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Authors: John Brunner

Tags: #Ciencia ficción

El rebaño ciego (54 page)

—¿Estás seguro? —Denise se puso de rodillas, temblando—. Podría ser alguien pretendiendo…

Pero había algo convincente en el hombre al otro lado de la puerta: un sargento primero, con el rostro medio oculto por su máscara filtro reglamentaria, sujetando un bloc de notas y un bolígrafo, haciendo algún tipo de censo, quizá. Luego, tras él, apareció a la vista otro hombre, un sol dado con el brazalete del cuerpo médico. Llevaba una caja de ampollas y un frasco de píldoras blancas.

—Ya voy —murmuró, y descorrió los cerrojos, aunque dejó puesta la cadena de seguridad y comprobó que su pistola estuviera bien a la vista.

Y…

—¡Suelte la pistola o disparo! —Como por arte de magia, el sargento tenía una carabina entre las manos, apuntándole; la debía llevar colgada a su espalda, con el cañón hacia abajo, de modo que un simple movimiento de su brazo bastara para ponerla en posición de fuego.

—Pero si no pretendo hacer nada —dijo Philip con voz débil—. Yo vivo aquí. ¡Esta es mi casa!

Sucia. Hedionda. Asquerosa. Puerca. Mía.

—¡Suelte el arma!

Se alzó de hombros y la tiró a un almohadón cercano.

—Eso está mejor —dijo el sargento—. ¿Es usted Philip A. Mason?

—S-si.

—¡Documentación!

Philip rebuscó en el bolsillo de atrás de sus pantalones y sacó su billetera, de donde extrajo su carné de conducir. Tomándolo, el sargento añadió:

—Y abra esta maldita puerta, ¿quiere?

—Yo… ¡oh, sí, claro! —Soltó la cadena. El soldado entró y miró a su alrededor, frunciendo la nariz. Llevaba ahora su mascarilla colgando junto a su mentón, y parecía arrepentido de habérsela quitado. Pero el aire allí dentro no era peor que el que tendrían si abrían una ventana; algunos de los incendios del centro habían estado ardiendo durante más de cinco días, y el viento todavía traía humo de los suburbios.

—¿Y usted es la señora Mason? —dijo el sargento, devolviendo a Philip su carné de conducir—. ¿Y tienen dos hijos?

El tono de autoridad de la voz del sargento, descubrió Philip, era curiosamente tranquilizador. Desde la muerte de Josie había llegado a imaginar que ya nadie en el mundo sabía adónde iba. El mismo había pasado innumerables horas consecutivas, a veces incluso medio día, mirando por la ventana a las grandes espirales de humo, incapaz de reaccionar, y menos aún de hacer planes.

Denise se puso tambaleante en pie, aferrando una sábana contra su pecho. Aunque iba completamente vestida —ni ella ni Philip se habían quitado sus ropas en la última semana—, aquello no quería decir nada.

Entonces un tercer hombre entró en el apartamento, otro soldado, arrastrando un saco de arpillera con algo pesado en el fondo. Al ver la pistola de Philip la cogió, vació los cartuchos que contenía, y la echó en el saco.

—¡Hey, es mía! —objetó Philip débilmente.

—Las armas de fuego están prohibidas en esta ciudad —gruñó el sargento—. Hemos tenido veinte mil personas muertas por disparos. ¿Es ese su hijo? —Señalando a Harold, que ni siquiera seguía a los intrusos con la mirada.

—Oh… sí.

—¿Y el otro chico, la niña?

—Bien…

—Está muerta. —Denise, con voz muy clara.

El sargento tachó algo en su hoja, sin mostrar la menor sorpresa.

—Ajá. ¿Cómo?

—Harold la mató. ¿Quiere ver su cuerpo?

Aquello pareció afectar la frialdad del sargento. Bajando su bloc, la miró.

—El la mató —dijo Denise—. Yo pensé que sólo estaba dormida, pero él la apuñaló y luego la tapó con su sábana favorita. —Su voz era monocorde, vacía de toda emoción. Había sido una semana infernal; ya no quedaba nada en ella.

El sargento y el enfermero intercambiaron una mirada.

—Creo que será mejor que envíe al doc para que lo compruebe —dijo el soldado tras un momento—. Eso está más allá de mi competencia, sargento.

—De acuerdo. —El sargento se humedeció los labios—. Vaya a ver si ha terminado con los cuerpos de la puerta de al lado.

—¿Cuerpos? —Philip se adelantó medio paso. Nunca habían sido muy amigos de los Friedrich del apartamento contiguo, pero se saludaban cada vez que se cruzaban, y el día en que había estallado la crisis, cuando él aún pensaba en unir sus fuerzas y recursos, había intentado hablar con ellos… pero se habían negado a abrir la puerta.

