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Authors: Mario Escobar

Tags: #Aventuras, Intriga

El mesías ario (25 page)

—Pero, ¿por qué echarle la culpa de todo a los cristianos? — preguntó el príncipe Stepan.

—¿Todavía no lo entiende? Igual que el Mesías judío llegó para debilitar a las razas y destruir a la raza aria, Nietzsche habla de un Uebermensch.

—Un superhombre —tradujo el ruso.

—Un superhombre. ¿No ha leído el libro Así habló Zaratustra?.

—Sí, lo he leído.

—¿Recuerda las palabras del profeta?: «Yo os enseñaré el superhombre.. .Yo os conjuro, hermanos míos, permaneced fieles a la Tierra y no creáis a quienes os hablan de esperanzas sobreterrenales». En eso creo.

—La religión del hombre moderno.

—Sí, no en las patrañas de las que habla Wagner.

—¿El músico?

—¿No ha leído nunca la disputa entre Wagner y Nietzche?

—La verdad es que es la primera vez que oigo sobre ella.

El joven se colocó su pelo negro hacia atrás. Su manera vehemente de hablar y su continua gesticulación le habían despeinado por completo.

—Algunos cristianos alemanes dicen que Jesús no era judío, que era Ario.

—No puede ser. Todo el mundo sabe que era judío.

—Por eso, cuando me ha leído ese libro ha confirmado mis ideas. El Mesías todavía está por venir y será Ario. ¿Podría prestarme el libro para que lo leyese?

—Tiene un gran valor. No podría leerlo sin que yo estuviera presente —dijo el príncipe Stepan. Miró la hora y añadió—: Tenemos que irnos, he quedado a las nueve con el librero Ernst.

—¿Va usted a asistir a la reunión?

—El librero me invitó. «

—Pues entonces será mejor que nos marchemos; cuando todos sepan el libro que tiene entre manos, no le dejarán ni a sol ni a sombra.

Abandonaron el café y salieron a la calle. Ya era de noche, pero todavía mucha gente llenaba los bulevares y las cervecerías de la ciudad. Todo parecía tan vivo, pero el príncipe Stepan sentía una opresión en el pecho que apenas le dejaba respirar. Es él, escuchaba en su mente. Una y otra vez la misma frase. Una frase que le torturaba. Pidió a Dios que le diese fuerzas y acarició su cuchillo por debajo de la chaqueta.

Capítulo 58

Cuando la policía llegó a la casa, Hércules comenzó a darse cuenta de que había sido una mala idea avisarles. Los gendarmes se hicieron cargo del cuerpo del pobre almirante Kosnishev, pero dos agentes de paisano les llevaron a un cuarto contiguo y comenzaron a interrogarles. El tono de la policía era cada vez más agresivo. No entendían qué hacían unos extranjeros visitando Viena en momentos como aquellos, ni porqué habían entrado en la casa forzando la puerta, ni quién era aquel muerto. Hércules se negó a responder a ninguna pregunta desde el principio y pidió ver a su embajador; Lincoln y Alicia hicieron lo mismo. No podían descubrir la razón de su viaje y mucho menos contar a la policía que el hombre que estaba en la habitación de al lado era uno de los asesinos del archiduque.

—¿Por dónde han entrado a territorio Austríaco? En sus pasaportes veo sello de entrada por Alemania y salida por Hungría.

—Ya les hemos dicho que estamos en viaje de novios. Esta señora es mi esposa española y este hombre negro es mi criado. Yo soy cubano y hemos venido de Luna de Miel para recorrer Europa, ¿Qué culpa tenemos de que vaya a estallar una guerra?

—¿Cómo entraron en la casa? —preguntó el oficial de más edad.

—Escuchamos un grito y mi esposa me dijo que entrara para ver que pasaba.

—¿Forzando un puerta? Eso es allanamiento de morada.

—La puerta estaba abierta —dijo Hércules echándose el pelo para atrás.

—¿Abierta? Usted está mintiendo. Entraron para robar y se vieron sorprendidos —dijo el policía más joven.

—Pero si la casa está abandonada. ¿Qué íbamos a robar, las paredes?

—No se burle de la policía imperial —dijo el oficial más joven hincando el dedo índice en el pecho del español. Este le miró a los ojos y empezó a incorporarse.

—Cariño —dijo Alicia—. Los policías sólo quieren saber lo ocurrido.

Los policías escucharon atónitos cómo la pareja hablaba en español y después discutían entre ellos y con el hombre negro.

—Se lo advertí Lincoln. No era buena idea avisar a la policía. En estos momentos nuestro hombre estará buscando al Mesías Ario o escapando de la ciudad. Por los menos nos detendrán cuarenta y ocho horas y, ¿sabe lo que significa eso?; que el rastro se habrá esfumado y no conseguiremos nada.

—No podíamos dejar que ese hombre se pudriera sin una sepultura cristiana.

—Estaba muerto. ¿Qué importancia tenía que siguiera aquí unos días más?

—Hércules, no culpes a Lincoln, yo también insistí. Hay cosas que hay que hacer y no se pueden pasar por alto. No somos animales.

