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Authors: Frank Schätzing

Tags: #ciencia ficción

El quinto día (142 page)

Se volverían a ver.

—Niña valiente —dijo Johanson.

Luego tomó el rostro de Anawak entre sus manos y le dio un beso largo y firme en la boca. Le hubiera gustado no soltarlo jamás. Habían hablado tan poco, habían hecho tan poco de lo que les hacía bien a los dos...

«No nos pongamos sentimentales ahora».

—Suerte —dijo Anawak en voz baja—. A más tardar en dos días estamos juntos otra vez.

De un salto, Weaver se instaló en la cúpula del piloto. El
Deepflight
se sacudió ligeramente. Se puso boca abajo, se deslizó hasta quedar en la posición correcta y el cierre se activó. Las dos cúpulas bajaron lentamente y se cerraron. Revisó los instrumentos. Todo parecía intacto.

Alzó el pulgar.

El mundo de los vivos.

Johanson fue a la consola, abrió la esclusa y puso el batiscafo en movimiento. Vieron bajar el batiscafo y abrirse las compuertas de acero. Apareció el mar oscuro. Nada se abrió camino en su interior. Weaver desbloqueó desde dentro el inmovilizador para soltar el batiscafo. El
Deepflight
chasqueó contra el agua y se hundió. El aire encerrado destelló en las cúpulas transparentes. Uno tras otro se fueron desvaneciendo los colores, los contornos fueron borrándose hasta que el batiscafo fue sólo una sombra.

Luego desapareció.

Anawak sintió un pinchazo.

«En esta historia los papeles de héroes ya están distribuidos, y son papeles para los muertos. Tu lugar es el mundo de los vivos».

¡Greywolf!

«Tal vez necesites un mediador que te revele lo que ve el espíritu del ave».

Greywolf había sido el mediador de que había hablado Akesuk. Greywolf le había explicado el sueño y lo había interpretado bien. El iceberg se había fundido, pero el camino de Anawak no iba a las profundidades sino a la luz.

Iba al mundo de los vivos.

A Crowe.

Anawak se estremeció. ¡Por supuesto! ¿Cómo pudo estar tan ocupado con su sacrificio heroico que se le había escapado la tarea que le esperaba a bordo del
Independence
?

—¿Y ahora? —preguntó Johanson.

—Plan B.

—¿Es decir?

—Tengo que ir otra vez arriba.

—¿Estás loco? ¿Para qué?

—Quiero encontrar a Sam. Y a Murray.

—Allí ya no queda nadie —dijo Johanson—. Ya habrán evacuado todo el buque. Cuando los vi por última vez estaban los dos en el CIC. Es probable que hayan sido los primeros en irse.

—No. —Anawak sacudió la cabeza—. Por lo menos Sam, no. La oí pedir ayuda.

—¿Qué? ¿Cuándo?

—Antes de reunirme abajo con vosotros. Sigur, no quiero crisparte con mis problemas, pero en la vida ya he mirado mucho hacia otro lado. Algunas cosas han cambiado, ya no soy así. ¿Entiendes? No puedo ignorarlo.

Johanson sonrió.

—No. No puedes.

—Mira. Haré un solo intento. Mientras tanto bajas el
Deepflight 3
y lo dejas preparado. Si no encuentro a Sam en los próximos dos minutos, vuelvo y nos vamos.

—¿Y si la encuentras?

—Nos queda el
Deepflight 4
para salir todos de aquí.

—De acuerdo.

—¿Seguro que estamos de acuerdo?

—Por supuesto. —Johanson abrió las manos—. ¿Y ahora qué esperas?

Anawak vaciló. Se mordió los labios.

—Y si no estoy aquí en cinco minutos, desapareces sin mí. ¿Está claro?

—Te espero.

—No. Esperas cinco minutos. Como máximo.

Se abrazaron. Anawak bajó por el muelle. Donde comenzaba el túnel que iba al sector del laboratorio todo estaba inundado, pero el
Independence
aún parecía mantenerse bastante estable. En los últimos minutos el buque no había seguido inclinándose.

«¿Cuánto tiempo quedará?», pensó Anawak.

El agua le bañó los tobillos. Siguió bajando, nadó un trecho, hizo pie y caminó otra vez con el agua por los tobillos un par de metros hasta que encontró una nueva pendiente. En dirección a la rampa del hangar la cubierta principal se inclinaba hacia el agua, pero aún quedaban algunos metros de aire. Pasó nadando por la puerta cerrada del laboratorio hasta llegar al recodo y miró hacia arriba. Mientras que algunas partes de la rampa eran ya un plano horizontal, otras estaban muy empinadas. El tramo hasta la cubierta del hangar se erguía sombrío; arriba flotaba una campana de humo oscuro. Tendría que subir a cuatro patas. Sentía frío a pesar del traje de neopreno; incluso si lograban escapar con el batiscafo, no había garantías de supervivencia.

Sí. Tenía que sobrevivir. Tenía que volver a ver a Karen Weaver.

Decidido, empezó a subir.

