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Authors: Michael Crichton

Tags: #Tecno-Thriller

El mundo perdido (2 page)

No podría haber disfrutado de unos oyentes más duchos en la materia. El Instituto Santa Fe se había fundado a mediados de los años 80, bajo la tutela de un grupo de científicos interesados en las consecuencias de la teoría del caos. Dichos científicos procedían de muy diversos campos: la física, la economía, la biología, la informática. Tenían en común la convicción de que la complejidad del mundo ocultaba un orden básico que había escapado hasta el momento a la ciencia, y que sería revelado por la teoría del caos, conocida ya como teoría de la complejidad. Según las palabras de uno de ellos, la teoría de la complejidad era «la ciencia del siglo XXI».

El instituto había investigado el comportamiento de una gran variedad de sistemas complejos —las empresas en el mercado, las neuronas en el cerebro humano, las cascadas enzimáticas en una célula individual, la conducta grupal de las aves migratorias—, sistemas tan complejos que no había sido posible estudiarlos antes de la aparición de la computadora. La investigación era reciente y los descubrimientos asombrosos.

Los científicos no tardaron en advertir que los sistemas complejos presentaban ciertos comportamientos comunes. Pronto concibieron tales comportamientos como rasgos característicos de todos los sistemas complejos. Comprendieron que estos comportamientos no podían explicarse mediante el análisis de los componentes de dichos sistemas. El enfoque científico clásico del reduccionismo —desmontar el reloj para ver cómo funciona— no servía de nada en el caso de los sistemas complejos, porque el comportamiento interesante parecía fruto de la interacción espontánea de los componentes. El comportamiento no obedecía a ningún plan o norma; simplemente ocurría. Por lo tanto, este comportamiento se denominó «autoorganizativo».

—Entre los comportamientos autoorganizativos —dijo Ian Malcolm—, existen dos de especial interés para el estudio de la evolución. Uno es la adaptación. Encontramos ejemplos de ella por todas partes. Las empresas se adaptan al mercado; las células cerebrales se adaptan a las señales de tráfico; el sistema inmunológico se adapta a las infecciones; los animales se adaptan al suministro de alimentos. Hemos llegado a la conclusión de que la capacidad de adaptarse es propia de los sistemas complejos, y quizá por esta razón entre otras la evolución tiende aparentemente hacia organismos más complejos. —Cambió de postura en el podio desplazando el peso al bastón—. Pero aún más importante es el modo en que los sistemas complejos parecen alcanzar un equilibrio entre la necesidad de orden y la imperiosa obligación de cambio. Los sistemas complejos tienden a situarse en un espacio que llamamos «el borde del caos». Concebimos el borde del caos como un lugar donde existen suficientes innovaciones para que un sistema vivo permanezca vibrante y suficiente estabilidad para impedir que caiga en la anarquía. Es una zona de conflicto y convulsiones donde lo viejo y lo nuevo se hallan continuamente en guerra. Encontrar el punto de equilibrio no debe de ser fácil: si un sistema vivo se acerca demasiado, corre el riesgo de sumirse en la incoherencia y la disolución; pero si el sistema se aleja demasiado del borde, se torna rígido, inerte, totalitario. Ambos estados llevan a la extinción. El cambio resulta tan destructivo por exceso como por defecto. Los sistemas complejos sólo se desarrollan al borde del caos. —Tras una pausa añadió—: Por lo tanto, la extinción es el resultado inevitable de una u otra estrategia: el exceso o la falta de cambio.

Los oyentes expresaron con gestos su asentimiento. Ésa era una idea ya conocida para la mayoría de los investigadores presentes. En realidad, el concepto de «borde del caos» casi se aceptaba como dogma en el Instituto Santa Fe.

—Por desgracia —continuó Malcolm—, un gran abismo separa este marco teórico y el hecho de la extinción. No hay manera de saber si nuestras conclusiones son acertadas. El registro fósil nos indica que un animal se extinguió en determinada fecha, pero no por qué razón. Las simulaciones por computadora tienen una validez limitada. Y tampoco podemos realizar experimentos con organismos vivos. Por lo tanto, nos vemos obligados a admitir que la extinción, como fenómeno no verificable ni susceptible de experimentación, puede no ser en absoluto un tema científico. Esto explicaría por qué la cuestión ha dado pie a intensas controversias religiosas y políticas. Piensen, por ejemplo, que el número de Avogadro, la constante de Planck o las funciones del páncreas no han originado ninguna clase de discusión religiosa. En cambio, la extinción es causa de un incesante debate desde hace doscientos años. Y me pregunto cómo va a resolverse si… ¿Sí? ¿Qué ocurre?

Al fondo de la sala se había alzado una mano y se agitaba con impaciencia. Malcolm arrugó la frente, manifiestamente molesto. En el instituto, tradicionalmente, las preguntas se reservaban para el final de la exposición; no se consideraba correcto interrumpir al orador.

—¿Tiene alguna pregunta? —inquirió Malcolm.

