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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 3)

El libro de los muertos (39 page)

Desde la oscuridad, Pendergast los vio entrar.

Los dos niños ya estaban dentro de la sala. Las paredes de plomo presentaban estrías blanquecinas de óxido. Todo estaba lleno de artefactos: cajas con caras pintadas que hacían muecas, sombreros viejos, cuerdas, bufandas apolilladas, cadenas oxidadas, anillas de bronce, armarios, espejos, capas, varitas... Y todo lo cubría una gruesa capa de polvo y telarañas. Al fondo había un cartel torcido de colores chillones, adornado con filetes, dos manos con el índice extendido y otras florituras carnavalescas del siglo XIX americano.

Desde la oscuridad de su memoria, Pendergast asistía al desarrollo de la escena con la mezcla de impotencia y malos presagios propia de las pesadillas. Al principio los dos niños exploraron la sala con cuidado, mientras sus velas proyectaban sombras alargadas por las cajas y las pilas de extraños aparatos.

—¿Sabes qué es todo esto? —susurró Aloysius.

—¿Qué?

—Hemos encontrado las herramientas del espectáculo de magia del tío bisabuelo Comstock.

—¿Y quién es el tío bisabuelo Comstock?

—Fue uno de los magos más famosos del mundo. Enseñó al mismísimo Houdini.

Aloysius tocó un armario, acarició un pomo y tiró cuidadosamente de un cajón. Contenía unas esposas. Abrió otro cajón que parecía resistirse, pero que acabó cediendo con un ¡clac! Dos ratones saltaron del cajón y se fueron correteando.

Aloysius se acercó al siguiente objeto, seguido de cerca por su hermano pequeño. Era una caja con forma de ataúd de pie; en la tapa estaba representado un hombre que gritaba con varios orificios ensangrentados por el cuerpo. La abrió, haciendo rechinar las bisagras oxidadas. El interior estaba revestido con púas de hierro forjado.

—Esto más que de magia parece de tortura —dijo Diógenes.

—En los pinchos hay sangre seca.

Diógenes miró con atención, presa de una extraña ansia que se sobrepuso temporalmente al miedo. Después volvió a apartarse.

—Solo es pintura.

—¿Seguro?

—Sé reconocer la sangre seca.

Aloysius siguió caminando.

—Mira.

Señaló un objeto del rincón del fondo. Era una caja enorme, mucho mayor que las demás, que llegaba hasta el techo y tenía las dimensiones de una habitación. Estaba pintada en chillones colores rojo y oro, con una cara burlona de demonio en la parte delantera. Al lado del demonio había extraños elementos —una mano, un ojo inyectado en sangre, un dedo— que flotaban sobre el fondo carmesí como si fueran partes cortadas de algún cuerpo en un mar de sangre. En uno de los laterales había una puerta con una inscripción curvada en oro y negro:

—Si fuera mi espectáculo —dijo Aloysius— le habría puesto un nombre mucho más impresionante, como «La Boca del Averno». «La Puerta del Infierno» suena aburrido. —Se giró hacia Diógenes—. Te toca entrar primero.

—¿Y eso por qué?

—Porque antes he entrado yo primero.

—Pues vuelve a entrar primero.

—No me apetece —dijo Aloysius.

Apoyó una mano en la puerta y dio un golpecito con el codo a Diógenes.

—No la abras, podría pasar algo.

Aloysius la abrió, dejando a la vista un interior oscuro y asfixiante forrado de algo que parecía terciopelo negro. Justo detrás de la puerta había una escalera metálica que desaparecía por una trampilla del falso techo de la caja.

—Podría desafiarte —dijo Aloysius—, pero no quiero. No creo en los juegos de niños. Si quieres entrar, entra.

—¿Y tú? ¿Por qué no entras?

—Lo reconozco sin ambages: estoy nervioso.

Pendergast tuvo una punzada de vergüenza al ver que sus dotes de persuasión psicológica ya se estaban desarrollando en su infancia. Tenía ganas de saber qué había dentro, pero quería que entrase primero Diógenes.

—¿Tienes miedo? —preguntó su hermano.

—Exacto. O sea, que la única forma de que averigüemos qué hay dentro es que entres primero. Te prometo que entraré justo después.

—No quiero.

—¿Tienes miedo?

—No.

El temblor de la voz aguda de Diógenes lo desmentía.

Pendergast pensó amargamente que su hermano solo tenía siete años y aún no había aprendido que la mejor manera de mentir sin que te pillen es diciendo la verdad.

