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Authors: Mario Spezi Douglas Preston

Tags: #Crónica Negra, Crimenes reales, Ensayo

El monstruo de Florencia (27 page)

Se hizo un largo silencio en el pequeño comedor. Al otro lado de la mesa, la ventana permitía ver las colinas donde el Monstruo había actuado.

—El informe dice que el Monstruo tenía coche. Nuestro hombre tenía coche. Los asesinatos se cometieron en lugares que el asesino conocía bien, cerca de su casa o de su lugar de trabajo. Si trazas el mapa de la vida y los movimientos de nuestro hombre, verás que o vivía cerca o estaba familiarizado con cada uno de los escenarios elegidos.

El dedo de Mario volvió a martillear la mesa.

—Ojalá pudiera encontrar ese documento sobre el allanamiento de morada.

—¿Todavía vive? —pregunté.

Spezi asintió.

—Y sé dónde vive.

—¿Has hablado alguna vez con él?

—Lo intenté en una ocasión.

—Bueno —dije al fin—. Pero ¿quién es?

—¿Seguro que quieres saberlo? —Mario me guiñó un ojo.

—¡Maldita sea, Mario!

Spezi dio una larga calada a su Gauloises y dejó que el humo saliera lentamente.

—La persona a quien Salvatore Vinci denunció por forzar la puerta de su casa en 1974, según mi informador, era su hijo,
su propio hijo.
Antonio Vinci. El bebé que fue rescatado del gas en Cerdeña en 1961.

Claro, pensé.

—Mario —dije—, ya sabes lo que tenemos que hacer, ¿verdad?

—¿Qué?

—Entrevistarle.

34

M
ás de tres décadas después del asesinato de Barbara Locci y su amante en 1968, solo dos personas implicadas en la investigación de la pista sarda seguían vivas: Antonio Vinci y Natalino Mele. Los demás habían muerto o desaparecido. El cuerpo de Francesco Vinci había sido hallado atado de pies y manos en el maletero de un coche incendiado, después de haberse metido, al parecer, en el lado equivocado de la mafia. Salvatore había desaparecido tras su absolución. Stefano Mele, Piero Mucciarini y Giovanni Mele llevaban mucho tiempo muertos.

Antes de entrevistar a Antonio Vinci decidimos hablar con Natalino Mele, el niño de seis años que se hallaba en el asiento trasero del coche en 1968 y presenció el asesinato de su madre. Natalino accedió a hablar con nosotros y eligió como lugar de encuentro un estanque de patos del Cascine Park de Florencia, junto a una noria y un tiovivo desvencijados.

Hacía un día nublado y gris. El aire olía a hojas húmedas y a palomitas. Mele, un hombre triste, pesado, de cuarenta y pocos, pelo negro y mirada angustiada, llegó con las manos hundidas en los bolsillos. Hablaba con la voz nerviosa, quejumbrosa, de un niño que relata una injusticia. Tras el asesinato de su madre y el encarcelamiento de su padre, sus parientes lo enviaron a un orfanato, destino particularmente cruel en un país donde la familia lo es todo. Estaba solo en el mundo.

Estábamos sentados en un banco con el martilleo de la música disco del tiovivo como ruido de fondo. Le preguntamos si recordaba los detalles de la noche del 21 de agosto de 1968, la noche que asesinaron a su madre. La pregunta lo hizo explotar.

—¡Tenía seis años! —gritó con una voz aguda—. ¿Qué quieren que les diga? Después de todo este tiempo, ¿cómo quieren que recuerde algo nuevo? Todo el mundo me pregunta lo mismo, ¿qué recuerdas? ¿Qué recuerdas?

