas jugadas raras, nada ortodoxas. No… nada ortodoxas. Y en los últimos cinco minutos ganó el partido al apoderarse de la pelota, invertir la carrera y dejar a todos sus bloqueadores de cara a la línea de meta. Fue… fue una cosa estúpida; nadie puede dejar atrás a los bloqueadores de esa manera. Pero yo reaccioné rápido, casi lo tenía. Yo era más corpulento, más alto… —dejó la frase inconclusa.

Aun entonces, bajo la luz mortecina del Calígula, se ruborizó de rabia y humillación al recordar el nudo que se le había formado en el estómago cuando Erikson se agachó y cargó contra él, y también lo azul que era el cielo cuando Erikson volvió para tenderle una mano después de haber cruzado la línea de meta. Ahora odiaba a Erikson. Su reaparición, su intromisión en el caso del Códice Da Vinci, no era sino una nueva victoria inmerecida que venía a avivar su vergüenza.

—Sé cómo te sientes respecto a Vance Erikson —le dijo Carothers, apaciguadora—. Comprendo tu deseo de vengarte de los agravios del pasado, pero debes esperar.

—No, Elliott, todavía no. —Carothers fue rotunda mientras le apoyaba una mano en el muslo y repetía una caricia habitual. Hacía años que conocía a Elliott Kimball. La firma de intermediación financiera de su padre, Kimball, Smith y Farber, había gestionado la presentación en Bolsa de Carothers Aerospace. Sabía todo lo que Elliott había hecho desde niño; cómo había saqueado las casas de los acaudalados amigos de su padre en busca de emociones; cómo había secuestrado a un amigo de su edad y había pedido rescate por él; cómo a los dieciséis años había atropellado deliberadamente a un peatón con su Corvette «para averiguar lo que se siente al matar a alguien». El padre había gastado una fortuna en su defensa contratando al mejor abogado criminalista, y miles de dólares en sobornos. Había tenido la mejor justicia que puede comprar el dinero. No obstante, el juez había aplicado al joven Kimball una condena de seis meses «para demostrar que ni siquiera los ricos pueden librarse de la justicia».

Tanto su padre como la sociedad de Boston en general se sintieron aliviados cuando, tras salir de prisión, Kimball hizo una declaración pública de arrepentimiento. En una entrevista del
Boston Globe
prometió hacer todo lo posible por cumplir sus obligaciones para con la sociedad y comportarse como un miembro responsable de ella. Para demostrar que iba en serio, se graduó cum laude en Rutgers y aprobó el curso de derecho en Harvard.

Sólo Carothers sabía que todo eso era una cortina de humo para desviar a las autoridades del nuevo Elliott Kimball. Ella lo sabía porque, desde que lo había ayudado a desprenderse de su virginidad a los once años, Elliott le había confiado siempre sus experiencias más íntimas, e incluso había revivido con ella sus experiencias sexuales con otras mujeres, con niños y con hombres. También le había hablado de cómo disfrutaba matando, sobre las ansias metafísicas que sólo la muerte podía apaciguar.

—Hay quienes matan para ganarse la vida —le había dicho después de salir de la cárcel—. Eso es lo que yo quiero hacer, Denise. Lo quiero con todas mis fuerzas porque nunca me sentí tan vivo, tan bien, tan importante como el día que aplasté a aquel viejo. Pero no quiero hacerlo como esos tipos que conocí en la cárcel. Ellos mataron llevados por la furia o porque los habían pillado robando. Yo quiero matar por el placer de hacerlo. Quiero hacerlo con clase y… quiero matarlos con mis propias manos y mirarlos a los ojos cuando mueren.

Carothers se había ocupado de que Elliott Kimball cumpliera su deseo. Hacía de eso doce años. El chico tenía apenas dieciocho y la recién formada Delegación de Bremen ya tenía enemigos a los que había que dar lecciones. Ella y Elliott llegaron al acuerdo de que no se mataría a nadie a menos que ella diera antes su aprobación sobre la persona, el momento y el lugar. Habían tenido un entendimiento fantástico durante más de una década, aunque en los últimos tiempos se sentía decepcionada, porque los gustos de Elliott en materia de sexo habían cambiado y ahora prefería a mujeres más jóvenes.

