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Authors: Diane Wei Liang

Tags: #Policíaco, #Intriga

El ojo de jade (25 page)

Mei no habría podido decir cuánto tiempo llevaba él bebiendo ni cuánto había bebido. El cuarto olía a aguardiente de arroz lo bastante fuerte como para intoxicar a un cerdo. Song le tendió una mano blanca y le hizo gesto de que se sentara. Sus gafas sin montura le hacían parecer más inteligente, al tiempo que hacían pantalla a sus pensamientos.

—Espero que estés contenta con lo que he hecho por tu madre.

Mei sintió cómo se hundía al bajar el cuerpo hasta los cojines y doblar hacia arriba las piernas. Sabía que tenía que estarle agradecida a Song, quizás decirle una o dos palabras de gratitud. No era difícil ser amable con un hombre elegante. Pero ella no quería serlo.

—No he venido para hablar de mi madre. He venido por un jade y por un hombre llamado Zhang Hong.

Nada cambió en la expresión de él.

—¿Quiere que le cuente la historia? —preguntó Mei.

Song llenó poco a poco el calentador de licores. Un penetrante olor a aguardiente de arroz se elevó como el humo.

Mei continuó:

—Hace treinta años, a dos jóvenes agentes secretos se les dio una misión en Luoyang, la antigua capital, donde decenas de miles de miembros de las Guardias Rojas habían decidido acabar por sí mismos con las viejas tradiciones... con los museos, los libros y las vidas de los intelectuales... Y, mientras lo hacían, se habían dividido en facciones que luchaban entre sí. El trabajo de los agentes consistía en apoyar a las Guardias Rojas y en recoger información sobre sentimientos antimaoístas en la región.

»Uno de los cabecillas de facción era un adolescente llamado Zhang Hong, un auténtico bestia, y un apostador nato. Puede que viera a uno de los agentes sacar un valioso jade del museo, así que él también cogió una cosa: una vasija ritual de tiempos de los Han. Zhang Hong no sabía nada de antigüedades, pero no era del todo idiota.

»Treinta años más tarde, todo es diferente. Las revoluciones hace ya tiempo que pasaron de moda. Ahora impera el dinero. Así que Zhang Hong vino a Pekín a vender la cerámica que había robado del antiguo Museo de Luoyang. Inmediatamente se hizo rico.

»¿Qué haría alguien como Zhang Hong al tener dinero? Gastárselo. Vivió como nunca había soñado. Cogió a una chica de un club nocturno y se fue a alojar en un resplandeciente hotel. Se jugaban el dinero en grandes cantidades.

»Muy pronto perdió todo el dinero y se endeudó. Volvió al marchante que le había comprado la vasija ritual a pedirle ayuda; el marchante se la negó. Por pura casualidad, Zhang Hong vio en su despacho una foto en la que reconoció al padre del socio del marchante, que era de hecho el agente que había visto en Luoyang hacía treinta años.

»Decidió hacerle chantaje. Y entonces fue asesinado en su habitación del hotel.

Song Kaishan sirvió un chupito de aguardiente de arroz para él y otro para Mei.

—¿Por qué me estás contando esto?

—No era sólo por el jade por lo que le hacía chantaje, ¿verdad? Robar tesoros nacionales es un delito pequeño comparado con el asesinato. Hubo muchas muertes en Luoyang. ¿Cuántas las causó usted con sus propias manos?

Mei miró el vasito de licor, pero no lo tocó.

Song sacudió la cabeza y se echó a reír. Vació su vaso.

—¿Estás asustada? ¿Crees que puedo haber envenenado tu bebida? Mei, estás totalmente equivocada conmigo. Yo estaba enamorado de tu madre, puede que todavía lo esté. Déjame, por favor, que te cuente mi historia ahora que yo he oído la tuya. Llevo treinta años esperando. Ya le he hecho a ella bastante daño.