Al fondo de la sala se puso de pie un hombre de poco más de treinta años.

—En realidad —aclaró—, se trata de una observación.

Era un joven moreno y delgado, de ademanes precisos, vestido con pantalón corto y camisa de color caqui. Malcolm lo reconoció. Era un paleontólogo de Berkeley llamado Levine que había ido al instituto a pasar el verano. Malcolm no había hablado antes con él, pero conocía sus méritos: según la opinión general, Levine era el mejor paleobiólogo de su generación, tal vez el mejor del mundo. Sin embargo, en el instituto no había despertado grandes simpatías, pues sus colegas lo encontraban grandilocuente y arrogante.

—Coincido —prosiguió Levine— en que el registro fósil poco aporta al estudio de la extinción. Menos aún si aceptamos su tesis de que el comportamiento es la causa de la extinción, porque los huesos no revelan gran cosa acerca del comportamiento. Pero discrepo en cuanto a que su tesis del comportamiento no sea verificable. De hecho, implica un resultado. Aunque quizá no lo haya usted considerado todavía.

La sala se hallaba en silencio. En el podio Malcolm frunció el entrecejo. El eminente matemático no estaba acostumbrado a oír que no había desarrollado plenamente sus propias ideas.

—Explíquese —exigió Malcolm.

—Es muy sencillo —dijo Levine, aparentemente ajeno a la tensión que reinaba en la sala—. En el Cretácico los Dinosauria se hallaban repartidos por todo el planeta. Hemos encontrado restos en todos los continentes y en todas las zonas climáticas, incluso en la Antártida. Entonces si la extinción se debió realmente a su comportamiento y no a una catástrofe, una enfermedad, un cambio en la vida vegetal o a cualquiera de las distintas explicaciones a gran escala que se han propuesto, me parece muy poco probable que todos cambiasen de comportamiento simultáneamente y en todas partes. Y de ahí se desprende a su vez que aún podrían quedar vivos algunos de esos animales en la Tierra. ¿No podríamos acaso buscarlos?

—Claro que podríamos —respondió Malcolm fríamente—, si nos diera algún placer hacerlo, y siempre y cuando no tuviésemos nada mejor en qué emplear el tiempo.

—No, no —protestó Levine con vehemencia—. Hablo muy en serio. ¿Y si los dinosaurios no se hubiesen extinguido? ¿Y si aún existiesen? En algún lugar aislado del planeta.

—Habla usted de un Mundo Perdido —sugirió Malcolm, y los oyentes de la sala asintieron con gestos de complicidad. Los científicos del instituto habían desarrollado un lenguaje taquigráfico para referirse a los escenarios más comunes del evolucionismo. En sus charlas había menciones a los Campos de Balas, a Ruina del jugador, el juego de la Vida, el Mundo Perdido, la Reina de Corazones y el Ruido Negro. Eran formas bien definidas de pensar en la evolución. Pero todas eran…

—No —insistió Levine obstinadamente—. Lo digo en sentido literal.

—En ese caso usted está muy equivocado —respondió Malcolm, haciendo un claro gesto de rechazo con la mano. Volvió la espalda al auditorio y se acercó lentamente al pizarrón—. Y ahora si consideramos las consecuencias de la vida al borde del caos, podemos empezar por preguntarnos cuál es la menor unidad de vida. En la mayoría de las definiciones contemporáneas de vida estaría presente el ADN, pero existen dos ejemplos que demuestran que tales definiciones son demasiado limitadas. Si tenemos en cuenta los virus y los llamados priones, está claro que la vida puede darse sin ADN…

Al fondo de la sala Levine lo miró fijo por un instante. A continuación, de mala gana, se sentó y comenzó a tomar notas.

La hipótesis del Mundo Perdido

Una vez que terminó la conferencia, poco después del mediodía, Malcolm atravesó cojeando el patio abierto del instituto. Lo acompañaba Sarah Harding, una joven bióloga que realizaba trabajos de campo en África y se hallaba de visita en Santa Fe. Malcolm la conocía desde que, hacía ya unos años, le habían solicitado que actuase como supervisor externo de la tesis doctoral que ella preparaba entonces en Berkeley.

En el patio, bajo el intenso sol veraniego, formaban una dispar pareja: Malcolm vestido de negro, encorvado y ascético, ayudándose con el bastón; Harding, sólida y musculosa, con un pantalón corto y una remera que le daban un aire vigoroso y juvenil y el pelo negro y corto sujeto hacia atrás con unos anteojos de sol. Su área de estudio eran los depredadores africanos, concretamente los leones y las hienas. Tenía previsto regresar a Nairobi al día siguiente.

Estaban muy unidos desde el período de convalecencia de Malcolm, después de su paso por el quirófano. Por entonces Harding se hallaba en Austin disfrutando de un año sabático y cuidó a Malcolm hasta su total restablecimiento después de las numerosas operaciones que le habían practicado. Durante un tiempo dio la impresión de que el amor había surgido entre ellos, y que Malcolm, un solterón empedernido, sentaría cabeza. Pero finalmente Harding volvió a África y Malcolm se marchó a Santa Fe. Fuera cual fuese su anterior relación, en esos momentos eran sólo amigos.