—Realmente entiendo lo que sientes respecto de Vance Erikson —dijo acercando su mano a la ingle del hombre—. Podrás hacer lo que quieras después de la transacción, pero no antes.

De repente él cambió de postura en su silla mientras ella masajeaba su miembro erecto por encima de la tela del pantalón.

Elliott asintió a regañadientes.

Los dos se miraron a los ojos, sin parpadear. Fue Elliott quien rompió el silencio.

—Tú mandas.

«Por ahora», añadió para sus adentros.

Ella asintió.

—¿Lo hacemos aquí? —preguntó—. ¿O prefieres que tomemos nuestra habitación de siempre?

Capítulo 6

Sábado, 5 de agosto

Los rojos tejados de las diminutas aldeas medievales de Lombardía se deslizaban bajo el enorme 747 de Alitalia que volaba en dirección sur, hacia Milán, en la última media hora del largo vuelo desde Amsterdam. Mirando aquellas minúsculas muestras de humanidad esparcidas por la campiña verde, Vance Erikson seguía preguntándose por qué le había mentido al detective de Amsterdam. El hombre no tardaría en descubrir que conocía a Umberto Tosi, profesor de historia renacentista en la Universidad de Bolonia y una autoridad en Leonardo.

Volvió a sentir en el pecho el peso de la culpa. Si hubiera llegado antes a casa de Martini. Si no hubiera perdido tanto tiempo bebiendo, tal vez el profesor todavía estaría vivo.

Había mentido a la policía, porque no eran ellos quienes debían resolverlo. Era culpa suya que Martini hubiera muerto y era cosa suya encontrar al asesino.

En su interior iba creciendo la rabia alimentada por el potente motor de la culpa. Tan grande era su furia que no estaba dispuesto a permitir que el asesino disfrutara de una cómoda vida entre rejas. Eso no sucedería mientras él viviera.

El que había matado a Martini, fuera quien fuese, pagaría por ello.

La policía de Amsterdam había sido amable, mucho más de lo que lo hubiera sido la americana con un holandés, pero la sospecha de que él hubiera tenido algo que ver en el asesinato había planeado constantemente sobre el interrogatorio.

Le habían repetido las preguntas una y otra vez, y cada vez les había dicho sólo lo que quería decirles… ocultando apenas los detalles fundamentales para que no encontraran demasiado rápido la pista sobre la que él estaba ahora.

Les había hablado del agresor y les había hecho una descripción precisa del hombre del callejón, pero no había mencionado a Tosi ni sus sospechas sobre las muertes de los especialistas en Leonardo de Estrasburgo y de Viena. Esa información se la guardó porque tenía cuentas que ajustar, y hasta que no matara al asesino con sus propias manos no desaparecería la culpa.

En el centro del torbellino emocional de furia y remordimientos surgió una voz nueva, la voz del miedo. Era indudable que había una especie de complot contra un pequeño y selecto grupo de personas: las que habían leído los diarios de Antonio de Beatis. Y él era el único de ese grupo que seguía con vida. No le gustaba la idea de ser el siguiente.

Mientras el.747 empezaba a descender hacia el aeropuerto de Malpensa, en Milán, Vance se preguntaba qué sabría Tosi. Fuera lo que fuese, esperaba enterarse pronto.

Esa misma noche se inauguraban una importante exposición y un simposio sobre Leonardo en el Castello Sforza, en la parte vieja de Milán. Ya hacía seis meses qué Vance tenía pensado asistir. Había esperado ron entusiasmo escuchar la ponencia sobre la faceta de ingeniero militar de Leonardo que iba a presentar Martini. El simposio era una reunión anual que se celebraba en distintos lugares de Europa asociados con Da Vinci.

Seis meses. Parecía que hiciera una década, una vida. Seis meses… antes de lo de Patty, antes de lo de Martini, antes…

Sacudió la cabeza como para apartar los pensamientos inoportunos. Debajo de ellos, al otro lado de la ventanilla, Milán se veía cada vez más grande.