»¡La Revolución Cultural! ¿Quién no hizo algo terrible en la Revolución Cultural? Mucha gente mató a otra gente. Pero tu madre no podía digerir aquello.

Se sirvió otro chupito.

—Ella siempre decía que lo mejor de tu padre era su integridad y su valor. ¿Y qué, si tenía valor? Desafiar al Partido no era una actitud inteligente, al menos durante la Revolución Cultural. Mira lo que él te aportó: el campo de trabajo. Tu madre eligió ir con él. Él no tenía nada que ofrecerle: ni protección, ni comida. ¿Por qué fue?

—Porque le quería.

—A lo mejor necesitaba demostrarse a sí misma que le quería.

Mei le contempló. Las palabras se le demoraban pesadamente en la garganta.

—En todo caso, tu madre no se podía permitir ser tan arrogante y tan egoísta como tu padre: tenía dos hijas pequeñas de las que preocuparse. La realidad era que tú y tu hermana sencillamente no podíais sobrevivir con esa clase de vida. Así que ella volvió y me pidió ayuda. No fue fácil. Ella había sellado su propio destino cuando se negó a colaborar con el Partido y se exilió al campo con tu padre: el Partido nunca olvida ni perdona.

»Yo la ayudé, con gran riesgo para mí mismo. Ella hizo lo que el Partido le pedía y aportó pruebas contra tu padre. Tuvo que dejar el ministerio, por supuesto. El que se hubiera casado con tu padre y su conducta hasta ese momento la habían descalificado para el ejercicio de su cargo. Pero denunciando a tu padre se salvó a sí misma y os salvó a vosotras dos. Intenté ayudarla en lo que pude cuando dejó el ministerio, buscándole trabajos temporales y alojamiento. Pero en aquellos años había veces en que ni siquiera podía protegerme a mí mismo y a mi propia familia.

»Hacia el final de la Revolución Cultural, cuando hasta a mí se me puso crudo, coincidí con tu padre en la cárcel. Yo siempre le había conocido como un tipo listo, cultivado, un poco arrogante quizá. Por eso fue un golpe encontrarme con que era un hombre deshecho. Hasta hoy le recuerdo sentado en un rincón tosiendo, o cojeando por el patio de la cárcel. Cada vez que había algún ruido fuerte o se acercaban los guardias, los ojos se le contraían y se le encogía el cuerpo. Era como un pájaro aterrorizado atrapado en una jaula invisible.

«Intenté hablar con él de prisionero a prisionero, pero tu padre no quería escuchar. No era la clase de hombre que perdonara fácilmente. El odio había echado dentro de él raíces que habían desarrollado nudos mortales. Me di cuenta de que eso le estaba matando desde dentro.

»Yo no pasé en la cárcel mucho tiempo. En unos pocos meses fui trasladado, y me soltaron cuando la Revolución Cultural terminó.

»Hasta que volví a Pekín no tuve noticia de la muerte de tu padre. El relato oficial era que había muerto de una enfermedad en la cárcel. Fui a ver a tu madre, fue la única vez que accedió a verme. Quería saberlo todo sobre él. Qué tipo de comida comía, si estaba de buen ánimo, si pensaba en las niñas, qué había dicho sobre ella, por qué no le había escrito. Pensé que nunca había recibido información alguna sobre él, así que le conté todo. Buena parte de ello no fue para ella sorpresa, pero aun así se lo tomó muy mal. Cuando le conté que tu padre había dicho que nunca la perdonaría, lloró.

El hombre elegante hizo una pausa y tomó un sorbo de Wuliangye para humedecerse la garganta. Mei creyó ver un brillo de tristeza en sus ojos.

Él hizo una larga inspiración y se recompuso.

