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Authors: Juan Eslava Galán

El mercenario de Granada (11 page)

Cuando despertó, un poco antes de amanecer, se sobresaltó. Isabel, sentada a su lado, lo observaba pensativa. Le había preparado una limonada con miel.

—Madrugas mucho, mujer.

—Eres un buen hombre— dijo ella—. No quiero separarme de ti.

—No me conoces— replicó Orbán—. No sé si soy un buen hombre.

—Eso es lo que todo el mundo dice. Yo también había preguntado por ti cuando noté que me seguías.

Aquel día, camino al arsenal, con un exultante Jándula al lado, Orbán no podía alejar de su pensamiento a la mujer. Jana con otra voz y otro idioma, Jana veinte años más joven reproducida en aquella cautiva que la fortuna había puesto en sus brazos.

XII

Pasaba el día en la armería, pero, al caer la noche, regresaba a casa lo antes posible para estar con Isabel. Se encerraba con ella y hablaban medio en tinieblas, como la primera vez, hasta que el sueño los rendía y cada cual se echaba en su camastro.

Cuando la conversación decaía, Isabel se sentía cohibida. Entonces preguntaba por lugares lejanos y Orbán respondía con largos parlamentos en los que había más de reflexión personal que de diálogo.

—Provengo de una ciudad memorable, Estambul. Antes se llamó Constantinopla; antes aún, Troya y antes aún no sé cuántas ciudades que vivieron con la pujanza de su tiempo, de las que no quedó ni la memoria ni la piedra. Rompimos el muro, invadimos la urbe, nos adueñamos de ella y dejamos pastar nuestros caballos en los atrios de las iglesias bajo las lámparas de oro y ámbar. Vivimos sobre las casas, los palacios, los templos, los pavimentos de los griegos como sobre un cementerio. ¿Quién se acuerda de ellos? Pasan los imperios como las hojas del otoño y donde antes brilló la rosa a la sombra gloriosa hoy es polvo y nada.

Una vez le preguntó por aquella mujer que se le parecía, Jana.

—La amé y ha muerto— murmuró el herrero, como para sí. Recorría con su aliento, dejando besos quedos, la cerviz sudorosa de la muchacha—. El amor se encarna ahora en la vida, la vieja y profunda herida que arde con fuego secreto. No tengo camino ni sé a dónde voy, ni lo que nos queda por recorrer, ni a qué rincón del mundo nos aventará el viento. Sé sólo que quiero estar a tu lado y que acudo a ti como el ciervo sediento a la fuente.

La séptima noche, la tomó de la mano y la llevó a su lecho. Ella se dejó explorar con tierna pasividad, absorbiendo con sabiduría femenina las apetencias del extranjero, al que empezaba a amar.

Lo encontró mucho más delicado que los otros hombres que había conocido. El deán la tomaba con violencia, hiriéndola con su miembro y con los dientes, dejándole marcas, castigándola y castigándose. Ubaid Taqafi le prodigaba caricias brutales para compensar la debilidad de su miembro, decaído con la edad. Los días que tomaba cantárida y lograba la dureza de antaño se la hacía sentir con brutal asiduidad, más pendiente del dolor que del placer. Con aquellos precedentes, la muchacha descubrió la delicadeza y la intensidad del gozo en brazos del hombre reservado y atento del que se estaba enamorando.

Conocimiento es el amor. Isabel, consciente de que había un misterio detrás del extranjero, intentaba desvelarlo.

—¿Echas de menos tu tierra?— preguntó un día, tras el silencio que seguía a la amorosa refriega.

Orbán se lo pensó antes de responder.

—A veces.

Sonaban densas las palabras en la oscuridad y en el silencio.

—¿No te acuerdas de tus hijos?

Recordó la fría despedida, a la sombra de Orbán el viejo.

—Son dos buenos chicos. Pronto serán dos hombres.

