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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 3)

El libro de los muertos (33 page)

Diógenes se rió alegremente.

—¿Por qué no? No se me ocurre nada mejor a que dedicar el tiempo que a hacerte feliz.

—Pues por lo visto es el único —dijo ella después de un rato, en voz muy baja.

La sonrisa de Diógenes se borró.

—¿Por qué lo dices?

—Por cómo soy.

—Eres una joven guapa e inteligente.

—Soy un bicho raro.

Con una rapidez no exenta de una gran ternura, Diógenes le cogió la mano.

—No, Constance —dijo en voz baja y apremiante—, en absoluto. Para mí no.

Ella apartó la vista.

—Ya conoce mi historia.

—Sí.

—Entonces seguro que lo entiende más que nadie. Sabiendo la vida que he llevado en esta casa, durante tantos años... ¿No le parece raro? ¿Repugnante? —De pronto Constante lo miró con un extraño fuego en las pupilas—. Soy una vieja atrapada en un cuerpo de joven. ¿Quién podría quererme?

Diógenes se acercó todavía más.

—Has adquirido el don de la experiencia, pero sin el terrible precio de la edad. Eres joven, y estás llena de vida. Aunque ahora te parezca una losa, no tiene por qué serlo. Puedes librarte de ella en el momento que elijas. Puedes empezar a vivir en cuanto lo decidas. Si quieres, ahora mismo.

Constance volvió a apartar la vista.

—Mírame, Constance. Nadie te entiende. Nadie excepto yo. Eres una perla que no tiene precio. Posees toda la belleza y la frescura de una mujer de veintiún años, pero con un cerebro refinado por toda una vida... no, varias vidas... de avidez intelectual. Sin embargo, con el intelecto no se puede ir a todas partes. Eres como una semilla que nadie riega. Deja de lado el intelecto y reconoce tu otra avidez, la sensual. La semilla pide agua a gritos. Solo entonces germinará, brotará y florecerá.

Constance sacudió con fuerza la cabeza, negándose a corresponder a la mirada de Diógenes.

—Aquí estás enclaustrada, encerrada como una monja. Has leído miles de libros y has tenido pensamientos muy profundos, pero no has vivido. Fuera existe otro mundo, un mundo de color, sabor y tacto. Lo exploraremos juntos, Constance. ¿No sientes la profunda conexión que existe entre nosotros? Deja que te traiga aquí ese mundo. Ábrete a mí, Constance. Soy el único que puede salvarte. Porque soy el único que te comprende de verdad. Igual que soy el único que comparte tu dolor.

Bruscamente, Constance intentó apartar las manos, que siguieron asidas por las de Diógenes, suavemente pero con firmeza. El breve forcejeo, sin embargo, hizo que se subiera la manga de la muñeca, dejando a la vista varias cicatrices de cortes que no se habían curado bien.

Al ver revelado aquel secreto, Constance se quedó paralizada, sin poder respirar.

También Diógenes se quedó quieto, hasta que suavemente soltó una de sus manos, extendió su brazo y subió el puño por encima de la muñeca. Había una cicatriz parecida, más antigua pero inconfundible.

Constance la contempló sin respiración.

—¿Ves hasta qué punto nos entendemos? —murmuró él—. Es la pura verdad. Nos parecemos tanto... Yo te entiendo, y tú, Constance... tú me entiendes a mí.

Soltó con dulzura la otra mano de Constance, que cayó flojamente por debajo de la cintura. Diógenes le puso las manos en los hombros y la hizo girarse hacia él. Ella no se resistió. Él le acercó una mano a la mejilla y se la acarició muy suavemente con las yemas. Sus dedos rozaron los labios de Constance y siguieron por la barbilla, cogiéndola con gran delicadeza. Por último acercó lentamente la cara de Constance a la suya y le dio un beso con mucha suavidad, seguido por otro un poco más urgente.

Con un sonido ahogado, que podía ser de alivio o de desesperación, Constance se inclinó, dejándose rodear por los brazos de Diógenes.

Este cambió hábilmente de postura en el diván, a la vez que recostaba a Constance sobre los cojines de terciopelo. Una de sus manos, muy blancas, se deslizó hasta la pechera de encaje del vestido y desabrochó la hilera de botones de perla más próxima al cuello. Durante su descenso, los finos dedos de Diógenes expusieron a la tenue luz de las lámparas la naciente curva de los pechos de Constance. Al mismo tiempo murmuró unos versos en italiano:

Ei s’immerge ne la notte
,

Ei s’aderge in vèr’ le stelle...
[7]

Cuando su cuerpo se posó sobre el de Constance, los labios de ella dejaron escapar otro suspiro, a la vez que sus ojos se cerraban.

Los de Diógenes no se cerraron. Permanecieron abiertos, absortos en la joven, con un brillo de deseo y de victoria.

Dos ojos, uno marrón y el otro azul.

Cuarenta y dos

Gerry guardó la radio en la funda y miró a Benjy con incredulidad.

—Tío, no te lo vas a creer.

—¿Ahora qué pasa?

—Que vuelven a sacar al preso especial al patio 4 para el ejercicio de las dos.