—Ajá, cuerpos —dijo el sargento secamente—. Aún no hemos encontrado a nadie vivo salvo ustedes en este edificio. ¿Ha cumplido usted su servicio militar? —El bolígrafo se preparó a hacer otra señal en su formulario.

—Yo… —Philip tragó dificultosamente—. Bueno, tengo mi certificado de licenciamiento. —Sacó de nuevo la billetera. Uno tenía que llevar aquel documento constantemente encima, desde que las operaciones en Honduras habían empezado a ir mal; se mostraban muy estrictos con los desertores.

—¿Hum? ¿Manila? Yo también estuve allí —dijo el sargento, escribiendo algo rápidamente—. ¿Por qué demonios no se presentó cuando le correspondía?

—No comprendo —dijo Philip lentamente.

—Se supone que tenía que presentarse usted en Wickens si no estaba enfermo o loco. O en el Arsenal. Hace tres días. —El sargento le devolvió el certificado—. Corre el riesgo de meterse en problemas, señor Mason.

Philip agitó la cabeza.

—¿Lo dijeron por radio o algo así? —dijo débilmente—. Nuestra radio hace más de tres días que no funciona… la teníamos encendida todo el tiempo al principio, porque intentábamos saber lo que estaba ocurriendo… y el teléfono no funcionaba tampoco, y la última vez que bajé a la calle me dispararon no sé de dónde.

El sargento se lo quedó mirando pensativo.

—Bueno, supongo que no serán duros con usted. Necesitamos a cualquiera que podamos encontrar que no esté ni enfermo ni loco.

—Estoy un poco enfermo —dijo Philip—. Fiebre, creo.

—Oh, eso no es nada. Es esa cosa de los conejos que nos da dolor de cabeza… ¿Cómo se llama, Rocco?

—Tularemia —dijo el enfermero—. Pero el tifus es peor, y he oído decir que también hay viruela.

Philip miró a Denise, y descubrió que estaba tan abrumada por los acontecimientos que simplemente permanecía allá inmóvil con la boca abierta. El también se sentía igual.

—¿Tienes una bolsa para la niña? —continuó el sargento, volviéndose hacia el otro soldado, el que estaba recogiendo las armas. El hombre asintió y sacó algo parecido a un grueso cigarro de color negro; lo agitó, y se desenrolló convirtiéndose en una bolsa de resistente plástico, de aproximadamente metro ochenta por cincuenta centímetros.

—Ataúdes —dijo el sargento con una sonrisa sarcástica—. Hacemos todo lo que podemos…

—¡Dios mío, es Phil Mason! —Un grito procedente de la puerta, y Doug McNeil entró como una tromba—. ¡Y Denise! ¡Gracias a Dios que vosotros estáis vivos!

Estaba ojeroso, con la barba crecida, y vestido con un mono de faena de color caqui dos tallas demasiado grande, pero por la forma como se movía parecía estar bien. Philip se preguntó si se atrevería a echarle los brazos al cuello y a estallar en sollozos.

Pero antes de que pudiera reaccionar de una manera tan ridícula Doug había visto a Harold. Una simple mirada, y se giró hacia Denise.

—¡Ha bebido agua!

Denise asintió torpemente. Habían pensado en aquello un centenar de veces, reconstruyendo la forma en que, mientras su madre estaba dormitando tras tomar aquella masiva dosis de calmantes para su dolor de cabeza, él debía haber bebido del mortal grifo, y luego había tomado el cuchillo y lo había clavado en el vientre de su hermana.

—¿Josie?

—Aquí —dijo Philip, y condujo a Doug a la cocina.

Permaneció silencioso durante un largo tiempo, luego regresó a la sala de estar, agitando la cabeza.

—¡Procedimiento de evacuación! —restalló al hombre con la bolsa de plástico, y añadió—: Lo siento, Phil. Pero debemos retirar todos los cadáveres fuera de la ciudad e incinerarlos, tan pronto como podamos. Efectuaremos una cremación en masa, con un servicio religioso. Estamos celebrando tres de ellos al día. Denise puede asistir si quiere.

—¿Pero yo no?

Doug vaciló. Luego, con una rápida destreza profesional, comprobó el pulso de Philip, tiró de uno de sus párpados, le pidió que sacara la lengua.

—No, tú no. Eres afortunado. No tienes ni idea de lo
afortunado
que eres. Rocco, ¿lo ha tratado ya?

—Todavía no, señor —dijo vacilante el enfermero.