La noche del crimen, explicó Natalino, estaba tan aterrorizado que no podía hablar, hasta que los carabinieri le amenazaron con llevarlo junto a su madre muerta. Catorce años después, cuando los investigadores establecieron la conexión entre los asesinatos de 1968 y los asesinatos del Monstruo, la policía le interrogó de nuevo. Le presionaron sin piedad. Había presenciado el doble asesinato de 1968 y por lo visto creían que estaba ocultando información crucial. El interrogatorio se prolongó un año. Él les decía, una y otra vez, que no lograba recordar nada de aquella noche. Los interrogadores le mostraban fotografías de las víctimas del Monstruo mutiladas, mientras gritaban: «¡Mira a esta gente! ¡La culpa es tuya! ¡La culpa es tuya porque no puedes recordar!».

Mientras Natalino hablaba del cruel interrogatorio, su voz se hizo más chillona, más estridente.

—Les decía que no lograba recordar nada. Nada. Excepto una cosa. ¡Había una cosa que sí recordaba! —Hizo una pausa y recuperó el aliento—. Recuerdo que abrí los ojos en ese coche y vi delante de mí a mi mamá muerta. Eso es lo único que recuerdo de esa noche. Y —añadió con voz trémula— ese es el único recuerdo que tengo de ella.

35

U
nos años atrás, Spezi había telefoneado a Antonio Vinci para intentar hacerle una entrevista. Antonio se negó en redondo. En vista de ello, nos preguntábamos cuál sería la mejor forma de abordarlo ahora. Decidimos no llamar con antelación para no darle otra oportunidad de decir no. En lugar de eso nos presentaríamos en su casa con nombres falsos para evitar una segunda negativa y protegernos de posibles represalias cuando el artículo saliera publicado. Yo sería un periodista norteamericano que estaba escribiendo un artículo sobre el Monstruo de Florencia y Spezi un amigo que me echaba una mano como traductor.

Llegamos al edificio de apartamentos de Antonio a las 21.40, lo bastante tarde para asegurarnos de encontrarlo en casa. Antonio vivía en un cuidado barrio obrero del oeste de Florencia. Su edificio, una estructura modesta de estuco con un pequeño jardín de flores y un aparcamiento para bicicletas delante, estaba en una calle secundaria. Al final de la misma, pasada una hilera de pinos reales, asomaban los esqueletos de fábricas abandonadas.

Spezi llamó al telefonillo. Respondió una mujer.

—¿Quién es?

—Marco Tiezzi —dijo Spezi.

Nos abrieron sin más preguntas.

Antonio nos recibió en la puerta con un pantalón corto como único atuendo. Miró a Mario.

—¡Oh, es usted, Spezi! —dijo, reconociéndole al instante—. No oí bien el nombre. ¡Hace tiempo que quería conocerle!

Nos invitó a sentarnos a la mesa de la cocina con la actitud de un anfitrión afable y nos ofreció un vaso de un licor sardo llamado
mirto.
Su compañera, una mujer mayor que él silenciosa y discreta, terminó de lavar unas espinacas en el fregadero y se marchó.

Antonio era un hombre guapo, con una sonrisa que le formaba hoyuelos en las mejillas. Tenía el pelo negro, salpicado de gris, y el cuerpo bronceado y musculoso. Rezumaba confianza en sí mismo y encanto obrero. Mientras hablábamos del caso tensaba despreocupadamente los músculos de los brazos o deslizaba las manos por ellos, en lo que parecía un gesto inconsciente de vanidad. Llevaba tatuado un trébol de cuatro hojas en el brazo izquierdo y dos corazones en el derecho, y en medio del pecho tenía una cicatriz grande. Hablaba con una voz queda, ronca, persuasiva, que recordaba a De Niro en la película
Taxi Driver.
Sus ojos negros eran serenos y vivaces, y parecía divertido con nuestra inesperada llegada.

Spezi inició la conversación de forma desenfadada mientras sacaba una grabadora del bolsillo.

—¿Puedo usarla? —preguntó.

Antonio sacó músculo y sonrió.

—No —dijo—. Soy muy celoso de mi voz. Es demasiado aterciopelada, demasiado armoniosa para meterla en esa caja.

Spezi devolvió la grabadora al bolsillo y explicó que yo era un periodista de la revista
The New Yorker
que estaba escribiendo un artículo sobre el caso del Monstruo. La de Antonio formaba parte de una serie de entrevistas hechas a las personas relacionadas con el caso que todavía vivían. Antonio se mostró satisfecho y muy tranquilo con la explicación.

