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Authors: Michael Ende

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil

El ponche de los deseos (20 page)

—Jacobo, amigo mío, ¿cómo me encuentras?

El cuervo le guiñó un ojo y graznó:

—De primera, Félix, francamente principesco. Exactamente como tú habías querido siempre.

—Sabes, Jacobo —comentó el gato, y se retorció los bigotes—, en adelante deberías llamarme Maurizio di Mauro. Porque este nombre responde mejor a lo que soy, ¿no crees? ¡Escucha!

Hizo una inspiración profunda y comenzó a maullar melodiosamente:


O sole mio

—¡Chisss! —lo interrumpió Jacobo, y le pidió con un gesto que se callara—. ¡Cuidado!

P
ERO, afortunadamente, el mago y la bruja no oyeron nada, porque se habían enzarzado en una violenta discusión. Tartamudeando y a gritos, cada cual culpaba al otro de haber hecho algo mal.

—¡Pretendes ser un experto! ¿Un experto zú? Déjame que me ría, ¡ja, ja! Tú eres, sencillamente, ¡hip!, un ignorante ridiculiforme.

—¿Cómo te permites eso? —bramó Sarcasmo—. Precisamente zú, vieja diletante, quieres mancillar mi honor forpe… porfe… profesional.

—Ven, gatito —musitó Jacobo—. Es mejor que nos evaporemos de aquí porque, si no, todavía puede tener todo un mal
endesenlace
para nosotros.

—A mí me gustaría ver cómo termina —susurró el gato.

—Por desgracia —respondió el cuervo—, sigues teniendo tan pocos sesos como antes. Pero, bueno, un cantante tampoco los necesita mucho. Vamos, rápido, hazme caso.

Y mientras el mago y la bruja seguían discutiendo, el cuervo y el gato salieron a hurtadillas por una ventana rota.

Del ponche de los deseos no quedaban ya más que algunos restos. La tía y el sobrino estaban más borrachos que una espita. Y como suele ocurrirles a las personas de mal carácter cuando tienen tanto alcohol en la sangre, se quitaban la palabra con una irritación absurda.

De los animales se habían olvidado y, por tanto, no advirtieron su desaparición. Tampoco se les ocurrió pensar que algo podía haber neutralizado el poder inversor de la bebida mágica. En vez de eso, se dejaron llevar por una ira incontenible y decidieron los dos asestar al otro un golpe claro y definitivo con el poder del propio ponche. Los dos tenían el propósito de endosarse mutuamente las maldades y malignidades más grandes que cabía. Cada uno quería que el hechizo transformara al otro en un anciano decrépito, feo como un demonio y enfermo de muerte. Así que los dos volvieron a beberse al mismo tiempo una copa llena y gritaron al unísono:

Ponche chechos ponchesss, chumpe miz checheos:

Para ti la belleza, la eterna ¡yuju!… ventud,

el mayor de los gozos.

Para ti la sabiduría y… ¡Hip!…, la sa… salud.

¡Y un corazón bondado… zo!

Y, con gran turbación de ambos, súbitamente se hallaron frente a frente jóvenes y bellos como el príncipe y la princesa del cuento.

T
IRANIA se palpó en silencio el talle, grácil y esbelto como un junco (aunque el traje de noche amarillo azufre le quedaba ahora muy ancho), y Sarcasmo se pasó la mano por la cabeza y exclamó:

—¡Diablos! ¿Qué ha brotado en mi cabecita? ¡Hip! ¡Ole! ¡Qué maravillosa cabellera! Que alguien me traiga un pejo y un espeine…, digo, un jope y un esneipe…, esto, un espejo y un peine para domar estas melenas.

Y efectivamente, una abundante cabellera negra cubría sorprendentemente su cabeza, antes calva. A la tía, en cambio, le caía por los hombros un cabello rubio y ondulado como a la sirena Lorelei. Y mientras se tocaba con los dedos la cara, antes llena de arrugas, exclamó:

—¡Tengo la piel, ¡hip!, tersa como el pompis de un bebé!

Y de pronto se detuvieron los dos y se dirigieron una sonrisa cariñosa como si se vieran por primera vez (cosa que de algún modo era cierta, pues nunca se habían visto con aquella figura).

El ponche de los deseos había transformado por completo a los dos, aunque no como ellos querían; pero algo seguía igual o incluso había aumentado: su borrachera. Porque ningún hechizo puede contrahechizar su propia acción. Eso es absolutamente imposible.

—Belbucecito —balbució la tía—, eres realmente un bebé encantador. Pero, ¡hip!, de repente te veo doble.

—Calla, preciosa —farfulló el sobrino—. Tú eres para mí un sueño: ahora tienes una aureola, o tal vez dos. En cualquier caso, te adoro, queridísima titatía. Me siento transformado en el fondo del alma. Tengo unos sentimientos tan puros, ¿sabes? Una inmensa ternura y dulzura.

—A mí me ocurre lo mismo —respondió ella—. De repente, me siento tan bien en el fondo de mi corazón que podría abrazar al mundo entero.

—Tatía —logró decir Sarcasmo—, eres una tía enzancadora. Me gustaría reconciliarme contigo para siempre. En adelante podemos tucearnos, ¿de acuerdo?

—Pero, querido niño —replicó ella—, nosotros siempre nos hemos tuceado.

Sarcasmo asintió, dejando caer la cabeza sobre el pecho.