Uno de los guardias se cansó de aquel galimatías y dijo a Hércules en un correctísimo alemán:

—Seguiremos el interrogatorio en comisaría. Esta noche duermen entre rejas.

—¿Qué? No pueden hacer eso —dijo Hércules levantándose de la silla.

Dos policías de uniforme se acercaron y le sujetaron por los brazos.

Hércules se resistió un poco al principio pero al final se los llevaron a comisaría y los encerraron a los tres juntos en una celda. Cuando los guardias les dejaron a solas, comenzaron a hablar:

—¿Qué podemos hacer? —preguntó Lincoln.

—Es evidente que nada. A no ser que lleve una lima encima —dijo señalando los barrotes de la celda.

—¿No llamarán a nuestras embajadas? —dijo Alicia.

—Me temo que hasta mañana no. Esto nos pasa por colaborar con la justicia.

Alicia se sentó en un banco de piedra y los dos hombres no dejaron de pasear por la pequeña celda.

—¿No pueden dejar de caminar? Me están poniendo muy nerviosa.

Los dos hombres se pararon de repente y se sentaron junto a la mujer. Después de más de una hora mirando al techo, sin cruzar palabra, un ruido les alertó de que algo pasaba al final del pasillo. Intentaron mirar entre los barrotes, pero eran demasiado estrechos y su cabeza no podía salir por ellos. Escucharon unos pasos que se acercaban y de repente vieron a cinco individuos armados. Hércules enseguida reconoció a uno de ellos, era el hombre que les había dado las llaves de su apartamento. Abrieron la puerta y con gestos les indicaron que salieran y que se dieran prisa. Corrieron por la galería y pasaron por encima de dos policías que estaban inconscientes en el suelo. Bajaron a un sótano y salieron por una bocacalle. Ahora eran unos prófugos buscados por la policía de Viena justo antes de que estallara una guerra. Al final terminarían ahorcados, se dijo Hércules mientras subían al coche de sus salvadores. Cruzaron una Viena repleta de gente que disfrutaba tal vez su última noche de libertad. Muchos parecían contentos, como si hubieran esperado ese momento toda la vida. Cruzaron el río y el coche se alejó de la ciudad. ¿A dónde les llevaban? ¿Hasta qué punto podían fiarse de la Mano Negra?

Capítulo 59

Caminaron durante casi una hora. Al parecer, otra de las costumbres de aquel joven era recorrer la ciudad entera a pie. Después de tres años viviendo allí, la ciudad no tenía secretos para él. Cuando llegaron a la librería el ruso estaba exhausto. En la puerta, vestido con un sencillo pero limpio traje gris les esperaba el librero. Al verlos llegar hizo un gesto de alivio y cerro nerviosamente la puerta de su establecimiento.

—Llegan tarde. ¿No han visto la hora que es?

El rechoncho librero comenzó a correr con sus piernas cortas delante de ellos, y si no hubiese sido porque el príncipe Stepan se sentía angustiado por su terrible descubrimiento, en su cabeza no dejaba de dar vueltas la idea de terminar con aquella especie de monstruo.

—Menos mal que estamos cerca —dijo el librero dándose la vuelta. El joven alemán le miró sin hacer ningún gesto y en ningún momento se disculpó por la tardanza.

A los pocos minutos llegaron a una bella mansión de una de las partes residenciales de la ciudad. Cruzaron la verja y atravesaron el jardín a toda prisa. El librero giró a la izquierda y rodearon la casa, después se paró frente a una escalera que descendía al sótano. Tras bajar cuatro escalones había una pequeña puerta de hierro. Hasta el enano librero tuvo que agacharse para entrar por ella. El joven y el ruso se inclinaron hacia delante y entraron con dificultad por la entrada. Bajaron más escaleras, Stepan contó más de cincuenta. La sensación de claustrofobia, el olor a humedad y a cerrado, le marearon un poco. Al final llegaron a un túnel largo, mal iluminado por unas lámparas de gasolina que soltaban un fuerte olor. Entre lámpara y lámpara no podían ver prácticamente el suelo que pisaban. A veces tropezaban y otras simplemente apartaban cosas con los pies. Stepan imaginó que habría ratas. Aquello le recordaba a una de las mazmorras donde estuvo detenido por los musulmanes en una misión en Uzbekistán. Comenzó a sudar. Siempre que las escenas de aquellas semanas prisionero venían a su cabeza, él intentaba apartarlas de su mente. La humillación, los abusos y las torturas continuadas, acudían a su mente como latigazos. Desde aquellos terribles sucesos no había logrado mantener relación alguna con ninguna mujer. Ahora allí, en medio de aquel pasillo infecto, sintió ganas de vomitar, de darse la vuelta y salir corriendo, pero continuó adelante.

—Ya llegamos —dijo el librero dándose la vuelta.