Benjy le clavó la mirada.

—¿Cómo que vuelven a sacarlo? Me estás tomando el pelo.

Gerry negó con la cabeza.

—Es un asesinato. Y lo hacen durante nuestro turno.

—¡A quién se lo dices!

—¿De dónde sale la orden?

—Directamente del tonto mayor del reino, Imhof.

El pasillo del pabellón C de Herkmoor, largo y vacío, se quedó en silencio.

—Solo falta un cuarto de hora para las dos —acabó diciendo Benjy—. Más vale que nos pongamos las pilas.

Salió del pabellón al débil sol del patio 4, con Gerry detrás. El aire traía un vago olor a descomposición y humedad primaverales. La hierba empapada de los patios exteriores aún estaba aplastada y marrón. Más allá de los muros del perímetro asomaban algunas ramas desnudas. Ocuparon sus puestos. Esta vez no lo hacían en la pasarela, sino en el patio propiamente dicho.

—Yo no pienso dejar que echen a perder mi carrera de celador —dijo Gerry, muy serio—. Te juro que como alguno de la pandilla de Pocho se le acerque demasiado uso el Taser. Ojalá nos dejaran llevar pistolas.

Se pusieron cada uno en un lado del patio en espera de que los presos de aislamiento salieran acompañados para su única hora de ejercicio. Gerry revisó su Taser y su spray de defensa y se ajustó la porra en el cinturón. Esta vez no pensaba esperar a verlas venir.

Al cabo de unos minutos se abrió la puerta y aparecieron los celadores con la fila de presos, que se dispersaron por el patio. El sol los hacía parpadear, y tenían el aspecto de lo que eran: tontos del culo.

El último preso en salir fue el especial. Estaba pálido como un gusano y hecho un desastre, con la cara vendada y llena de morados y un ojo tan hinchado que no podía abrirlo. Aunque después de tantos años trabajando en cárceles Gerry estuviera acostumbrado a todo, le indignó que volvieran a sacar a ese preso al patio. Pocho estaba muerto, de acuerdo, pero había sido un caso clarísimo de defensa propia, mientras que aquello... Aquello era un asesinato a sangre fría. Si no lo mataban ese día, lo matarían cualquier otro, fuera en el turno que fuera, en el de Gerry y Benjy o en el de otros. Una cosa era ponerlo en la celda de al lado del percusionista, o en aislamiento, o quitarle los libros, pero aquello era pasarse de rosca.

Se preparó para lo peor. Los hombres de Pocho se abrían por el patio con las manos en los bolsillos y un andar lento y vacilón. El alto, Rafael Borges, se dedicaba a hacer sus habituales rebotes con la pelota de baloncesto, acercándose sin prisas y en línea curva al aro. Al mirar a Benjy, Gerry vio que su compañero también tenía los nervios en tensión. Los celadores de acompañamiento le hicieron un gesto. Él les hizo otro en señal de que la operación estaba completa, por lo que ahora eran ellos dos los que se encargarían de los presos. Los celadores salieron, dejando cerrada la doble puerta de metal.

Gerry no quitaba el ojo de encima al preso especial. Había empezado a pasear hacia la tela metálica, pegado al muro de ladrillo, con movimientos vigilantes pero no excesivamente nerviosos. Gerry se preguntó si estaba bien de la cabeza. En su lugar, él ya se habría cagado encima.

De repente su radio soltó un ruido de estática que lo sobresaltó.

—Aquí Fecteau.

—Aquí el agente especial Spencer Coffey, del FBI.

—¿Quién?

—Despierta, Fecteau, no tengo todo el día. Si no me equivoco estás en el patio 4 con Doyle para el turno de ejercicio.

—Sí... Sí, señor —balbuceó Gerry.

¿A qué venía que el agente Coffey hablara directamente con él? Debía de ser cierto lo que se murmuraba, que el preso especial era del FBI, aunque era lo último que parecía...

—Os quiero ahora mismo a los dos en el control de seguridad.

—Sí, señor, en cuanto vengan los del próximo turno.

—He dicho ahora mismo.

—Pero señor, somos los únicos que estamos vigilando el patio...

—Te he dado una orden directa, Fecteau. Si no te veo aquí dentro de noventa segundos te juro por mi madre que mañana estarás en Dakota del Norte haciendo el turno de medianoche en Black Rock.

—Pero no puede...

La respuesta se perdió en otra breve ráfaga de estática, señal de que el agente del FBI había cortado la comunicación. Gerry miró a Benjy, que lógicamente lo había oído todo por su propio receptor, y que se acercó encogiéndose un poco de hombros.

—Este cabrón no es quién para darnos órdenes —dijo Gerry—. ¿Tú crees que tenemos que obedecer?

—¿Quieres arriesgarte? Venga, vamos.

Gerry guardó su radio, francamente asqueado. Era un asesinato con todas las de la ley. Menos mal que no estarían allí para verlo. Bueno, ahora ya no les podían echar la culpa.

Noventa segundos... Cruzó deprisa el patio y abrió la puerta metálica. Después se giró para mirar por última vez al preso especial. Seguía apoyado en la tela metálica, justo detrás de la canasta. La pandilla de Pocho ya empezaba a acercarse como una manada.