No fue tan difícil como temía. En la rampa, que estaba pensada para los vehículos y el avance de los
marines
, el acero era estriado para evitar los deslizamientos. Sus dedos se clavaron en el relieve. Fue trepando poco a poco, afirmando las botas en los puntales, agarrándose. Según subía la temperatura aumentaba y tuvo menos frío. Pero se le metió en los pulmones un humo pegajoso que le absorbió el último resto de aire. Cuanto más subía, más impenetrable se hacía la cortina de humo. De nuevo le llegaron bramidos de la cubierta de aterrizaje.

Crowe había pedido auxilio cuando el incendio ya había estallado. De haber sobrevivido al inicio del fuego, tal vez todavía estuviera viva.

Subió los últimos metros jadeando y comprobó, para su sorpresa, que en el hangar la visibilidad era mejor que en la rampa. En el túnel el humo se concentraba, mientras que aquí las aberturas que daban a los elevadores externos permitían la circulación del aire. Traían humo al interior pero a la vez lo disipaban. Hacía un calor sofocante, como en un horno. Anawak se tapó la boca y la nariz con la manga de la chaqueta y entró corriendo en la cubierta del hangar.

—¡Sam! —gritó.

No hubo respuesta. ¿Qué esperaba? ¿Que acudiera corriendo a su encuentro con los brazos abiertos?

—¡Sam Crowe! ¡Samantha Crowe!

Debía de estar loco.

Pero mejor loco que muerto en vida. Greywolf tenía razón. Había andado por el mundo como un muerto vivo. Esa especie de locura tenía mil cosas más para ofrecerle.

—¡Sam!

Cubierta del pozo

Johanson estaba solo.

No le quedaban dudas: Floyd Anderson le había roto un par de costillas. Por lo menos daba toda la impresión. Cada movimiento era un dolor infernal. Cuando rescataron el cadáver de Rubin y lo embarcaron en el batiscafo, varias veces estuvo a punto de gritar de dolor, pero había apretado los dientes para no convertirse en un problema.

Sentía que poco a poco sus fuerzas cedían.

Pensó en el burdeos que había quedado en el camarote. ¡Qué lástima! Justo ahora le hubiera gustado tomarse una copa. No le habría curado las costillas rotas, pero le habría puesto una nota más tolerable en todo ese desagradable asunto. Era lo adecuado para brindar consigo mismo, pues aparte de él no parecía quedar otro sibarita con vida. En realidad, de las muchas personas maravillosas y repugnantes que había conocido en las últimas semanas, casi ninguno había compartido su acentuado sentido de la belleza.

Probablemente era un dinosaurio.

«Un
Saurus exquisitus
», pensó mientras hacía bajar el
Deepflight 3
a la altura del muelle.

Eso le gustó.
Saurus exquisitus
. Era exactamente eso. Un fósil que disfrutaba siéndolo. Fascinado por el futuro y por el pasado que se mezclaban con demasiada frecuencia, de modo que a menudo uno no sabía en qué época estaba viviendo, pues el pasado y el futuro ponían alas por igual a la fantasía.

Bohrmann...

El alemán hubiera sabido apreciar un buen burdeos. Nadie más. Sue Oliviera se había divertido, pero lo mismo hubiera sido ofrecerle cualquier bebida de supermercado más o menos aceptable. En el equipo del Château quién tenía cultura suficiente como para apreciar un Pomerol maduro, excepto tal vez...

Judith Li.

Trató de ignorar una última vez el dolor en las costillas, saltó al
Deepflight
, gimió y se mantuvo en pie con las rodillas temblando. Luego se agachó y abrió el mecanismo de cierre de las cúpulas.

Se abrieron lentamente y se pusieron verticales. Las dos cápsulas quedaron abiertas ante él.

—¡Todo el mundo arriba! —rugió.

¡Qué sorprendente! Estaba solo, balanceándose en un batiscafo en la cubierta inclinada. A qué playas llevaba la vida. ¿Judith Li?

Antes de todo esto vaciaba las botellas en el mar de Groenlandia. También se podía hacer justicia a la belleza preservándola de ciertas personas.

Li

Llegó a la cubierta del hangar sin aire.

Todo estaba oscurecido por el humo negro. Trató de reconocer algo entre las cortinas y creyó ver al fondo una figura que caminaba de un lado a otro.

Luego oyó:

—¡Sam! ¡Sam Crowe!

¿Era Anawak quien gritaba?

Durante un instante vaciló. ¿Pero de qué le servía ahora eliminar a Anawak? De un momento a otro podían ceder las últimas compuertas de proa; el buque podía partirse en pedazos. Cuando llegara ese momento, el
Independence
se hundiría como una piedra.

Fue hasta la rampa y vio un agujero velado por el humo. Se le encogió el estómago. Li no era miedosa ni sentía que el descenso fuera superior a sus fuerzas, pero se preguntó cómo bajaría con los dos torpedos. Si los perdía terminarían en el agua, por cualquier sitio.

Puso los pies de costado y empezó a bajar la rampa paso a paso. Estaba oscuro y era opresivo. Lo peor era el humo, sentía que se asfixiaba. Las suelas de sus botas golpeaban el acero estriado, que sonaba a hueco.

