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Authors: Lois Lowry

Tags: #Cienica ficción , Juvenil

El mensajero (10 page)

—Mira —dijo Jean de repente—. Mira esto. Es diferente.

Mati miró en torno y vio que ella escudriñaba el tapiz que Nora había tejido para su padre. Incluso desde donde él se encontraba, pudo ver a qué se refería Jean. La totalidad de la zona boscosa, los cientos de diminutas puntadas de tonalidades verdes, estaba más oscura, y las hebras se habían anudado y retorcido de manera extraña. La plácida escena se había transformado en algo carente de belleza. Transmitía una sensación de agresividad, de inaccesibilidad.

Mati se acercó y lo miró de hito en hito, confuso y alarmado.

—¿Qué pasa, Mati? —preguntó Jean.

—Nada. No es nada —le indicó con los ojos que no debían hablar en voz alta sobre los inquietantes cambios del tapiz. Mati no quería que Veedor se enterara.

Era hora de partir.

Movió los hombros para ajustarse cómodamente la mochila a la espalda y se acercó al ciego para darle un abrazo. Veedor murmuró:

—Ten cuidado.

Para su asombro, Jean lo besó. Había dicho muchas veces, bromeando, que algún día lo haría. Ahora lo había hecho, y fue un rápido y fragante toque de sus labios que le dio valor y que, incluso antes de partir, le hizo anhelar el regreso.

Capítulo 12

A Juguetón le daba miedo la oscuridad. Mati no lo había notado antes, porque de noche siempre habían estado puertas adentro, con la lámpara de petróleo encendida. Se rió un poco al escuchar los gimoteos del perro cuando cayó la noche y el Bosque quedó a oscuras. El chico lo sostuvo en brazos y le susurró palabras de consuelo, pero pudo sentir que el cuerpecillo del perro seguía temblando.

En fin, pensó Mati, en cualquier caso ya era hora de dormir. Se encontraba bastante cerca del claro donde había estado, y quizá siguiera estando, la rana. Con precaución, se abrió paso por el suave musgo sosteniendo a Juguetón contra su pecho y tanteando el suelo con los pies. Entonces se arrodilló en el lecho de nudosas raíces de un árbol alto y se quitó la mochila. Desenrolló la manta, alimentó a Juguetón con unos trocitos de pan que arrancó de la barra, mordisqueó algo él mismo y, acurrucándose junto al cachorrito, se abandonó al sueño.

—Crrroag.

—Crrroag.

Juguetón levantó la cabeza. Movió la nariz y orientó las orejas con curiosidad hacia el sonido pero, a continuación, enterró la cabeza bajo la curva del brazo de Mati. Poco después también dormía.

* * *

Los días de viaje pasaban y, después de la cuarta noche, la comida se acabó. Pero Mati era fuerte y valiente, y para su sorpresa, Juguetón no necesitaba ser cargado. El cachorrito le seguía y se sentaba a contemplarle con paciencia mientras él colocaba los mensajes a lo largo de los senderos divergentes. Aquello alargaba el viaje considerablemente. Si hubieran avanzado en línea recta, hubieran llegado a la aldea de Nora, su propio hogar en el pasado, bastante pronto. Pero se recordó a sí mismo que ser un mensajero era su principal tarea, y por eso se adentraba en los senderos secundarios, caminaba grandes distancias y dejaba el mensaje que anunciaba el cierre de Pueblo en cada lugar susceptible de notificar a los nuevos que debían volver atrás.

La mujer de las cicatrices y su grupo procedían del este, lo sabía. Los orientales tenían un aspecto característico que los diferenciaba. Pudo ver en el sendero que conducía al este los restos de su paso: maleza aplastada donde habían dormido, trozos de carbón donde habían hecho una hoguera, una cinta rosa caída, pensó Mati, del pelo de alguna niña. La recogió y la guardó en su mochila.

Se preguntó si la mujer habría dejado en Pueblo a su hijo y habría vuelto sola a por sus otros críos. No había señales de ella.

El cielo estaba despejado y Mati lo agradecía porque, aunque se hubiera jactado de sus travesías por la nieve, era muy duro luchar contra los elementos y casi imposible encontrar comida con mal tiempo. Ahora ya había bayas otoñales y muchas nueces; se rió con las parlanchinas ardillas que almacenaban sus provisiones, y asaltó sin mucho remordimiento un escondite medio lleno de reservas para el invierno.

Conocía sitios para pescar y la mejor forma de hacerlo. Juguetón le hizo ascos al pescado, incluso después de que Mati asara uno en su pequeña hoguera.

—Pues pasa hambre si quieres —le dijo Mati riéndose, y acabó el dorado y brillante pez él solo. Entonces, mientras vigilaba, Juguetón levantó las orejas, escuchó y salió disparado. Mati oyó un graznido, una ráfaga de aleteos, un crujir de hojas y un gruñido. Poco después Juguetón volvió, muy satisfecho, con una pluma pegada a los bigotes.

—¡Vaya! Yo he tomado pez, pero tú has tomado ave.