—Que no le pase nada —murmuró Gerry a Benjy cuando la doble puerta se cerró a su paso, con un fuerte impacto metálico.

Cuarenta y tres

Juggy Ochoa iba tranquilamente por el patio de asfalto, mirando el cielo, la valla, la canasta y a sus hermanos, unos más cerca, otros más lejos. Se giró hacia la puerta metálica, que acababa de cerrarse. Los dos celadores se habían largado. Le pareció increíble que hubieran vuelto a sacar al patio al «Albino»... y que lo hubieran dejado solo.

El muy idiota estaba apoyado en la tela metálica, mirándolo a la cara sin pestañear.

Ochoa volvió a mirar a su alrededor con los ojos entornados. Su intuición de preso le decía que pasaba algo raro. Era una trampa, y estaba seguro de que los demás también se daban cuenta. No les hacía falta hablar. Todos pensaban lo mismo. Los celadores odiaban tanto al Albino como ellos, y alguien muy bien situado quería verlo muerto.

Pues por Ochoa no quedaría.

Escupió en el asfalto, y mientras restregaba la saliva con la suela del zapato miró a Borges, que hizo botar dos veces la pelota con el puño durante su lenta trayectoria semicircular en dirección a la canasta. Borges sería el primero en darle una lección al Albino, y, conociéndolo, Ochoa estaba seguro de que sabría esperar sin perder la calma. Tenían tiempo de sobra para resolver el problema discretamente, para que nadie pagara el pato. El precio serían unos meses de aislamiento y la pérdida de privilegios, pero como cumplían todos la perpetua... Además, tenían el beneplácito. Las consecuencias, fueran cuales fuesen, serían suaves.

Miró a lo lejos, a la torre. No los estaba vigilando nadie. Los de las torres casi solo miraban de lado y hacia fuera, hacia las barreras exteriores. Su visión del interior del patio 4 era limitada.

Al fijarse otra vez en el Albino, le desconcertó ver que aún lo observaba. Pues que mirase. En cinco minutos estaría muerto, a punto para que lo limpiaran y se lo llevasen.

Juggy miró a sus hermanos. Tampoco tenían prisa. El Albino sabía pelear, bien y sucio, el muy hijo de puta, pero esta vez tendrían más cuidado. Además, estaba hecho polvo y no se movería tan deprisa. Se le echarían encima todos a la vez.

Siguieron estrechando disimuladamente el cerco.

Borges había llegado a la línea de tres puntos. Con un movimiento fluido y ensayado tiró la pelota, que entró limpiamente en la canasta y cayó... en las manos del Albino, que había corrido a recogerla con un movimiento brusco y ágil.

Permanecieron todos quietos, mirándolo fijamente. El Albino se quedó con la pelota y sostuvo sus miradas sin delatar ninguna emoción en su cara llena de puntos. Su actitud desafiante enfureció a Juggy.

Miró por encima del hombro. Los celadores aún no habían vuelto.

Borges avanzó. El Albino le dijo algo, demasiado bajo y deprisa para que pudiera entenderlo Juggy. Mientras seguía caminando, Juggy sacó la navaja que llevaba en la costura de los calzoncillos. Era el momento. Un navajazo y adiós, cerdo.

—Espera, tío —dijo Borges enseñando la palma de una mano al ver que Ochoa se acercaba—, quiero oír qué dice.

—¿Oír qué?

—Ya sabéis que es una trampa —decía el Albino—. Quieren que me matéis. Y vosotros lo sabéis. ¿Queréis que os diga porqué?

Miró uno a uno a los del grupo, que ya lo tenían rodeado.

—¿A quién carajo le importa? —dijo Juggy, dando un paso y preparando la navaja.

—¿Por qué? —dijo Borges, con el brazo tendido otra vez hacia Juggy.

—Porque sé cómo escapar.

Un silencio eléctrico.

—¡Y una mierda! —dijo Juggy, lanzándose con la navaja.

Pero el Albino estaba preparado, y le tiró la pelota por sorpresa. Al esquivarla, Juggy perdió impulso. La pelota botó un par de veces y se fue rodando.

—¿Vais a matarme y a pasaros el resto de la vida aquí sin saber si decía la verdad?

—Nos quiere engañar —dijo Juggy—. ¿Ya no os acordáis de que se cargó a Pocho?

Dio otro salto, pero el Albino se apartó y se giró como un torero. Borges cogió el brazo de Juggy con una mano de acero.

—¡Tío, joder, él mató a Pocho!

—Déjalo hablar.

—Libertad —pronunció el Albino con un acento del sur que hizo sonar maravillosamente la palabra—. ¿Qué pasa, que lleváis tanto tiempo en la cárcel que ya no os acordáis de qué significa?

—Borges, de aquí no sale nadie —dijo Juggy—. Acabemos de una vez.

—No te muevas, Jug. Ni un puto dedo.

Al mirar a su alrededor, Juggy descubrió que era el centro de todas las miradas. No podía creerlo. El Albino se estaba salvando de la navaja con su verborrea.

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