Le parecía a Isabel que Orbán prefería no hablar de su gente ni de su tierra. Quizá le dolía la distancia, quizá los echaba de menos y no los mencionaba por no ahondar la herida. En tal caso pensó que lo consolaría hablar de ellos.

—Los búlgaros, ¿qué habláis?

Orbán se rió levemente en la oscuridad.

—El búlgaro, claro.

—¿Es árabe?

—No, es búlgaro.

—Dime algo en búlgaro.

—¿Qué quieres que te diga?

Isabel palmeó divertida.

—¡Oye, suena muy bonito! ¿Qué me has dicho?

—Te he dicho «¿qué quieres que te diga?».

—Dime algo más.

—Estoy perdido en una tierra lejana, sin saber muy bien qué hago, y sin embargo me siento bien a tu lado. Eres una mujer extraña, sé que el día menos pensado todo esto cambiará y ya no estarás a mi lado y, sin embargo, disfruto cada momento de estos días contigo.

—¿Qué has dicho?

—He dicho que Málaga es una bonita ciudad, al amparo de un fuerte castillo, asomada al mar tranquilo y que cuando termine la guerra volverá a ser una ciudad feliz.

—¡La guerra!— susurró Isabel—. No sé qué nos traerá la guerra. Dime algo más en búlgaro.

—Orbán primero trajo de China el secreto de la fusión del hierro, cuando en Occidente no había hornos capaces de alcanzar la temperatura necesaria. Se lo había enseñado un sacerdote en una pagoda de hierro en Luoning, provincia de Shantung. Orbán primero sabía de barros por el sabor y el color y el olor, las arcillas refractarias para enfoscar las paredes de los altos hornos tubulares.

Isabel estaba encantada.

—¿Qué me has dicho?

—Te he hablado de Orbán el primero, mi tatarabuelo. Que fue a China y aprendió a fundir el hierro.

Se lo enseñó un sacerdote. También conocía la fortaleza de un barro por el sabor y el color. Era un hombre muy sabio. Se casó tres veces y tuvo diecinueve hijos, pero solamente seis de ellos se dedicaron a la herrería.

—El búlgaro suena como música, acaricia como el terciopelo— dijo Isabel—. Dime más cosas.

Háblame en búlgaro.

Orbán se apoyó en un codo y contempló el perfil de la mujer. A la luz de la luna, sus pechos grávidos palpitaban con la respiración pausada.

—Cuando cumplí diez años mi abuelo me llevó con él a la campaña contra los valacas. Quería que me acostumbrara al estampido del cañón y a las incomodidades de la guerra. También quería que olvidara a mi madre, que había muerto no hacía mucho. Pasamos aldeas y ciudades, a sangre y fuego, quemando la tierra, talando los huertos, incendiando las cosechas, hundiendo los puentes.