Entraron en un pasillo más amplio y mejor iluminado y luego en una sala rectangular. En sus cuatro paredes desnudas y sin pintar colgaban cuatro anchos banderines blancos con un gran círculo en el centro y en medio una gran cruz gramada con sus puntas redondeadas. El círculo estaba atravesado por una daga rodeada de hojas de laurel. En la sala había unas sillas tapizadas de rojo. Junto a la más grande había una mesa cubierta por un mantel de terciopelo rojo. La mayor parte de los hombres estaban de pie, tan sólo algunas mujeres estaban ya sentadas. La mirada de Stepan se centró enseguida en la figura de un hombre de avanzada edad de larga y poblada barba gris.

—Venga para que le presente —le dijo el librero.

Aquel hombre le observó detenidamente y Stepan volvió a sentirse mareado.

—Querido maestro, quiero presentarle al sr. Haushofer. Un alemán que reside en Ucrania. Está muy interesado en todo lo relacionado con la cultura aria.

—Encantado —dijo el príncipe Stepan.

—Usted no es quién dice ser —dijo von List mirándole fijamente a los ojos.

El joven sr. Schicklgruber y el librero le miraron sorprendidos.

—No le entiendo —dijo Stepan con un hilo de voz.

—Usted es un esclavo del sionismo y no lo sabe. No se preocupe, yo le liberaré —dijo apoyando sus delgados dedos sobre el hombro del ruso—. En Rusia el germen judío lo contamina todo. El comunismo, el capitalismo, todo viene del mismo tronco común; el árbol infecto del comunismo.

—Gracias, maestro —dijo Stepan.

—Bueno, será mejor que empecemos.

El grupo al completo se sentó en las sillas y se tomaron de las manos cerrando los ojos. El líder von List levantó la voz y dijo algo que Stepan no entendió. En algún momento intentó abrir los ojos, pero el miedo a ser descubierto hizo que los mantuviera cerrados. De repente el príncipe Stepan notó como una corriente entraba por su mano derecha y recorría todo su cuerpo. Su mente se relajó y por unos momentos se olvidó de quién era y de qué hacía allí. El hombre que agarraba su mano derecha era el joven con el que había estado hablando toda la tarde, el sr. Schicklgruber.

Capítulo 60

El coche continuó su camino hasta pasar las últimas casas e introducirse en el campo. Hércules miraba de reojo la ventana, pero enfrente uno de los serbios no le quitaba ojo. Alicia estaba a su lado, le apretaba fuertemente la mano y respiraba nerviosa. Lincoln parecía tranquilo, ensimismado en sus pensamientos. Hércules intentó calcular la velocidad a la que iba el coche. No menos de treinta o cuarenta kilómetros por hora, pensó. Después se dirigió en alemán a uno de los dos servios que estaba sentado enfrente.

—¿Adónde nos dirigimos? ¿Por qué nos alejamos de la ciudad? No podemos perder más tiempo. Por favor, den la vuelta.

El serbio le miró con cierta indiferencia y más tarde, en un alemán pésimo le contestó:

—Cumplimos órdenes —contestó con brusquedad.

—¿Órdenes de quién? Dimitrijevic nos autorizó a buscar y encontrar al ruso. Tienen que dar la vuelta.

—Las órdenes son de él, señor —dijo el serbio con evidente desprecio.

Capítulo 61

Guido von List abrió los ojos y contempló a sus seguidores. Los casi cincuenta miembros del Círculo eran las personas más influyentes de Viena y del Imperio. Le había costado toda una vida reunir la sabiduría necesaria, pero ahora toda esa gente creía en él y en sus poderes espirituales. Su encuentro con madame Blavatsky le había abierto los ojos. Hacía años que se había separado de la Iglesia Católica y que había colgado los hábitos de monje, pero no había encontrado satisfacción en el racionalismo ni en el ateísmo. La Teosofía era la religión del futuro, algún día el cristianismo y todas las religiones monoteístas desaparecerían. Algún día, como la propia Madame Blavastky había escrito en su libro, Norteamérica se hundiría bajo el mar por la mezcla de sus razas y surgiría una nueva tierra donde todos los arios, la Quinta Raza, viviría en paz. Él estaba seguro de que viviría para ver ese día. Antes tendrían que desaparecer los judíos y Alemania recuperaría su libertad; antes, los hombres tendrían que conocer el Ariosofismo, pero las masas no estaban preparadas. Había que esperar al hombre de la Providencia.

Guido von List miró a su izquierda y contempló por unos momentos al joven Schicklgruber. Su transformación era evidente. Tres años atrás, aquel muchacho parecía un vagabundo, un lisiado social que moriría en cualquier cuneta sin que nadie le echase de menos. Ahora estaba preparado para ascender al último grado. Tendría que dejarle partir de nuevo. Él ya no le podía enseñar nada. Jörg Lanz von Liebenfelds sería ahora su maestro.

List se puso en pie y llamó a Schicklgruber. Cuando estuvo cerca se acercó a su oído y le susurró.

—Hijo, gracias por venir por última vez. Ya no te veré hasta que vuelvas rodeado de honor y gloria.

—Gracias, maestro.

Con un gesto le invitó a que se pusiera de pie.

—Yo he sido tu maestro, pero dentro de poco, tú serás mi maestro y yo seré tu siervo.

Los ojos del joven se iluminaron y buscaron hambrientos los de su maestro.

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