Hablaban de las preguntas formuladas al final de la conferencia. Según Malcolm, sólo se habían planteado las objeciones previsibles: que las extinciones en masa sí eran importantes; que los seres humanos debían su existencia a la extinción que, en el Cretácico, había aniquilado a los dinosaurios y permitido a los mamíferos reemplazarlos. Como había dicho con cierta ampulosidad uno de los asistentes: «Gracias al Cretácico afloró en el planeta nuestra conciencia sensible».

La respuesta de Malcolm no se hizo esperar: «¿Qué le lleva a pensar que los seres humanos son sensibles y conscientes? No existe prueba alguna de eso. Los seres humanos nunca piensan por su cuenta, les resulta incómodo. En general, los miembros de nuestra especie se limitan a repetir lo que oyen y se desconciertan ante cualquier punto de vista distinto. El rasgo humano característico no es la conciencia sino el conformismo, y el resultado característico es la guerra religiosa. Otros animales luchan por el territorio o el alimento; los seres humanos, en cambio, son los únicos en el reino animal que luchan por sus «creencias». Ello se debe a que las creencias rigen el comportamiento, el cual tiene importancia evolutiva entre los seres humanos. Pero en una época en la que nuestro comportamiento puede conducirnos a la extinción no veo razón alguna para suponer que poseemos conciencia. Somos unos conformistas obcecados y autodestructivos. Cualquier otra opinión acerca de nuestra especie es una simple ilusión, fruto de la suficiencia. Siguiente pregunta».

Mientras cruzaban el patio Sarah Harding se echó a reír y dijo:

—Eso no les gustó nada.

—Reconozco que es desalentador, pero ¿qué se le va a hacer? —respondió Malcolm. Moviendo la cabeza en un gesto de desánimo, añadió—: Estaban presentes algunos de los mejores científicos del país y, sin embargo, ni una sola idea interesante. Por cierto, ¿qué sabes de ese tipo que me interrumpió?

—¿Richard Levine? —Harding dejó escapar una carcajada—. Insoportable, ¿no es cierto? Su fama de pelmazo lo acompaña por todo el mundo.

—No me extraña —convino Malcolm con un gruñido.

—Es rico, ése es su problema —explicó Harding—. ¿Has oído hablar de las muñecas Becky?

—No —contestó Malcolm, lanzándole una mirada.

—No existe una sola niña en Estados Unidos que no las conozca. Hay toda una serie: Becky, Sally, Frances y varias más. Forman parte de nuestro patrimonio cultural. Levine es el heredero de la empresa que las lanzó al mercado. O sea, es un niño rico de familia bien. Y además impetuoso: hace lo que le da la gana. Malcolm asintió con la cabeza y propuso:

—Si tienes un rato, podríamos ir a comer.

—Claro que sí…

—¡Doctor Malcolm! ¡Espere, por favor! ¡Doctor Malcolm! Malcolm se volvió. Hacia ellos corría por el patio la desgarbada figura de Richard Levine.

—¡Mierda! —exclamó Malcolm.

—Doctor Malcolm —dijo Levine mientras se acercaba—, me sorprendió que no tomase más en serio mi propuesta.

—¿Cómo iba a tomarla en serio? —repuso Malcolm—. Es absurda.

—Sí, pero…

—La señorita Harding y yo íbamos a comer —lo interrumpió Malcolm, señalando a Sarah.

—Sí, pero opino que debería reconsiderarla —perseveró Levine—. Porque creo que mi argumento es válido. Es muy posible, o incluso probable, que aún existan dinosaurios. Sin duda conoce los continuos rumores al respecto que llegan de Costa Rica, donde, si no me equivoco, pasó usted una temporada.

—Sí, y en el caso de Costa Rica le aseguro…

—Y lo mismo ocurre en el Congo —añadió Levine—. Los pigmeos vienen informando desde hace años de la presencia de un gran saurópodo, quizás incluso un apatosaurio, en los espesos bosques que rodean Bokambu. Y parece que también en las selvas altas de Iran Occidental habita un animal del tamaño de un rinoceronte, que podría ser un ceratopsio…

—Fantasías —objetó Malcolm—. Puras fantasías. Nunca se ha visto nada. No hay fotografías. No hay pruebas consistentes.

—Quizá no —concedió Levine—, pero la ausencia de pruebas no es prueba de ausencia. Tengo la convicción de que puede haber un lugar donde hayan sobrevivido estos animales, vestigios del pasado.

—Todo es posible —dijo Malcolm con un gesto de indiferencia.

—Pero la supervivencia es realmente posible —insistió Levine—. No dejan de llegarme noticias sobre la aparición de nuevos animales en Costa Rica. Restos, fragmentos.

Después de un silencio, Malcolm preguntó:

—¿Recientemente?

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