De repente perdió el equilibrio y cayó sentada con las piernas estiradas. El descenso fue un viaje veloz. Se abrazó con todas sus fuerzas a los dos torpedos y sintió cómo la superficie áspera de la rampa y los puntales le martilleaban dolorosamente los riñones, dio una vuelta de campana y vio que se le venía encima el agua negra.

El agua saltó por todas partes. El suelo cedió. Li cayó dando un giro violento, emergió y respiró.

¡No había soltado los tubos!

En las paredes del túnel resonó un crujido sordo. Li se impulsó de un empujón y entró nadando sin ruido en el interior del túnel, bordeó el recodo y siguió hacia la cubierta del pozo. El agua estaba templada, debía de venir de la dársena. En el túnel se había cortado la luz, pero la cubierta tenía su propio sistema de suministro. Más adelante había más claridad. Al acercarse reconoció los muelles, que ascendían oblicuos, la cubierta de cierre de popa, que ahora pendía amenazadora sobre la dársena, y los dos batiscafos, uno de los cuales flotaba a la altura del muelle.

¿Dos batiscafos?

El
Deepflight 2
había desaparecido.

Y en el
Deepflight 3
, vestido con un traje de neopreno, andaba trasteando Johanson.

Cubierta de aterrizaje.

Crowe no aguantaba más.

El cocinero paquistaní tenía cigarrillos, pero más allá de eso no era de gran ayuda. Gemía acurrucado en el extremo de la popa y no estaba en condiciones de hacer planes. En rigor, Crowe tampoco lo estaba, sencillamente porque no sabía cómo seguir. Desorientada, miraba absorta las llamas enloquecidas. Pero odiaba de todo corazón la idea de rendirse. Para alguien que había escuchado durante años y décadas el universo con la esperanza de recibir señales de una inteligencia desconocida, la idea de rendirse resultaba absurda. Sencillamente, no formaba parte de su repertorio.

De pronto se sintió un estampido atronador. Por encima de la isla se expandió una enorme nube incandescente con tantos rayos y chisporroteos en su interior que parecían fuegos artificiales. Una intensa onda de vibraciones envolvió la cubierta, y del infierno salieron disparados chorros de fuego en dirección al extremo de la plataforma.

El cocinero lanzó un grito. Se levantó de un salto, retrocedió, se tambaleó y se fue hacia atrás. Crowe trató de agarrarle de las manos estiradas. Por un segundo el hombre mantuvo el equilibrio, el rostro deformado por un miedo mortal, pero luego flaqueó y cayó gritando a las profundidades. Su cuerpo golpeó contra la pendiente de la puerta de popa, luego fue arrastrado y desapareció de la vista de Crowe. Los gritos se interrumpieron.

Crowe oyó un impacto, se apartó horrorizada del borde y giró la cabeza.

Estaba en medio de las llamas. El asfalto ardía a su alrededor. El calor era insoportable. Sólo la zona de estribor se había salvado de la lluvia de fuego. Ahora sintió por primera vez que la invadían la auténtica desesperación y la desesperanza. La situación no tenía salida. Podía demorarse, pero no podía evitarse.

El calor la obligó a retroceder. Corrió hasta estribor y fue bordeándolo.

Allí estaba la entrada del elevador externo.

¿Qué hacer?

—¡Sam!

¡Y ahora la acosaban alucinaciones! ¿Alguien había gritado su nombre? Eso era imposible.

—¡Sam Crowe!

No, no estaba alucinando. Alguien gritaba su nombre.

—¡Aquí! —gritó—. ¡Aquí estoy!

Miró a todas partes con los ojos desorbitados. ¿De dónde venía la voz? No veía a nadie en la cubierta.

Luego comprendió.

Con cuidado, para no caerse, se inclinó sobre el borde. El aire estaba lleno de humo, pero de todos modos vio abajo, claramente, el fondo inclinado del elevador.

—¿Sam?

—¡Aquí! ¡Aquí arriba!

Gritó con todas sus fuerzas y toda su alma. De pronto, alguien subió por la plataforma y echó la cabeza hacia atrás.

Era Anawak.

—¡León! —gritó—. ¡Estoy aquí!

—Dios mío, Sam. —Se quedó mirándola—. Espera, quédate ahí. Voy a buscarte.

—¿Cómo, muchacho?

—Subo.

—Ya no hay subida —gritó Crowe—. Aquí todo está en llamas. La isla, la cubierta. Tenemos un infierno en llamas, al lado de esto las películas de Hollywood son una tontería.

Anawak caminó agitado de un lado a otro.

—¿Dónde está Murray?

—Muerto.

—Tenemos que irnos, Sam.

—Gracias por avisarme.

—¿Estás en buen estado físico?

—¿Qué?

—¿Puedes saltar?

Crowe miró hacia abajo fijamente. ¡En buen estado físico! Dios mío, antes sí. En algún momento, en una vida anterior a la invención de los cigarrillos. Y además había por lo menos ocho metros, tal vez diez. Y para colmo de males, la inclinación había convertido la plataforma en un tobogán.

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