Cada día veía decenas de cadáveres a veces cientos, el cielo lleno de buitres y cuervos, la tierra hediendo a muerto, humo, cenizas, ruina, niños como yo con los ojos arrancados de sus órbitas, las gargantas segadas, violados primero, por doquier el negro de las cenizas, el ocre oxidado de la sangre seca, los cadáveres yertos en posturas grotescas, a veces levantando un puño iracundo, otras veces queriendo hundirse en el barro, ahogados. Vi la labor del cañón, mujeres destripadas con su hijo en brazos, vivo, aferrado a las tetas vacías, brazos y piernas cercenados, perros salvajes gordos que van de un cadáver a otro escogiendo los mejores bocados… las bocas mudas, los huesos blancos, las cabezas abiertas, a veces los hombres ponían dos cabezas en una barda de piedras como en conversación, otras veces una mujer y un hombre desnudos en la postura de copular. Esas cosas veía yo con diez años tras los cañones de mi abuelo. Llegábamos a un castillo rebelde, instalábamos las bombardas. Mi abuelo me obligaba a disparar el primer tiro, para endurecerme. ¿Y si estalla la cámara?, le preguntaba aterrorizado. «Cada uno muere cuando tiene que morir. No debes tener miedo. Los Orbán tenemos el secreto de la muerte y de la pólvora. Si no tienes miedo, la muerte te respeta. Acerca el hierro candente al oído del cañón y tronará por ti. Es mejor que estar con una mujer, mejor que cabalgar al lado del príncipe con vestiduras de oro, mejor que poseer a una mujer hermosa que has deseado durante largo tiempo.» Una mañana de niebla, con el rocío cubriendo la hierba y la lluvia goteando de los árboles, creo recordar que escuché el trino matinal de un ruiseñor. No estoy seguro, aunque ese trino me ha obsesionado mucho tiempo. Después los carros rodando sobre las piedras con sus llantas de hierro. Los cañones tomando posiciones, los azadoneros excavando el lecho de cada bombarda. El olor del cuero y del hierro de las corazas cubiertas de rocío, el olor de las bostas de los caballos, el aroma del pudridero que acompaña al ejército, el sudor de los jenízaros y de los esclavos que se afanan tras las bombardas del Gran Señor. El castillo se llamaba Dravik. Antes de que amaneciera, a la luz de las antorchas, mi abuelo hizo sus cálculos sobre la mesa de tijera que lo acompañaba, rodeado de una docena de jefes expectantes, grandes señores de la guerra que veían en las bombardas un artefacto diabólico y nos creían a los herreros dotados de misteriosos poderes. Trataban a mi abuelo con miedo reverencial y jamás hubieran osado interrumpirlo cuando calculaba la carga y la trayectoria de sus piezas. Mi abuelo había apuntado a la jamba de una puerta secundaria que los valacas habían lodado por fuera. Sus sospechas se probaron ciertas: el mortero no había fraguado todavía y el muro se vino abajo dejando a la luz una puerta de madera carcomida cubierta de planchas oxidadas. Tres tiros más y saltó en pedazos. Los jenízaros se lanzaron al ataque mientras los espingarderos parapetados detrás de los manteletes evitaban que los defensores coronaran las almenas. Para la hora del almuerzo la ciudad estaba tomada. No hicieron prisioneros. Había tantos en aquella campaña que el precio del esclavo había caído y no compensaba. Los valacas empalaban a sus prisioneros, los turcos empalaban a los valacas. Había entre los jenízaros maestros empaladores, tan diestros en su oficio que garantizaban una muerte lenta, tres días muriendo, parasus penitenciados. Penetramos en el castillo, camino del cuartel de los artilleros, en la parte alta de la aldea, por una calle adornada de empalados a uno y otro lado, hombres, mujeres y niños aullando entre atroces tormentos. Procuré no mirarlos, fijar la vista en la cruz de mi caballo, pero todavía era inevitable escuchar aquellos alaridos que te perforaban los tímpanos. Intenté taparme los oídos con cera, como hacemos los artilleros, pero mi abuelo me dio un bofetón y me dijo:

"Ésa es la música de la guerra. Cuanto antes te acostumbres a ella, mejor para ti. Tras el estampido del cañón vienen los alaridos de los moribundos, ése es el orden del mundo".

—Bueno, ya está bien— terminó Orbán regresando al árabe—. ¿Te ha gustado?

—¡Qué bien me suena!— exclamó Isabel—. Tu idioma es como una canción, es como música…

¿Qué has dicho?

—Te he contado cómo es el valle de los herreros. Una tierra ondulada, verde, con muchos árboles, higueras y almendros, surcado por muchos arroyos, un lugar donde madura el arándano y florece el beleño, donde, en este tiempo, se reúnen las cigüeñas para emigrar. Hay una fuente de Diana que da un agua finísima, delgada y fría, y los enamorados acuden a ella y dejan cintas de colores prendidas en las ramas del árbol santo. Eso trae suerte. Siempre hay miríadas de pájaros en ese árbol.