A Mati le divertía hablarle a Juguetón como si fuera humano. Desde que su otro perro había muerto, siempre viajaba solo. Ahora le parecía una delicia tener compañía, y a veces sentía que Juguetón entendía todas y cada una de sus palabras.

Aunque se tratara de un cambio sutil, comprendió lo que había querido decir Líder cuando afirmó que el Bosque se espesaba. Mati conocía al Bosque tan bien que anticipaba los cambios que se producían con las estaciones. Normalmente a finales de verano, como ahora, caían algunas hojas y, cuando llegaba la nieve, más tarde, muchos árboles se quedaban desnudos. En pleno invierno tenía que buscar agua en los lugares donde los arroyos fluían velozmente y no se congelaban; muchos de los remansos que tan bien conocía se cubrían de hielo. En primavera había irritantes insectos que espantarse de la cara, pero también crecían bayas dulces y frescas.

Siempre, sin embargo, resultaba familiar.

Pero en este viaje algo había cambiado. Por primera vez Mati sintió que el Bosque se mostraba hostil. Los peces tardaban en morder el anzuelo. Una ardilla listada, habitualmente compañía amistosa, emitió un chillido airado y le mordió el dedo cuando intentó tocarla. Muchas bayas rojas, de una clase que siempre había comido, tenían manchas negras y sabían amargas; y por primera vez vio hiedra venenosa creciendo a través del sendero, donde nunca antes había crecido.

También estaba más sombrío. Los árboles parecían haber desplazado sus copas, acercándose unos a otros para construir un dosel sobre el sendero; se dio cuenta de que le protegerían de la lluvia y de que quizá eso fuera bueno, pero no parecían benevolentes. Creaban oscuridad en pleno día, y las sombras distorsionaban el camino haciendo que se tropezara una y otra vez con piedras y raíces.

Y olía mal. El Bosque hedía, como si la espesa negrura ocultara cosas muertas, descompuestas.

Habiendo acampado en un calvero que conocía bien de otros viajes, Mati se sentó en un tronco que le había servido con frecuencia de asiento mientras comía: de pronto se deshizo bajo su peso; tuvo que salir de entre los restos como pudo y sacudirse corteza podrida y una sustancia pegajosa y maloliente de la ropa. El trozo de tronco que llevaba allí tanto tiempo, sólido y útil, se había transformado en fragmentos de materia vegetal muerta; nunca más le proporcionaría un lugar para descansar. Lo apartó a patadas y vio que incontables escarabajos salían correteando en busca de un nuevo escondite.

Empezó a tener problemas para dormir; le atormentaban las pesadillas. Sufría repentinos dolores de cabeza y se le irritaba la garganta.

Pero ahora le quedaba poco para llegar a su destino, así que siguió adelante avanzando con dificultad. Para aplacar la desazón que le producía el Bosque, pensó en su niñez. Recordó aquellos días en que decía ser «el más feroz de los feroces», y su amistad de entonces con la joven que se llamaba Nora, la hija del ciego.

Capítulo 13

¡Qué niño más fanfarrón y más descarado había sido! Sin padre, con una madre amargada y empobrecida que trataba de mantener a unos niños que no había deseado y que no quería, Mati había emprendido una vida de pequeños delitos e inspiradas diabluras. Había pasado la mayor parte de su tiempo con una banda de desarrapados de caras sucias que tramaban cualquier ardid para sobrevivir. La dureza de su hogar le empujó al hurto y al engaño; al crecer, hubiera podido acabar en la cárcel o algo peor.

Pero siempre había tenido un lado amable, hasta cuando lo disimulaba. Había querido a su perro, lo había encontrado herido y lo había cuidado hasta que se curó. Y, finalmente, había llegado a querer a la chica tullida que se llamaba Nora, la chica que no conocía a su padre y cuya madre había muerto de repente dejándola sola.

—Mascota —le había llamado Nora riéndose—. Colega.

Le había hecho que se bañara, le había enseñado modales y le había contado historias.

—¡Soy el más feroz de los feroces! —se jactó ante ella en una ocasión.

—Eres el más cara sucia de los caras sucias —contestó ella riendo, y le hizo tomar el primer baño de su vida. Él se había resistido y había protestado pero, en realidad, la sensación del agua caliente le encantó. Lo que Nora no consiguió que le gustara fue el jabón, a pesar de darle varios trozos para él solo. Pero sintió que años de mugre resbalaban por su cuerpo y supo que podía convertirse en alguien más limpio, mejor.

Como siempre había vagado por todas partes, Mati se aprendió los intrincados senderos del Bosque. Un día encontró el camino que conducía a Pueblo, y allí conoció al ciego.

—¿Está viva? —le había preguntado el ciego, incrédulo—. ¿Mi hija vive?

