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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El nombre del Único (64 page)

—¿Es que siempre tienes que llevarme la contraria? —demandó la joven al tiempo que se volvía hacia él, furiosa—. He dicho que lo traigas. No temas. No será el único testigo. Todos los enemigos del Único estarán aquí para presenciar su triunfo. Incluido tú, Galdar.

Giró sobre sus talones y cruzó la puerta que daba a la arena.

El minotauro tenía el vello de la nuca erizado y las manos húmedas de sudor.

—Corre —instó bruscamente al elfo—. No te detendré. Vete, sal de aquí.

—Me quedaré, como tú —dijo Silvanoshei a la par que sacudía la cabeza—. Ambos nos quedamos por la misma razón.

Galdar gruñó. Siguió parado en el umbral, debatiendo consigo mismo qué hacer, aunque ya sabía lo que haría. El elfo tenía razón. Los dos se quedaban por la misma razón.

Rechinando los dientes, cruzó la puerta y entró en la arena. Al mirar atrás para comprobar si el rey elfo lo seguía, Galdar se quedó estupefacto al ver a otro elfo de pie detrás de Silvanoshei.

«¡Dioses, son como una plaga!», pensó el minotauro.

El elfo lo miraba directamente y Galdar tuvo la repentina e incómoda sensación de que ese tipo de semblante joven y ojos viejos podía leerle los pensamientos y las emociones.

A Galdar no le gustaba eso. No confiaba en el nuevo elfo, y vaciló, preguntándose si debería regresar a vérselas con él.

El elfo siguió en el mismo lugar, tranquilo, esperando.

«Todos los enemigos del Único estarán aquí para presenciar su triunfo.»

Suponiendo que ése era uno más, Galdar se encogió de hombros y entró en la arena. Tuvo que seguir a Mina guiándose por la luz de la antorcha, ya que no veía a la joven en la oscuridad.

47

La Batalla de Sanction

Los Dragones Plateados volaban bajo sobre Sanction, sin molestarse en utilizar la mortífera arma de su aliento, confiando en que el miedo por sí solo ahuyentaría al enemigo. Gerard ya había volado a lomos de un dragón, pero nunca en una batalla, y a menudo se había preguntado por qué cualquier persona arriesgaría el cuello combatiendo en el aire cuando podía hacerlo sobre el sólido suelo. Ahora, al experimentar la euforia de una pasada en picado sobre las defensas de Sanction, comprendió que nunca podría volver al esfuerzo, al agobiante peso y al calor de una batalla en tierra.

Lanzó un grito solámnico de guerra y su Plateado y él cayeron en picado sobre los desventurados defensores, no porque creyera que iban a escucharlo sino por el simple gozo del vuelo y de la imagen del enemigo huyendo ante él dominado por el pánico. A su alrededor, por doquier, los otros caballeros gritaban también. Los elfos arqueros, sentados a lomos de los Dragones Dorados, disparaban las flechas contra el tropel de soldados que intentaban escapar de la reluciente muerte que volaba sobre ellos.

El río de almas giraba en torno a Gerard, tratando de detenerlo, de rodearlo con sus gélidos brazos, de sumergirlo, de cegarlo. Pero el ejército de muertos no tenía líder. No había nadie para dar órdenes, nadie que los dirigiera. Las alas de los Dragones Dorados y Plateados hendían el río de espíritus, haciéndolo jirones del mismo modo que los rayos de sol deshacen las nieblas matutinas que flotan a lo largo de las márgenes de una corriente. Gerard veía las manos crispadas tendidas hacia él y las bocas suplicantes moviéndose en un remolino a su alrededor. Ya no le inspiraban terror. Sólo lástima.

Apartó la vista y volvió a enfocarla en la tarea que tenía entre manos; y los muertos desaparecieron.

Cuando se hubo ahuyentado de las murallas a la gran mayoría de los defensores, los dragones aterrizaron en los valles que rodeaban Sanction. Los guerreros elfos y humanos que habían cabalgado en sus lomos desmontaron. Formaron filas y empezaron a marchar contra la ciudad, en tanto que Gerard y los otros jinetes de dragón seguían patrullando el cielo.

Los silvanestis y qualinestis clavaron sus estandartes en la cima de un pequeño montículo en el centro del valle. Alhana habría querido dirigir el asalto a Sanction, pero era la gobernante titular de la nación silvanesti y, aunque a regañadientes, convino con Samar en que su sitio estaba en la retaguardia, para dar órdenes y guiar el ataque.

—Pero yo rescataré a mi hijo —le dijo a Samar—. Seré yo quien lo libere de la prisión.

—Mi reina... —empezó el elfo con expresión grave.

—No lo digas, Samar —ordenó Alhana—. Encontraremos a Silvanoshei sano y salvo. Lo encontraremos.

—Sí, majestad.

Samar se marchó y la reina se quedó de pie en el cerro, con los colores de los harapientos estandartes ondeando y creando un borroso arco iris sobre su cabeza.