—Entonces, ¿por qué no entras?

—Es que... es que no me apetece.

Aloysius se rió con sorna.

—Yo acabo de reconocer que tengo miedo. Si tú tienes miedo, dilo y volvemos a subir tranquilamente.

—¡Que no, que no tengo miedo! Es un truco de parque de atracciones.

Pendergast se quedó horrorizado al ver que su doble infantil cogía a Diógenes por los hombros.

—Pues entonces entra.

—¡No me toques!

Suavemente, pero con firmeza, Aloysius le hizo cruzar la puertecita de la caja y se puso detrás para cortarle la retirada.

—Pero ¡si acabas de decir que es un truco de parque de atracciones!

—No quiero quedarme aquí dentro.

Ya estaban en el primer compartimiento de la caja, muy pegados. La capacidad de la casa era para un adulto, no para dos niños de cierta edad.

—Vamos, Diógenes, sé valiente, yo te sigo.

Diógenes empezó a subir sin decir nada por la escalerilla metálica. Aloysius iba detrás.

Pendergast ya no los veía. La puerta de la caja acababa de cerrarse automáticamente. Su corazón latía tan deprisa que tuvo miedo de que estallase. Las paredes de su construcción memorística parpadeaban y oscilaban. Casi era inaguantable.

Pero ya no podía parar. Estaba a punto de ocurrir algo horrible, algo de lo que nada sabía. Aún no había profundizado tanto en los recuerdos reprimidos de su infancia. Tenía que seguir.

Abrió mentalmente la puerta de la caja y subió a su vez por la escalera metálica; penetró en un espacio demasiado bajo para ponerse de pie que giraba en sentido horizontal hasta desembocar en una habitación de techo bajo, situada encima del falso techo pero debajo de la tapa superior de la caja. Los dos niños estaban delante. Diógenes, que iba el primero, gateó hacia un agujero circular en la pared del fondo. Al llegar titubeó.

—¡Sigue! —lo instó Aloysius.

El niño se giró hacia su hermano con una expresión peculiar en los ojos, cruzó el agujero y se perdió de vista.

Antes de llegar al agujero, Aloysius se paró a mirar a su alrededor con la vela. Parecía haberse dado cuenta por primera vez de que las paredes estaban llenas de fotos pegadas a la madera y cubiertas de una capa de laca.

—¿No vienes? —dijo en la oscuridad del otro lado una vocecita asustada y enfadada—. ¡Me habías prometido que estarías justo detrás!

Al presenciar la escena, Pendergast sintió que se apoderaba de su cuerpo un temblor incontrolable.

—Sí, sí, ya voy.

El joven Aloysius gateó hacia el agujero redondo y negro y se asomó... pero no fue más lejos.

—¡Eh! ¿Dónde estás? —gritó en la oscuridad del otro lado una voz sorda. Luego, de repente—: ¿Qué pasa? ¿Qué es esto?

Un chillido de niño, agudo y penetrante, cortó el aire como un escalpelo. Pendergast vio que aparecía una luz al otro lado del agujero. Vio que se inclinaba el suelo y Diógenes resbalaba hasta el fondo de un pequeño cuarto y caía por un pozo iluminado. De pronto se oyó un sonido grave, como un gruñido de animal, y dentro del pozo aparecieron imágenes de indescriptible horror. Luego el agujero se cerró con un chasquido, impidiendo que viera nada más.

—¡No! —chilló Diógenes desde las profundidades de la caja—. ¡Nooooooo!

Pendergast lo recordó todo de golpe. Todo acudió en tropel a su memoria con una riqueza irreprochable de detalles, un segundo de horror tras otro, sin omitir ni un solo instante de la experiencia más aterradora de su vida.

Se acordó del Acontecimiento.

Al recibir el impacto del recuerdo, como el de un maremoto, sintió que su cerebro se sobrecargaba, y que sus neuronas se bloqueaban. En ese momento perdió el control del viaje por la memoria. La mansión tembló, sufrió una sacudida y explotó mentalmente, deshaciéndose en muros incendiados mientras su cabeza retumbaba como un trueno y el gran palacio de la memoria extinguía su llamarada en la oscuridad del espacio infinito, disolviéndose en esquirlas de luz que surcaron el vacío como meteoros. Los gritos de angustia de Diógenes se prolongaron brevemente desde el exterior del abismo sin límites, pero al final también se apagaron y volvió a imperar el silencio.