Spezi arrancó con preguntas de naturaleza general y creó una atmósfera amigable, coloquial, mientras tomaba apuntes. Antonio había seguido de cerca el caso del Monstruo de Florencia y tenía un sorprendente conocimiento de los hechos.

Tras una serie de preguntas vagas, Spezi empezó a estrechar el círculo.

—¿Qué tipo de relación tenía con su tío Francesco Vinci?

—Estábamos muy unidos. Era una amistad sólida como el hierro. —Hizo una pausa y, a renglón seguido, dijo algo sorprendente—. Spezi, me gustaría darle una primicia. ¿Recuerda cuando arrestaron a Francesco por esconder su coche? ¡Pues yo estuve con él esa noche! Nadie lo sabía, hasta ahora.

Antonio se estaba refiriendo a la noche del doble asesinato de Montespertoli, cerca del castillo de Poppiano, ocurrido en junio de 1982. En aquel entonces, Antonio vivía a seis kilómetros del lugar. Fue ese crimen el que condujo a la detención de Francesco Vinci como el Monstruo de Florencia, y una de las pruebas clave contra él fue que, incomprensiblemente, había escondido su coche entre la maleza en torno a la hora de los asesinatos. Se trataba, sin duda, de una auténtica primicia; si Antonio estaba con Francesco esa noche, significaba que Francesco contaba con una coartada que nunca utilizó y, como resultado de ello, había pasado dos años en la cárcel innecesariamente.

—¡Pero eso significa que su amigo Francesco tenía un testigo a su favor! —exclamó Spezi—. Usted podría haber evitado que acusaran a Francesco de ser el Monstruo de Florencia y malgastara dos años en la cárcel. ¿Por qué no dijo nada?

—Porque no quería involucrarme en sus asuntos.

—¿Y por esa razón permitió que pasara dos años en prisión?

—Mi tío quería protegerme. Y yo tenía fe en el sistema.

«Fe en el sistema.» Una declaración totalmente increíble viniendo de él. Spezi pasó a otra cuestión.

—¿Cómo era su relación con su padre, Salvatore?

La tenue sonrisa de Antonio pareció congelarse ligeramente, pero solo un instante.

—Nunca nos llevamos bien. Incompatibilidad de caracteres, supongo.

—Pero ¿había razones concretas para que no congeniaran? ¿Es posible que usted culpara a Salvatore Vinci de la muerte de su madre?

—No. Aunque he oído decir algo a ese respecto.

—Su padre tenía extraños gustos sexuales. ¿Es posible que le odiara por eso?

—En aquel entonces ignoraba todo eso. No me enteré de sus —hizo una pausa—…
tics
hasta mucho después.

—Pero usted y su padre tenían fuertes peleas, incluso cuando usted era un muchacho. En la primavera de 1974, por ejemplo, su padre presentó una denuncia contra usted por haber entrado en su casa a robar… —Spezi hizo una pausa despreocupadamente. Era una pregunta crucial: podía confirmar si el supuesto documento existía de verdad, si Salvatore Vinci había acusado realmente a Antonio justo antes de que el Monstruo empezara a matar.

—No fue exactamente así —dijo Antonio—. Como no fue capaz de decir si me había llevado algo, solo me acusaron de allanamiento de morada. En otra ocasión tuvimos una pelea y le puse mi cuchillo de submarinismo en la garganta, pero mi padre logró zafarse y yo me encerré en el cuarto de baño.

Habíamos confirmado un detalle crucial: el allanamiento de morada de 1974. Pero Antonio había añadido voluntariamente, casi como un desafío, un hecho clave: que había amenazado a Vinci con su «cuchillo de submarinismo». El médico forense del caso del Monstruo, Mauro Maurri, había escrito años atrás que el instrumento empleado por el Monstruo podía ser un cuchillo de submarinismo.

Spezi prosiguió con sus preguntas, avanzando lentamente hacia su objetivo.