—¡Qué hermoso lugar!— dijo Isabel—. Me gustaría estar allí ahora.

Orbán se encogió de hombros.

—Quizá algún día.

Pero en su fuero interno sabía que no llegaría ese día. Había aprendido a no albergar esperanzas.

Pasaron los días. En la ciudad condenada, en la ciudad hambrienta, en la ciudad al borde de la guerra civil, Orbán e Isabel refugiaban su pasión o su amor en noches desveladas entregados a la muerte dulce, a la angustia de su amor crepuscular e incierto. Fuera proseguía la guerra, pero en la casa asomada al mar se había instalado una ilusión de felicidad. Isabel y Orbán en la cama, junto a la terraza abierta, a la luz azul de la luna creciente, después del amor. Orbán abandonado a la caricia, la mano sobre la grupa femenina firme, redonda y suave. Vivían en la penumbra, a veces alumbrados por una palmatoria distante, las maderas corridas sobre las ventanas en una voluntad de aislamiento y soledad que a los criados se les antojaba insana. Hablaban en susurros, en voces no siempre entendidas, transmitiendo más en las caricias y los silencios que en las palabras. Rodeados de cosas caducas, cosas que fueron, cosas que ya no serían, que los arrastrarían con ellas, encontraban en el amor y en el sexo el único consuelo.

XIII

Cuando Orbán llegó a Málaga, nadie quería ser artillero. La tormentaria era un oficio desprestigiado, peligroso, ingrato y sucio. Los cañones estallaban con demasiada frecuencia mutilando y quemando a sus servidores. El arma de los cobardes, decían los paladines, los que depositaban toda la nobleza en la espada, en la lanza, en la maza. Armas que te permiten mirar a los ojos al hombre que matas o que te mata. Pero llegó la pólvora y lo cambió todo. Un cobarde fuera de tu alcance podía matarte con una espingarda, tirando a bulto, con una de aquellas cerezas de hierro ardiente que llegaban por el aire inadvertidas, con la velocidad de un meteoro, incandescentes, y causaban horribles heridas y emponzoñaban la sangre.

Un mes atrás, ningún joven recluta de Málaga hubiera deseado ser artillero. Los artilleros se reclutaban entre la escoria del ejército, a veces incluso había que echar mano de esclavos. Ahora, después de las últimas victorias, los malagueños se entusiasmaban con su artillería y los voluntarios se disputaban el privilegio de servir a las órdenes de Orbán.

Orbán tenía su propio concepto sobre las cualidades que debe reunir un buen artillero. Examinaba a los candidatos, siempre en compañía de Alí el Cojo, para escoger a los más capacitados.

A Isabel le gustaba contemplarlo en su trabajo, a hurtadillas, procurando que no se sintiera observado. A veces, a mediodía, le llevaba la comida en compañía de una esclava y asistía, de lejos, a sus lecciones. Orbán instruía a los herreros de la ciudad en la fabricación de bombardas.

—La bombarda no es más que un tubo hecho de duelas y reforzado por zunchos— explicaba Orbán—. Los zunchos o anillos se aplican a la caña todavía incandescentes, recién salidos de la forja, al enfriarse la comprimen y eso es lo que refuerza la bombarda. El diámetro interno del anillo, una vez enfriado, oprime el cuerpo principal: de este modo el cañón experimenta una presión constante capaz de soportar la explosión interna de la pólvora. Por eso os digo que un buen cañón está vivo, aunque a los que le son ajenos les parezca una pieza de hierro inerte.

—¿Cómo se afinan las duelas?— quiso saber uno de los alumnos—. ¿Por qué en este cañón casi no se notan?

—¡A lima y a brazo!— sonrió Orbán—. No hay otro misterio. Ésa es labor de los asistentes y de los aprendices. El maestro deja la bombarda en basto y los aprendices la refinan hasta que parezca hecha de una sola pieza.

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