Gilthas se encontraba a su lado. Al igual que a Alhana, le habría gustado estar entre los guerreros, pero sabía que un espadachín inepto e inexperto sólo era un peligro para sí mismo y para los desafortunados que se hallaran cerca de él. Gilthas vio a su esposa correr valientemente hacia la batalla. La distinguía entre otros miles de guerreros por su llameante mata de pelo rizoso y alborotado y por el hecho de que siempre tenía que ponerse en la vanguardia junto con sus guerreros kalanestis, lanzando los viejos gritos de guerra y blandiendo sus armas, desafiando al enemigo a que dejara de esconderse tras las murallas y saliera a luchar.

Temió por ella. Siempre temía por ella, pero la conocía de sobra para no hablarle de ese miedo ni para intentar que permaneciera a salvo, a su lado. Ella se lo tomaría como un insulto y con razón. Era una guerrera, con corazón de guerrera, instintos de guerrera y el valor de una guerrera. No sería una víctima fácil. El corazón de Gilthas se comunicó con el de su mujer, y cuando ella sintió el roce de su amor, volvió la cabeza, levantó la espada y lo saludó.

Él devolvió el saludo, pero
La Leona
no lo vio. Había vuelto de nuevo el rostro hacia la batalla. Ahora, lo único que Gilthas podía hacer era esperar el desenlace.

* * *

Lord Tasgall dirigía a los Caballeros de Solamnia a lomos de su Dragón Plateado. Todavía le escocía la derrota en Solanthus. Al recordar las palabras sarcásticas de Mina desde lo alto de las murallas mientras se alzaba victoriosa sobre la ciudad, el caballero anheló verla de nuevo en una muralla... su cabeza en una pica sobre una muralla.

Unos pocos enemigos habían conseguido sobreponerse al miedo al dragón y montaban la defensa. Los arqueros que habían vuelto a las almenas lanzaron una andanada de flechas al Plateado que montaba lord Tasgall. Un Dragón Dorado localizó la andanada, expulsó un chorro de fuego y las flechas ardieron en el aire. Lord Tasgall dirigió a su Plateado hacia el centro de Sanction.

Los ejércitos del valle marchaban hacia el foso de lava. Los Dragones Plateados exhalaron su helador aliento sobre el foso, enfriando la lava y haciendo que se endureciera hasta formar rocas negras. Se alzó una nube de vapor que proporcionó cobertura a los ejércitos que avanzaban cuando unos cuantos defensores voluntariosos empezaron a disparar desde las torres.

Los arqueros elfos se pararon para disparar y arrojaron andanada tras andanada de flechas al enemigo. Cubierto por esos disparos, lord Ulrich condujo a sus hombres hacia las murallas. Unas pocas catapultas seguían funcionando y arrojaron un par de piedras, pero no causaron daño al caer lejos de su blanco ya que habían sido disparadas con la precipitación inducida por el miedo. Los soldados lanzaron garfios sobre las murallas y empezaron a escalarlas.

Unos grupos de osados arqueros elfos se dejaron caer desde los lomos de los dragones que volaban bajo y aterrizaron en los tejados de las casas. Desde su aventajada posición, en la retaguardia de los defensores, dispararon sus flechas y causaron estragos en las filas enemigas.

No habían podido llevar un ariete para forzar las puertas, pero resultó innecesario. Una hembra de Dragón Dorado se posó delante de la Puerta Oeste y, sin hacer el menor caso a las flechas que le disparaban desde las almenas, exhaló un chorro de fuego sobre las puertas. Éstas se desintegraron en ardientes cenizas. Con un grito de triunfo, humanos y elfos irrumpieron en Sanction.

Una vez dentro de la ciudad, la batalla cobró intensidad ya que los defensores, enfrentados ahora a una muerte cierta, perdieron el miedo al dragón y lucharon con denuedo. Los dragones poco podían hacer para ayudar, pues temían dañar a sus propias fuerzas.

Aun así, Gerard dedujo que no pasaría mucho tiempo antes de que la victoria fuera suya. Iba a ordenar a su dragón que lo bajara a tierra para unirse a la lucha, cuando oyó a Odila gritar su nombre.

Puesto que el dragón ciego, Espejo, no podía participar en el asalto, Odila y él se habían ofrecido voluntarios para actuar como observadores y así dirigir a los atacantes hacia los lugares donde eran necesarios. Tras llamar a Gerard, señaló hacia el norte. Una numerosa fuerza de Caballeros de Neraka y soldados de a pie había conseguido escapar de la ciudad y se retiraba hacia los Señores de la Muerte. No era una huida en desbandada, dominada por el pánico, sino que marchaban en filas un tanto desorganizadas.

Detestando dejarlos escapar, consciente de que una vez que estuvieran en las montañas sería imposible dar con ellos, Gerard instó a su dragón a volar hacia allí para interceptarlos. Entonces, un destello metálico en uno de los pasos de montaña atrajo su atención.

Otro ejército salía de las montañas por el este. Esos soldados marchaban en un rígido orden, moviéndose con rapidez ladera abajo como una colosal mortífera serpiente escamosa.

Incluso desde esa distancia, Gerard reconoció la naturaleza de esa fuerza: un ejército de draconianos. Distinguía las alas en sus espaldas, alas que los sustentaban en el aire y los ayudaban a salvar con facilidad cualquier obstáculo en su camino. El sol brillaba en sus pesadas armaduras y arrancaba destellos en sus yelmos y en su piel escamosa.