—Cierto, cierto. Una vez más tienes muchísima razón. Entonces, a partir de ahora nos llamaremos por el nombre. Yo, por ejemplo, me llamo…, ¡Hip!… ¿Cómo me llamo yo?

—N… n… no tiene ninguna importancia —dijo Tirania—. Vamos a empezar una nueva vida, ¿no es cierto? Porque los dos hemos sido, ¡hip!, personas malas y perversas.

El mago comenzó a sollozar.

—Sí, eso es lo que hemos sido. Monstruos repugnantes y abominables, eso es lo que hemos sido. ¡Hup! Yo me avergüenzo muchísimo, tía.

A
HORA también la tía comenzó a llorar como un becerro.

—Ven a mi regazo virginal, noven joble…, ¡Hip!, joven noble. A partir de ahora todo será distonto. Los dos seremos amables y bondadosos, yo contigo y zú conmigo, y los dos con todos.

Sarcasmo gimió con más fuerza.

—¡Ay, sí, ay, sí! ¡Así será! Estoy tan emocionado de nosotros…

Tirania le acarició las mejillas y gangueó:

—No llores así, por favor, que me vas a romper el…, ¡Hip!…, cariño. Y además nio es necesario, porque ya hemos hecho un bien enorme.

—¿Cuándo? —preguntó Sarcasmo, y se secó las lágrimas.

—Pues esta noche.

—¿Cómo?

—Porque el ponche ha cumplido al pie de la letra todos nuestros buenos deseos, ¿entiendes? No ha invertido nada.

—¿Cómo lo sabes?

—Bueno —dijo la tía—, míranos a nosotros. ¡Hip! ¿No somos una prueba?

Sólo en ese momento comprendió Sarcasmo lo que Tirania acababa de decir. La tía miró al sobrino, y el sobrino miró a la tía. A él se le puso la cara verde, y a ella, amarilla.

—Pe… pe… pero eso significa —tartamudeó Sarcasmo— que no hemos cumplido nuestro contrato.

—Peor todavía —gimió Tirania—: hemos derrochado todo lo que antes podíamos apuntar en nuestro haber. Y lo hemos derrochado por completo.

—Entonces estamos irremediablemente perdidos —bramó Sarcasmo.

—¡Socorro! —gritó la bruja—. ¡No quiero, no quiero que me secuestren! Mira, todavía queda una úl úlúl… última copa de ponche para cada uno. Si la empleamos para desear algo mu… mumu… muy malo, algo in… infernalmente malo, quizá podamos salvarnos aún.

C
ON prisa de locos, los dos llenaron sus copas una última vez. Sarcasmo llegó a volcar la ponchera para que saliera hasta la última gota. Luego se bebieron sus copas de un trago.

Intentaron una y otra vez versificar, pero ninguno de los dos logró formular un deseo infernalmente perverso.

—No me sale —lloriqueó Sarcasmo—. Ni siquiera a ti te puedo hechizar, Titi.

—A mí tampoco me sale, muchacho —suspiró ella—. ¿Y sabes p… p… por qué? Porque ahora somos demasiado buenos para eso.

—¡Es terrible! —se lamentó él—. Yo desearía…, yo desearía… ser como antes. Así no habría ningún problema.

—Yo también, yo también —suspiró ella.

Y aunque no era una estrofa rimada, la poción mágica les cumplió este deseo. De golpe volvieron a ser lo que habían sido siempre: tipos de aspecto horrible y de mal carácter.

Pero no les sirvió de nada, porque ya no quedaba ni una gota del ponche genialcoholorosatanarquiarqueologicavernoso. Y la última copa les dio el golpe de gracia. Se cayeron de las sillas y se tumbaron sobre el pavimento. En aquel instante resonó un imponente toque de campana dentro del vaso de fuego frío, que saltó en pedazos. Fuera comenzaron a tocar las campanas de Año Nuevo.

—S
EÑORES —dijo Maledictus Oruga, que súbitamente estaba otra vez sentado en la vieja butaca de orejas—, parece que ha llegado el momento. Ha expirado su plazo, y yo voy a cumplir mi cometido. ¿Tienen aún algo que objetar?

Un ronquido a dúo fue la única respuesta. El visitante paseó su mirada sin párpados por el desolado laboratorio.

—¡Vaya —murmuró—, parece que los señores se han divertido de lo lindo! Cuando se despierten, no tendrán tantas ganas de juerga.

Cogió una copa, se la acercó a la nariz, la olió sin especial interés y la retiró asustado.

—¡Puaf! —dijo, y la arrojó con un gesto de asco—. ¡Qué aroma más pestilente! Se huele inmediatamente que en la bebida había algo angelical.

Movió la cabeza y suspiró.

—¡No sé cómo bebe eso la gente! Claro que hoy día ya no hay buenos catadores… Bien, ya es hora de retirar de la circulación a esta gentuza incompetente.

Buscó en su cartera negra y sacó algunos sellos de secuestro, en los que estaba grabada la figura de un murciélago. Los humedeció con la lengua y pegó cuidadosamente uno en la frente de Sarcasmo y otro en la de Tirania. Las dos veces se oyó un leve siseo. Luego, Maledictus Oruga volvió a sentarse en la butaca, cruzó una pierna sobre otra y esperó a los funcionarios infernales encargados de embalar almas, que llegarían enseguida para trasladar a los dos. Entretanto silbó satisfecho, pensando en su próximo ascenso. En ese instante, Jacobo Osadías y Maurizio di Mauro estaban juntos en el tejado de la catedral.

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