—¿Conoces a mi hijo? —las comisuras de su boca se alzaron en una sonrisa amarga mientras Mei negaba con la cabeza—. Pues no te pierdes nada. Es un auténtico desastre, y me desprecia. Lo único que quiere de mí es usar mi coche y que le proteja cada vez que él o su amigo Wu el Padrino se meten en líos. Me dijeron que este bar era uno de sus caladeros preferidos. No nos vemos mucho el uno al otro últimamente: él sale tarde a perseguir mujeres y luego duerme toda la mañana. Sé que mi hijo es un canalla, pero ¿qué le voy a hacer? Él es lo único que tengo.

»En China lo que cuenta es el poder. El dinero no habría podido llevar a tu madre al Hospital n º 301, pero yo sí puedo, mi poder puede. Pero el poder no dura. Un día yo me moriré, y entonces ¿qué? ¿Qué va a ser de mi hijo si no estoy yo para protegerle? No resistirá la cárcel. Nunca ha sido capaz de soportar el sufrimiento. Es una de esas personas de cabeza débil. En la Revolución Cultural le enviaron a las montañas a ser reeducado. Quizá habría muerto de no ser por Wu el Padrino.

Volcó la cabeza hacia atrás, vació lo que le quedaba en el vaso y se limpió la boca con un flamante pañuelo blanco.

—Las personas como Zhang Hong destrozan vidas, la suya y las de los que les rodean. Alguien tenía que hacer algo. Nuestra sociedad está mejor sin gente como él.

»¿Por qué me miras de esa forma? No, tú no puedes juzgarme. No tienes derecho. Hice lo que tenía que hacer, igual que tu madre hizo lo que tenía que hacer. No había lugar para la moral en los tiempos de la Revolución Cultural. Uno sobrevivía a cualquier precio. Vosotros los jóvenes no lo entendéis. Os comportáis siempre como si fuéramos unos monstruos.

Song trató de impulsarse hacia arriba. Se tambaleó como si se hubiera perdido algo en su interior, algo que necesitaba para estabilizarse. Al segundo intento se levantó despacio, con el cuidado de quien ha bebido demasiado.

—Hazme el favor de irte a estar con tu madre. Hablé con el hospital antes de venir: me han dicho que se va a recuperar.

»Más tarde o más temprano nos llegará el momento. Lo único que nos queda ahora es esperar. Pero ¿sabes qué? La espera ha sido más dura de lo que pensé. Todo lo que has hecho mal en la vida te alcanza y se te come. Puede que sea así como nos vamos todos, cuando no nos queda corazón para sufrir.

Se dirigió a la puerta. Mei se puso también de pie y se le acercó para ayudarle.

Song la apartó como si ella fuera una rosa matutina, demasiado espinosa para tocarla. Enderezó el cuerpo. Las manos le temblaban un poco, pero ahora estaba firme.

—No, no importa. Ya no importa. Pero sí que quiero proteger a mi hijo y dejarle algo que le pueda mantener por mucho tiempo cuando yo ya no esté. He oído decir que el dinero es lo único que se necesita en Estados Unidos.

Se asió a la puerta de palo de rosa y empujó para abrir una de sus hojas.

—Deja de buscar el jade. Ya no existe —se dio la vuelta—. Chen es un cobarde, siempre haciendo que otras personas le resuelvan el trabajo sucio. Por eso tu madre nunca pudo enamorarse de él. Pero él se quedó por allí cerca, como una sombra sin forma, un oído sensible, siempre cerca. Nunca ha llegado a ningún sitio y nunca lo hará. Si quiere cazarme a mí, dile que venga y lo haga con sus propias manos.

Mei le vio cruzar el bar vacío con pasos pequeños, precisos. Mantenía la espalda recta. Cuando llegó a la puerta, la abrió y salió andando a la lluvia. El viento había aflojado. Su conductor corrió desde la orilla del canal, con un paraguas en alto para cubrir a su jefe.

Capítulo 34

Mei colocó la silla más cerca de la cama de su madre y se sentó.

Había un tubo pegado con esparadrapo justo debajo de las ventanas de la nariz de Ling Bai. Largos cables que se distinguían por colores, como las líneas de metro en un mapa, la ligaban a una pantalla de números en constante cambio.