Vance pasó por la aduana sin problema y una hora más tarde llegaba a la pequeña pensión de la via Dante, a medio camino entre el Duomo y el Castello Sforza, y lo bastante cerca de ambos como para ir a pie. Aunque podía permitirse el lujo de un hotel de cinco estrellas, prefería el ambiente de la pensión. El edificio conservaba los altos techos y, en las paredes del comedor, los frescos originales de artistas desconocidos del Renacimiento. Allí todo el mundo hablaba sólo italiano y en las inmediaciones no había apenas turistas. Desde sus tiempos de estudiante era un habitual de aquel lugar.

Tras despedirse del taxista con un
ciao
, se colgó al hombro la bolsa, que era todo su equipaje, atravesó las enormes puertas que conducían al patio y subió los cinco tramos de escalera evitando el viejo y venerable ascensor que subía y bajaba entre chirridos.

Tocó el timbre y acudió a abrirle la patrona.

\Signore
Erikson! —exclamó atrayéndolo hacia su exuberante humanidad—. Qué gusto volver a verlo —dijo en italiano—. Ha pasado mucho tiempo desde su última visita.

Conmovido por su acogida, Vance se sentó a charlar con ella mientras se bebía un capuccino y ella le enseñaba la fotografía de su hijo pequeño, que acababa de entrar en la universidad, y lo ponía al tanto de las novedades.

La señora Orsini pertenecía a una familia cuyos miembros habían sido liberados por los americanos en la segunda guerra mundial y que todavía sentían un cariño especial por Estados Unidos. No habían dejado que la propaganda en contra hiciera mella en ellos. Después de unos minutos, una sombra pasó por su cara.

—Ah,
signore
, casi lo olvido —dijo—. Esta mañana ha venido un hombre. Era tan temprano que todavía teníamos cerrado y ha estado gritando y aporreando la puerta hasta que me he despertado y he bajado a ver qué pasaba. —Su rostro perdió la jovialidad habitual y frunció el ceño—. Era de mediana edad. Ha dicho que lo conocía, pero parecía tan… alterado que no me he atrevido a abrir la puerta. Por la mirilla me ha dado un sobre para usted.

Vance apoyó la taza en la mesa con tanta fuerza que derramó parte del café. La signora Orsini no pareció reparar en ello.

—Estaba muy alterado —continuó—. Parecía asustado, y más pálido no podía estar. Me insistió en que le diera esto. Dijo que era cuestión de vida o muerte.

Rebuscó en los bolsillos de su delantal y sacó un sobre arrugado. Se quedó mirando a Vance en silencio mientras él rasgaba el sobre y leía el mensaje: «Es urgente que lo vea. También van a por mí. Reúnase conmigo a las siete de la tarde en Santa María delle Grazie». Lo firmaba «Tosi».

Una vez en su habitación, la de siempre, la que daba al patio, Vance se paseó, sacó sus cosas de la bolsa y volvió a pasearse.

También van a por mí
. ¿Quiénes? ¿Sabría Tosi quién había matado a Martini? Tosi era un mediocre estudioso de Da Vinci, pero un científico de primera. Era físico especializado en energía nuclear y había estado trabajando en eso hasta que adoptó una postura crítica hacia la industria atómica y se encontró sin empleo. Era un hombre duro. Fuera quien fuese el que lo había asustado, había hecho un buen trabajo.

En cuanto Vance hubo colgado su otro traje y sus dos camisas de recambio con la esperanza de que las arrugas se atenuaran antes del simposio del día siguiente, se dirigió via Dante abajo en busca de un lugar donde comer. Era la una de la tarde cuando finalmente encontró un pequeño
ristorante
a un paso de la via Mazzini.

Sin demasiado entusiasmo se tomó un
antipasto
y un plato de
spaguetti alia carbonara
junto con media botella de vino blanco de la casa. El pánico de la breve nota de Tosi había hecho mella en él.

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