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Authors: Angela Sommer-Bodenburg

Tags: #Infantil

El pequeño vampiro lee (4 page)

A Anton se le paralizó la sangre en las venas.

Mudo de espanto miró fijamente a Lumpi, cuyo lívido rostro le pareció aún más repugnante que de costumbre: una gigantesca boca de color rojo sangre, una piel granujienta, una gran nariz...

Lumpi entonces se rio...: un graznido bronco y desentonado que a Anton le caló hasta los huesos.

—¡Parece que conmigo no contabas! —dijo pareciendo disfrutar de verdad con el temor de Anton—. Bueno, no importa —añadió al no decir Anton ni pío—. ¡La principal es que
yo
sí había contado
contigo
!

—¡Yo..., yo no había contado con nadie! —balbuceó Anton.

—¿Con nadie? —le siguió la corriente Lumpi divertido.

Y diciendo «ay, ay, pues entonces me siento personalmente ofendido» le puso a Anton sus garras en los hombros..., con tanta fuerza como si fueran tornillos de banco.

—Pero tú no estás aquí por casualidad, ¿no? —preguntó, ahora ya no tan amablemente.

—No...

—¡Pues entonces desembucha!

—¿Que desembuche?

Anton estaba temblando de miedo.

—Yo...

—¡No podía reconocer de ninguna manera que Rüdiger le iba a volver a leer aquella noche cosas de la
Crónica de la familia Von Schlotterstein
, pues no sabía si era realmente cierto que el pequeño vampiro estaba estudiando la
Crónica
con el permiso de su abuela, Sabine la Horrible!

—Rüdiger y yo... —empezó a decir tartamudeando, e iba a inventarse algo sobre una cacería nocturna cuando Lumpi le quitó la palabra de la boca:

—¡Ajajá! O sea, que reconoces que habías quedado con Rüdiger.

—Sí...

—¡Claro! —siseó satisfecho Lumpi—.

Y entonces ibas a volver a contarle algunos de tus asquerosos trucos. ¿Tengo razón o no?

—¿Asquerosos trucos?

—¡No te hagas el inocente! ¡Tú eres el responsable de que Jörg el Colérico ya no me dirija la palabra y de que estemos atravesando una crisis en nuestras relaciones!

—¿Yo? ¿Qué es lo que he hecho yo?

Anton no se sentía culpable de nada.

—¡Qué es lo que he hecho yo, qué es lo que he hecho yo! —se burló de él Lumpi. Contrajo los ojos hasta dejar abierta sólo una rendija y en voz baja y amenazante dijo—: Acuérdate de tus insidiosos trucos con lo de rodar y demás... ¡Grandísimo tramposo!

—Ah, te referías a eso...

—¡Sí, a eso me refiero!

—Si yo hubiera sabido que ibas a tener un disgusto con Jörg el Colérico por eso, entonces...

—Entonces, ¿qué?

—¡Entonces me hubiera guardado el secreto!

—Ah, ¿sí? —dijo Lumpi riéndose de forma desagradable—. ¡Pero ahora el niño ya ha caído en el ataúd! Ahora ya sólo podemos hacer una cosa: ¡volver a sacarlo juntos!

—¿Volver a sacarlo juntos? —repitió desconfiado Anton. ¡Esperaba que Lumpi no quisiera ir con él a la bóveda subterránea de los vampiros!...

Pero Lumpi parecía estar pensando en otra cosa.

Bruscamente dijo:

—Y por eso me vas a dar una clase extra... ¡Sólo para mí y con trucos especiales!

Anton le miró perplejo.

—¿Una clase extra? ¿De..., de qué?

—¿De qué va a ser? ¡De jugar a los bolos, estúpido! —tronó Lumpi. En tono divertido añadió—: No me explico qué es lo que Rüdiger encuentra en ti con lo duro de mollera que eres.

Se rio con voz ronca y presuntuosa.

Luego, con una voz de repente cambiada, suave y aduladora, añadió:

—Pero quizá sí lo comprendo... ¡Tú tienes un cuello maravilloso, Anton! ¿Te lo habían dicho alguna vez?

—¡No! —balbuceó Anton.

—Tu piel debe de tener un tacto indescriptiblemente delicado... ¿Tendrías algo en contra de que te la acaricie con cuidado con el dedo?...

—¡No! Digo...: ¡sí! —gritó Anton—. ¡Sí tengo algo en contra!

—¿De verdad? —dijo Lumpi suavemente y sin dejarse impresionar en absoluto—. ¿Y si te dijera que no sólo tienes un cuello maravilloso, sino también... —de un repentino tirón atrajo a Anton hacia sí— ...que además hueles increíblemente bien?

—¿De..., de veras? —tartamudeó Anton.

Desgraciadamente él no podía afirmar lo mismo de Lumpi: ¡Su olor a moho era casi insoportable!

Lumpi se rio irónicamente.

—Hueles igual que un cebollar.