Aunque Ling Bai estaba más o menos igual que la última vez que la había visto, Mei tuvo la sensación de que por debajo de la fachada había ocurrido algo notable. Vigiló el sueño de su madre, su respiración tranquila y estable. La expresión de su cara se había suavizado. Tenía cierta frescura, puede que hasta un ligero indicio de color en las mejillas.

Mei estuvo un rato sentada mirando a su madre. Luego se acercó de puntillas a la ventana donde la tía Pequeña estaba dormitando.

Mei le dio golpecitos en el brazo:

—Tía Pequeña —le dijo—, ¿por qué no te vas a casa? Yo me quedo con Mamá.

La tía Pequeña abrió los ojos.

—Estoy bien. Está casi amaneciendo.

Las dos decidieron quedarse. La tía Pequeña añadió agua caliente a las hojas de té usadas de su taza y se la pasó a Mei. Se sentaron junto a la ventana y compartieron el té, separadas por una generación y unidas por el amor.

La tía Pequeña señaló al hombre que había en la otra cama.

—Lo han traído hace sólo unas horas. Un suicidio. Es un soldado.

—¿Dónde está su familia?

—No tiene pinta de tener familia en Pekín.

El hombre gruñó un poco.

Mei miró a su tía; igual que ella, había heredado la fuerte nariz de sus ancestros. Las arrugas habían empezado a reclamar su cara. Las venas se extendían por sus brazos y por el dorso de sus manos como yedra.

La tía Pequeña no advirtió la mirada de Mei. Sorbía su té y contemplaba las luces que cambiaban de color en la pantalla. No sabía cómo le dolía a Mei el corazón.

—¿Tú, alguna vez...? —Mei empezó tímidamente—, ¿has tenido dudas?

—¿Dudas sobre qué?

—Sobre todo aquello que ocurrió en la Revolución Cultural, sobre las cosas que hiciste y las decisiones que tomaste.

—Por supuesto que las teníamos. El país entero tenía dudas, durante diez largos años desde el final de la Revolución Cultural. Pero ¿de qué sirve insistir sobre el pasado? Nadie puede cambiarlo en nada —la tía Pequeña le pasó la taza a Mei—. Éramos como un rebaño ovejas que llevaban de aquí para allá. No teníamos mucha elección.

—¿De verdad? Todo el mundo tomó sus decisiones. Mamá nos sacó del campo de trabajos forzados, pero dejó a Papá allí. Papá eligió creer en sus ideas. Hubo gente que mató, y otros traicionaron a su familia y a sus amigos. Todos tomamos nuestras decisiones.

—Pero no puedes comparar lo que tenéis ahora con lo de tu madre o tu padre. Nosotros hemos vivido una época muy diferente. Era como una guerra civil, llena de vida y muerte. La mayor parte del tiempo no teníamos ningún control de las cosas.

—¿Pero qué habría pasado si hubierais tenido control? ¿Y si uno sabía que estaba mandando a alguien a la muerte?

—¿De qué me estás hablando?

Mei tenía muchas ganas de contarle a la tía Pequeña lo que sabía, pero no fue capaz de decir una palabra. El peso de los secretos de su madre, que ahora guardaba ella, la aplastaba. Estaba maldita: se había criado con amor envenenado, y envenenado estaba también su propio amor.

Mei se apartó, respirando con dificultad.

—No sé. Parece que todo está mal. Siempre había creído que la verdad y el amor me harían feliz, pero no ha sido así. Ahora yo misma tengo que tomar algunas decisiones difíciles. ¿Denuncio a un asesino que es el salvador de mi familia? La sabiduría antigua dice que una vida vale por otra vida, pero ¿qué hay de la justicia? ¿Y la justicia para la persona que hemos perdido? ¿Se puede perdonar a una asesina, aunque haya tenido los mejores motivos?

La tía Pequeña miró a Mei confusa y asustada.

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