—¿Quién cree que cometió el doble asesinato de 1968?

—Stefano Mele.

—La policía no encontró la pistola.

—Puede que Mele la vendiera o se la regalara a alguien cuando salió de la cárcel.

—Eso es imposible. La pistola se utilizó de nuevo en 1974, cuando Mele estaba todavía encarcelado.

—¿Está seguro? Nunca me había parado a pensarlo.

—Dicen que fue su padre quien disparó en 1968 —prosiguió Spezi.

—Era demasiado cobarde para eso.

—¿Cuándo abandonó usted Florencia?

—En el 74. En primer lugar fui a Cerdeña y después me dirigí al lago Como.

—Y luego regresó y se casó.

—Exacto. Me casé con el amor de mi niñez, pero la cosa no funcionó. Nos casamos en 1982 y nos separamos en 1985.

—¿Por qué no funcionó?

—Mi mujer no podía tener hijos.

Ese era el matrimonio que había sido anulado por no haberse consumado:
impotentia coeundi.

—¿Volvió a casarse?

—Vivo con una mujer.

Spezi adoptó un tono desenfadado, como si estuviera llegando al final de la entrevista.

—¿Puedo hacerle una pregunta provocadora?

—Claro. Aunque quizá no la responda.

—Mi pregunta es la siguiente: si su padre tenía una Beretta calibre 22, usted era la persona en mejor situación para quitársela. ¿Quizá durante el allanamiento de morada de la primavera de 1974?

Antonio no respondió enseguida. Dio la impresión de que reflexionaba.

—Hay algo que demuestra que no la cogí.

—¿Qué?

—Si la hubiera cogido —sonrió—, habría disparado a mi padre directamente en la frente.

—Siguiendo esa línea de razonamiento —continuó Spezi—, usted estuvo ausente de Florencia entre 1975 y 1980, justamente durante el período en el que no hubo asesinatos. Cuando regresó, los asesinatos se reanudaron.

Antonio no respondió directamente al comentario. Se reclinó en la silla y amplió su sonrisa.

—Esos fueron los mejores años de mi vida. Tenía una casa, buena comida y todas esas chicas… —Soltó un silbido e hizo el gesto italiano de joder.

—Entonces… —prosiguió Spezi con naturalidad—, ¿usted no es… el Monstruo de Florencia?

Solo hubo un breve titubeo, pero Antonio no dejó de sonreír ni un solo instante.

—No —dijo—. Me gustan los coños vivos.

Nos levantamos y Antonio nos acompañó hasta la puerta.

Mientras la abría, se inclinó hacia Spezi. Le habló con voz queda y cordial, y esta vez le tuteó.

—Por cierto, Spezi, casi se me olvidaba. —La voz adquirió un tono ronco, amenazador—. Escucha bien esto: yo no me ando con chiquitas.

36

S
pezi y yo entregamos el artículo sobre el Monstruo de Florencia a
The New Yorker
el verano de 2001. Mi familia y yo regresamos a Estados Unidos para pasar las vacaciones estivales en una vieja casa de campo que teníamos en la costa de Maine. Pasé buena parte del verano trabajando con nuestra editora de
The New Yorker,
revisando y comprobando los datos del artículo. Debía publicarse la tercera semana de septiembre de 2001.

Spezi y yo esperábamos que el artículo generara una gran reacción en Italia. La opinión pública italiana había decidido, tiempo atrás, que Pacciani y sus compañeros de merienda eran culpables. También la mayoría de los italianos se había tragado la teoría de Giuttari de que Pacciani y compañía trabajaban para una poderosa secta secreta. Aunque era muy probable que los estadounidenses se rieran de la idea de que una secta satánica estaba detrás de los asesinatos, los italianos no la encontraban tan extraña o increíble. Desde el principio había corrido el rumor de que una persona importante y poderosa, un médico o un aristócrata, estaba detrás de los asesinatos. La investigación de la secta satánica parecía una consecuencia lógica de esta teoría y la mayoría de los italianos la creía justificada.

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