—¿Igual que un cebollar? —murmuró Anton acordándose de que las patatas asadas de la señora Virtuosa tenían un sabor muy picante a cebolla. ¡Pensó furioso que era una lástima que no hubiera echado en la comida la misma cantidad de ajo! Sin embargo, luego se dio cuenta de que el ajo a la mayoría de los vampiros en vez de ahuyentarlos lo único que hacía era ponerles más salvajes.

—Yo..., yo creo que deberíamos empezar con nuestras clases prácticas —dijo con la voz oprimida.

—¿Por qué tanta prisa? —preguntó Lumpi sin aflojar la presión de sus grandes y fuertes manos.

—Porque..., si sigues apretándome mucho tiempo los hombros, seguro que me va a dar tortícolis, y entonces ya no te podré enseñar ningún truco para jugar a los bolos.

Aquello dio resultado: Lumpi dejó caer sus brazos y preguntó:

—¿Es que tienes tortícolis a menudo?

—¡Oh, sí, con bastante frecuencia! —afirmó Anton.

—¿Por qué no lo has dicho antes? —siseó Lumpi—. En esas circunstancias te habría tratado como a un huevo; como a un huevo crudo. ¡Yo puedo ser muy delicado cuando quiero!

Mientras decía aquello miró con los ojos bizcos, grandes y anormalmente brillantes el cuello de Anton.

—Entonces... ¿es que tienes ya tortícolis? —preguntó con voz ronca relamiéndose una vez rápidamente.

Anton se estremeció.

—Nnn..., no —dijo—. Sólo..., sólo me ha dado un pequeño crujido.

—¿Qué? ¿Que ya te ha dado un crujido? —exclamó Lumpi—. Entonces ha llegado el momento de dar la clase especial. ¡Vamos, vente, Anton!

—¿Irme? ¿Adónde? —preguntó angustiado Anton.

—¿Adónde va a ser?: ¡A la bolera! —contestó Lumpi con una risa como un graznido—. ¡Realmente eres duro de mollera!

—¿A la bolera? —Anton tragó saliva—. ¿Te refieres acaso a la de la taberna del Paño de Lágrimas?

—¡Claro! Por fin lo has comprendido. ¡Pero anda que no has tardado!

—Yo...

Anton sintió cómo le corrían escalofríos por la espalda.

—Yo creía que íbamos a dar la clase práctica aquí —objetó tímidamente.

—¿Aquí, en medio de todas estas toperas? —Lumpi resopló con desprecio—. ¡No, gracias! Cuando Lumpi el Fuerte da una clase práctica lo hace en el marco apropiado. Así que, ¡venga!

E inmediatamente se elevó en el aire.

—¡Vamos de una vez! —le gritó impaciente a Anton.

—Sss..., sí —dijo Anton con voz opaca.

Volvió a notar un enorme vacío en el estómago y sentía los brazos y las piernas tan flojos y tan débiles como si fueran de goma.

Movió tímidamente los brazos arriba y abajo... y casi sin creérselo sintió cómo sus pies se separaban del suelo y echaba a volar.

A clase

—No lo haces del todo mal —dijo Lumpi riéndose irónicamente— para no ser
todavía
un vampiro.

Anton le echó una sombría mirada de reojo, pero no dijo nada.

Su corazón palpitaba como loco y la idea de estar solo con Lumpi en la vacía y abandonada taberna hizo que le corriera un sudor frío por la frente.

Sin embargo, no era solamente el miedo a Lumpi..., sino también el miedo a encontrarse con alguno de los demás vampiros... y la preocupación de que Rüdiger le pudiera ver enseñándole sus «trucos» de bolos a Lumpi.

¡Seguro que el pequeño vampiro lo consideraría una traición! Pero, ¿qué podía hacer Anton?

En la fuga no había ni que pensar, pues Lumpi volvería a cogerle en seguida. Y Anton no quería ni imaginarse qué sería lo que Lumpi haría con él entonces...

Así que siguió volando detrás de Lumpi, aunque de muy mala gana.

Nunca había visto a Lumpi por los aires y en aquel momento comprobó que el estilo de vuelo de Lumpi se correspondía completamente con su cambiante e imprevisible carácter: a veces avanzaba con vigorosas brazadas, pero luego volvía a reducir la velocidad de su vuelo y planeaba tranquilamente al lado de Anton. En ocasiones, incluso, se quedaba detrás a propósito para poco después adelantar como una flecha a Anton.

Finalmente aterrizaron ante la taberna. Los vacíos agujeros de las ventanas y la puerta, que estaba destrozada junto a la entrada, le parecieron a Anton más inquietantes y fantasmagóricos todavía que la primera vez. Sintió que se le estaba poniendo la carne de gallina. Lumpi, por el contrario, parecía estar muy satisfecho y ávido por entrar en acción.

Le dio a Anton un codazo en el costado y dijo:

—¡A clase!

—Ejem... —vaciló Anton—. Podría haber alguien en la bolera, ¿no?

—¿Alguien? —repitió Lumpi—. Sí, tienes razón —dijo después—. Quizá —y entonces le pegó un segundo codazo a Anton—, ¡quizá una pareja de enamorados!