Para el ciego era muy peligroso regresar. Los que habían intentado matarle, los que le habían dado por muerto años antes, creían haber tenido éxito. Si regresaba, acabarían con él sin pensarlo dos veces. Pero Mati, maestro de lo furtivo, lo había llevado en secreto, de noche, para que conociera a su hija. Los estuvo mirando desde un rincón del cuarto, mientras Nora reconocía la piedra rota que Veedor llevaba como amuleto y la encajaba en la suya, completando el fragmento que le había dado su madre moribunda. Mati había visto que el ciego recorría con los dedos la cara de su hija, para aprendérsela, y los observó en silencio mientras lloraban juntos por la madre de Nora, con sus corazones unidos por la pérdida.

Después, al caer la noche del siguiente día, había llevado al ciego de vuelta. Pero Nora no quiso acompañarlos. No entonces.

—Algún día —había dicho a Mati y a su padre cuando le rogaron que fuera con ellos a Pueblo—. Iré algún día. Aún no ha llegado el momento: antes debo hacer unas cosas aquí.

—Supongo que habrá algún joven —le había dicho el ciego a Mati mientras volvían sin ella—. Está en la edad.

—No —había contestado Mati desdeñosamente—. Nora no. Ella tiene cosas más mejores en la cabeza. De toas formas —añadió, refiriéndose a su pierna torcida—, tiene esa renquera hurrible de mala. Nadie pue casarse con renquera, de fiju seguru. Suerte tuvo que no echáronla de comer a las fieras. Ellos querían. Sólo guardáronla porque pue hacer cosas que necesitan.

—¿Qué cosas?

—Hace crecer flores y…

—Su madre también lo hacía.

—Sí, su mamá la enseñó, y a sacarles los colores.

—¿Tintes?

—Sí, da tintes a los hilos y después hace dibujos con ellus. Nadie más pue hacerlu. Diz que tiene como un toque mágico. Y por esu la quieren.

—En Pueblo sería admirada. No sólo por su talento, sino por su pierna torcida.

—Gira acá —Mati agarró el brazo del ciego y le guió hacia la derecha para seguir el sendero—. Cuidau con las raíces.

Notó que un zarcillo se elevaba por su cuenta y pinchaba ligeramente uno de los pies calzados con sandalias del hombre. Le puso muy nervioso aquel viaje de vuelta porque sabía, al estar familiarizado con él, que el Bosque estaba dando pequeñas Advertencias al ciego, y que no le permitiría entrar nunca más.

—Ha de venir cuandu esté lista —le aseguró al padre de Nora—. Y mientras, yo iré pa arriba y pa abaju.

Pero hacía ya dos años que no veía a Nora.

* * *

Mati salió del Bosque a trompicones, parpadeando ante el súbito brillo del sol, porque había pasado muchos días en la umbría espesura de los árboles y se sentía como si hubiera olvidado la luz.

Se dejó caer en el sendero y se sentó, jadeando, un poco mareado, mientras el perro, con aire de preocupación, le daba golpecitos en la pierna con una pata. En otros tiempos siempre había, ¿cómo podría decirlo?, paseado por el Bosque, a veces silbando. Pero esto era distinto. Sentía como si le hubieran echado. Masticado y escupido. Cuando miró atrás, hacia los árboles, el camino por el que había llegado se le antojó inhóspito, frío, bloqueado.

Sabía que para volver tendría que recorrer de nuevo esos senderos sombríos que ahora parecían de mal agüero. Tendría que conducir a Nora por ellos, a la seguridad del futuro con su padre. Y supo, de pronto, que esa sería la última vez que atravesaría aquellos parajes.

No quedaba mucho tiempo, no podía entretenerse, ni encontrarse con sus viejos compinches, ni recordar con ellos sus antiguas fechorías o presumir un poco de su estatus actual. Solía hacer eso cuando iba. Ni siquiera tendría tiempo de decir adiós al extraño en el que se había convertido su hermano.

Pueblo se cerraría tres semanas después de la proclama. Mati lo tenía todo bien calculado. Había contado los días que le llevaba el viaje, sumando los días extra que necesitaba para colocar el mensaje en los caminos secundarios. Ahora tenía el tiempo justo para descansar, lo que necesitaba con urgencia, preparar comida para la vuelta y persuadir a Nora de que le acompañara. Si caminaban a un ritmo constante y sin interrupciones por el Bosque (aunque sabía que con la chica habría que ir más despacio, ya que debía andar con bastón) llegarían a tiempo.

Mati parpadeó, respiró hondo, se levantó y se apresuró hacia la casita del recodo siguiente: el hogar de Nora.

* * *

El jardín era mayor de lo que recordaba; desde que lo había visto hacía dos años la joven lo había agrandado. Lozanos macizos de flores amarillas y fucsias bordeaban el pequeño refugio con sus vigas talladas a mano y su tejado de paja. Mati nunca se había interesado por los nombres de las flores (los chicos solían desdeñar esas cosas), pero ahora le hubiera gustado saberlos, para contárselo a Jean.

Juguetón se arrimó a la base de un poste de madera rodeado por una trepadora de flores violetas y levantó la pata para proclamar su presencia y su autoridad en el territorio.

La puerta de la casita se abrió y Nora apareció en el umbral. Llevaba un vestido azul y el largo cabello negro anudado a la espalda con una cinta del mismo color.

—¡Mati! —gritó embelesada.

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