Cincuenta y uno

En lo más hondo del pabellón administrativo de Herkmoor, en su espartana sala de reuniones, Gordon Imhof miró a su alrededor desde la mesa, con un micrófono de clip en la solapa. Dentro de lo que cabía estaba satisfecho. La respuesta a la fuga había sido inmediata y aplastante. Todo había funcionado modélicamente, como un mecanismo de relojería. El anuncio del Código Rojo había provocado el cierre inmediato y electrónico de todo el complejo, así como la suspensión de todas las entradas y salidas. Los fugitivos habían corrido un rato como conejos, pero su plan de fuga no se sostenía por ninguna parte y en cuarenta minutos ya estaban todos capturados y en sus celdas, o en la enfermería. El control obligatorio de los sensores de los tobillos, que se ponía en marcha automáticamente con cada suspensión de un Código Rojo, había confirmado que no faltaba ningún preso en todo el recinto.

Imhof pensó que en el sector penitenciario la mejor manera de llamar la atención era con una crisis. Las crisis creaban visibilidad. Su resultado, en función de cómo se gestionasen, podía ser una oportunidad de ascenso o el final de una carrera. Aquella, en concreto, se había llevado sin fallos: un solo celador herido, pero no de gravedad, ningún rehén y ningún muerto o herido grave. Con Imhof al frente, Herkmoor había conservado su impecable récord de cero fugas.

Miró el reloj en espera de que el segundero marcara exactamente las 19.30. De momento Coffey aún no había aparecido, pero Imhof no pensaba esperar. Aquel agente del FBI tan pagado de sí mismo y su lacayo lo estaban empezando a irritar.

—Si me lo permiten, señores —dijo—, empezaré la reunión diciéndoles a todos: buen trabajo.

Sus palabras suscitaron murmullos y algunos cambios de postura.

—En el día de hoy Herkmoor se ha enfrentado a un reto excepcional: un intento de fuga colectiva. A las dos y once del mediodía nueve presos han cortado la tela metálica de uno de los patios de ejercicio del edificio C y se han dispersado por los campos del perímetro interior. Uno de ellos ha llegado hasta el puesto de seguridad de la punta sur del edificio B. La causa que ha permitido este intento de evasión todavía se está investigando. Me limitaré a decir que todo apunta a que los presos del patio 4 no estaban bajo supervisión directa de ningún celador en el momento de la fuga, por razones que todavía no han quedado claras.

Hizo una pausa para mirar severamente al grupo repartido por la mesa.

—Abordaremos ese fallo en algún momento de esta sesión informativa.

Relajó sus facciones.

—A grandes rasgos, la respuesta al intento de fuga ha sido inmediata y modélica. Los primeros celadores han llegado al lugar del conflicto a las dos y catorce. El Código Rojo se ha activado inmediatamente, a la vez que se movilizaban más de cincuenta celadores. En bastante menos de una hora ya estaban capturados todos los fugitivos y ya se había procedido al recuento de presos. A las tres y un minuto se ha desactivado el Código Rojo y Herkmoor ha vuelto a la normalidad.

Dejó pasar unos segundos.

—Vuelvo a felicitar a todos los que han intervenido. Que nadie esté nervioso, esta reunión es una simple formalidad. Ya saben que el reglamento exige una sesión informativa antes de las doce horas posteriores a cualquier Código Rojo. Les pido disculpas por retenerlos fuera de su horario de trabajo habitual. Intentaremos atar lo antes posible los cabos sueltos, para estar todos en casa a la hora de cenar. Si alguien tiene una pregunta, que no dude en formularla. Nada de ceremonias.

Miró a los presentes.

—Me dirigiré en primer lugar al director de seguridad del edificio C, James Rollo. Jim, ¿podrías contarnos cuál ha sido el papel del agente Sidesky? Parece que este punto es algo confuso.

Un hombre barrigón se levantó con un ruido de llaves, que se repitió al subirse el cinturón. Tenía la expresión imperturbable de quien trata temas de gran seriedad.

—Gracias, señor. Tal como ha dicho, el Código Rojo se ha activado a las dos y catorce. Los primeros celadores han acudido desde el puesto de vigilancia 7. Concretamente han acudido cuatro, tras dejar el puesto a cargo del agente Sidesky. Parece ser que uno de los fugitivos ha reducido al agente Sidesky, le ha administrado alguna droga y lo ha dejado atado en el servicio más próximo. Aún está desorientado, pero le tomaremos declaración en cuanto se haya recuperado.

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