Se rio resoplando, pero en seguida se tapó la boca con la mano.

Enérgicamente dijo:

—¡Así que ponte en marcha y mira a ver si no hay moros en la costa!

—¿Yo?

—Sí, no pensarás que voy a ir yo, ¿no? —dijo Lumpi riéndose con voz ronca—. Yo montaré guardia aquí fuera.

—Pero...

Anton vaciló. Querer enviarle a él era una verdadera guarrada, pues Lumpi veía en la oscuridad mucho mejor que él.

—¿Y si me hago una herida? —puso reparos Anton—. Podría tropezarme y romperme una pierna. O... golpearme con una tabla en la cabeza y...

—... Hacerte sangre, ¿ibas a decir? —exclamó excitado Lumpi.

—No —le contradijo apresuradamente Anton—. Quería decir que entonces tal vez sufriera una conmoción cerebral y ya no te podría enseñar mis trucos de bolos.

—¿Una conmoción cerebral? —repitió Lumpi—. ¡Oye, tú estás medio muerto!

—¿Medio muerto? —balbuceó Anton.

Lumpi entonces se rio irónicamente.

—Bueno, con todos esos achaques que tienes...: tortícolis, conmoción cerebral... ¡Hay que alegrarse de ser un vampiro! —dándose importancia declaró—: ¡Yo nunca sufriría una conmoción cerebral por golpearme contra una tabla!

—Entonces será mejor que seas

quien mire a ver si no hay moros en la costa.

—Y con picardía añadió—: Tú eres mucho más fuerte y mucho más valiente que yo.

—¡Eso es verdad! —dijo halagado Lumpi.

Se estiró y con un gesto de condescendencia anunció:

—¡Está bien! Miraré yo. Y si todo está en orden, te llamaré.

Dicho esto se dirigió hacia la taberna y desapareció por el oscuro hueco de la puerta.

Ciertos rumores

Transcurrió un buen rato. Anton observaba muy intranquilo la casa y el largo y plano edificio en donde él sabía que se encontraba la bolera.

De repente se abrió una ventana del edificio. La carcomida madera crujió y rechinó, y el cristal —extrañamente los cristales del edificio no estaban rotos— tintineó con suavidad. Luego, Lumpi se asomó a la ventana.

—¡Todo está perfectamente! —anunció—. No hay nadie: sólo nosotros dos. ¡Vamos, ven! Yo te auparé.

—¡Auparme! Y si me dislocas los brazos, ¿qué? —repuso Anton.

Lumpi se rio con sarcasmo.

—¡Pero Anton...! —repuso—. Tú no sólo eres duro de mollera, sino que además tienes menos memoria que una regadera. ¡Ay, ay, ay...! ¿No te había dicho que yo puedo ser muy delicado si quiero? —luego añadió en tono desabrido—: ¡Y ahora ven!

Anton fue hasta la ventana titubeando y la examinó. Luego declaró:

—Puedo hacerlo yo solo.

—No eres muy agradecido que digamos —gruñó Lumpi, que había retrocedido un par de pasos y vio cómo Anton trepaba por la ventana—. Si te ofrecen ayuda, deberías aceptarla... ¡Por tu propio interés!

Anton no respondió.

Miró angustiado a su alrededor, pero allí dentro había tanta oscuridad que apenas pudo distinguir nada.

—Sí que podrías ayudarme... —empezó a decir cautelosamente.

—¿Así, de repente?

—¡Sí! Podrías encender alguna luz.

—¡Ja! —dijo Lumpi riéndose malévolo—. ¿Y qué pasa si yo ahora ya no te quiero ayudar?

—Bueno, pues... —Anton se rio irónicamente—. Entonces no te podré enseñar mis trucos de bolos.

—¿Qué? —gritó Lumpi—. Está bien —dijo—. Tendrás tu luz.

Corrió hasta el final de la bolera donde Anton le oyó revolver en la oscuridad. Luego apareció la llama de una cerilla y Anton vio que encendía una vela. Inmediatamente después Lumpi regresó con la vela encendida en la mano.

Colocó la vela en la ventana y gruñó:

—¿Empezamos ya de una vez?

Anton observó la pista de bolos, que estaba cubierta de polvo y de escombros. ¡A nadie, excepto a los vampiros, se le hubiera ocurrido jugar a los bolos en aquella pista!

—¿Hay aquí alguna escoba? —preguntó.

—¿Una escoba? —repitió malhumorado Lumpi—. ¡Eh, tú, no me tienes que enseñar cómo se juega al hockey, sino a los bolos!

—No la necesito para pegarle a la bola. ¡La necesito para barrer!

—¿Para barrer? —Lumpi se rio con un graznido—. Eres igual que mi tío Theodor... ¡Drácula le tenga en su gloria! Todas las noches nada más despertarse barría el ataúd.

—¿El ataúd? —dijo anonadado Anton—. ¿Y por qué lo hacía?

—Bueno... —Lumpi se rio irónicamente—. Afirmaba que era alérgico al polvo. ¡Pero yo creo que lo hacía por vanidad!

—¿Por vanidad?

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