Los draconianos acudían al rescate de Sanction. Un millar o más. El ejército de caballeros negros que huía vio que los draconianos venían en su dirección y prorrumpieron en vítores tan altos que Gerard los oyó desde el aire. Los caballeros negros y sus soldados dieron media vuelta, tratando de reagruparse y volver al ataque con sus nuevos aliados.

Los draconianos avanzaban deprisa, descendiendo a gran velocidad por las laderas. En poco tiempo llegarían a las murallas de Sanction y, una vez dentro de la ciudad, los dragones no podrían hacer nada para detenerlos por miedo a dañar a los caballeros y elfos que luchaban en las calles.

El Plateado de Gerard se preparaba para lanzarse al ataque cuando Gerard, desorbitados los ojos por la sorpresa, bramó una orden para que el reptil se detuviera.

En un ágil giro, los draconianos arremetieron contra los estupefactos caballeros oscuros que, sólo unos instantes antes, aclamaban su aparición como aliados.

Los draconianos dieron cuenta enseguida de los sorprendidos caballeros. La fuerza se derrumbó bajo el repentino ataque y se desintegró en un visto y no visto. Hecho el trabajo, los draconianos volvieron a colocarse en formación y marcharon en ordenadas filas hacia Sanction.

Gerard no entendía lo que pasaba. ¿Cómo era posible que los draconianos fueran aliados de solámnicos y elfos? Se preguntó si debería intentar frenar su avance o si debería permitirles entrar en la ciudad. El sentido común se decantaba por lo primero mientras que el corazón se inclinaba por la segunda opción.

La decisión dejó de estar en sus manos porque, un instante después, la ciudad de Sanction, las sinuosas filas de draconianos en marcha, las alas plateadas, la cabeza y la crin del dragón en el que montaba desaparecieron ante sus ojos.

Una vez más, experimentó el movimiento giratorio y el estómago revuelto al viajar por los corredores de la magia.

* * *

Gerard se encontró sentado en un duro banco de piedra bajo un cielo negro, mirando a la arena de un estadio que iluminaba una luz fría, blanca. A primera vista no existía una fuente de la que procediera esa luz, pero entonces, con un escalofrío, Gerard cayó en la cuenta de que emanaba de las incontables almas de los muertos que llenaban el estadio, de manera que daba la impresión de que el caballero, el estadio y todos los que estaban en él flotaban sobre un vasto y agitado océano de muertos.

Gerard miró a su alrededor y vio a Odila mirando fijamente, boquiabierta. Vio a lord Tasgall y a lord Ulrich sentados juntos, con lord Siegfried algo separado. Alhana Starbreeze ocupaba un asiento, al igual que Samar, ambos mirando en derredor con ira y desconcierto. Gilthas se hallaba presente con su esposa,
La Leona,
y Planchet.

Amigos y enemigos se encontraban allí. El capitán Samuval se sentaba en las gradas con aire consternado y perplejo. También estaban dos draconianos, uno un gran bozak que lucía una cadena dorada al cuello, y el otro un sivak vestido con el equipo completo para la batalla. El bozak se mostraba serio, y el sivak, inquieto. Más de uno de los que se hallaban allí había sido apartado a la fuerza de la lucha. Sus rostros, congestionados y ardorosos, manchados de sangre, miraban a todos lados con sorpresa y confusión. El cuerpo del hechicero Dalamar estaba presente, sentado en una grada, mirando al vacío.

Los muertos no hacían ruido, y tampoco los vivos. Gerard abrió la boca e intentó llamar a Odila, pero descubrió que no tenía voz. Una mano invisible le frenaba la lengua, lo sujetaba contra el asiento de manera que no podía moverse salvo hacia donde la mano lo guiaba. Sólo podía ver lo que se le permitía, nada más.

Se le ocurrió la idea de que estaba muerto, de que una flecha lo había alcanzado en la espalda, quizá, y que había sido llevado a aquel sitio donde se congregaban los muertos. El temor cedió. Notaba el latido de su corazón, el golpeteo de la sangre en sus oídos. Podía apretar los puños, clavarse las uñas en las palmas hasta hacerse daño. Podía rebullir en el asiento. Podía sentir terror, y supo que no estaba muerto. Era un prisionero llevado allí en contra de su voluntad por algún propósito que sólo llegaba a imaginar como algo terrible.

Silenciosos e inmóviles como los muertos, los vivos estaban obligados a contemplar la arena iluminada por la fantasmagórica luz.

La figura de un dragón apareció. Efímeras, insustanciales, cinco cabezas salían horriblemente de un único cuello. Alas inmensas formaban un dosel que cubría el estadio, borrando toda esperanza. La enorme cola se enroscaba en torno a todos los que se sentaban bajo la sombra espantosa de las alas. Diez ojos miraban en todas direcciones, atrás y adelante, viendo todos los corazones, buscando la oscuridad de su interior. Cinco bocas masticaban hambrientas al hallar esa oscuridad, alimentándose con ella.

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