—¡Infiernos, ¿y a qué espera?! —Se apartó del camino del hombre que intentaba meter a Josie dentro del saco de plástico. Denise no había hecho ningún movimiento para ayudarle. Seguramente no podía. Y dirigiéndose de nuevo a Philip—: Me han dicho que tenemos casi un arma de fuego y media por cada dos personas. Aquellos que no han recibido ningún disparo se han vuelto locos, y aquellos que no se han vuelto locos sufren alguna de las tres o cuatro enfermedades mortales que corren por ahí… Estamos recogiendo lo que queda.

Rocco le estaba ofreciendo una píldora y una ampolla. Embotado, Philip las tomó.

—La píldora es un antibiótico de amplio espectro —dijo Doug—. Una de esas penicilinas, todo lo que hemos podido conseguir aprisa en cantidad suficiente. Es mejor que nada, creo, aunque provoca reacciones alérgicas en alguna gente. Por eso precisamente no ha sido comercializada nunca lo suficiente como para hacer que los microbios se burlen de ella. Y el líquido es un antídoto específico contra los gases neurotóxicos.

—¡Gases neurotóxicos! —Un grito de Denise, que aceptaba su propio lote de manos de Rocco.

—Bueno, así los llamamos por conveniencia. En realidad es un psicotomimético militar. Dios sabe cómo pudieron introducirlo en el agua. ¡Tuvo que ser literalmente una tonelada como para producir este daño! No conozco todos los detalles, pero los expertos del Departamento de Defensa vinieron corriendo anteayer con grandes cantidades del antídoto. —Suspiró. Lo malo es que en la mayoría de los casos llega demasiado tarde. La gente que no fue advertida a tiempo hizo lo lógico, como llenar la bañera y todos los recipientes que tenían a mano, y han seguido bebiendo el agua envenenada. Cuarenta y ocho horas, y ya es irremediable.

—¿Pero quién lo hizo? —murmuró Philip—. ¿Y es todo el país, o solamente nosotros?

—Solamente Denver y sus alrededores —dijo Doug alzándose de hombros—. Pero hubiera podido ser todo el país. Estamos bajo la ley marcial, se ha establecido el racionamiento, y seguiremos así hasta que el gobierno se digne cambiar de opinión.

—¡Doctor, vigile su lengua! —restalló el sargento.

—¡Oh, cállese! —replicó Doug—. No estoy bajo la disciplina militar… soy un voluntario civil. Y más aún, tengo la impresión de que soy uno de entre la docena escasa de doctores aptos aún para el trabajo en toda la ciudad y sus suburbios. Y todo lo que estoy diciendo es que mi trabajo sería un poco más sencillo si nos dijeran toda la verdad. Estoy trabajando a oscuras la mitad del tiempo… y usted también, ¿no?

El sargento vaciló.

—Bueno, doc, cuando se trata de un caso de miles de lunáticos repentinos… —abrió los brazos.

—Sí —dijo Doug irónicamente—. ¡Repentinos! —Mirando por encima del hombro de Philip, al lugar donde Rocco y Denise estaban intentando persuadir a Harold de que tomara la píldora y el antibiótico… sin éxito; se dejaba hacer como un conejo muerto, pero no cooperaba.

—Phil —bajando repentinamente la voz—. Tienes que presentarte inmediatamente… todos los que han servido en las fuerzas armadas han sido llamados de nuevo de la reserva, y tú estás en mejor condición que la mayoría de los soldados de servicio que he visto por aquí. Eso significa que va a ser duro para Denise.

—¿Qué quieres decir? —La mente de Philip había estado llena de niebla durante días. Se negaba obstinadamente a aclararse.

—Bueno… Bueno, con Harold que nunca va a recobrarse, ya sabes. Estamos seguros de ello, cuando ocurre a chicos tan jóvenes. Y si tú eres enviado a otro lugar, y… ¡Yo no te lo he dicho!

Casi se había dado media vuelta; se giró de nuevo para mirar a Philip directamente.

—¡Alan! ¡Está muerto!

—Oh, Dios mío. ¿Cómo ocurrió?

—Quemado vivo en su almacén. Junto con Doroty. Yo estaba con el grupo que revisó las ruinas. —Doug se humedeció los labios—. Pensamos que alguien que tuvo problemas con sus filtros debió sumar dos más dos cuando se avisó de lo del agua envenenada. Decidió que eran los purificadores Mitsuyama quienes habían causado el desastre. El y Doroty habían vuelto a la oficina al día siguiente de la crisis, y alguien lanzó bombas de gasolina. También resultó quemado un policía. ¿No hubo alguien muerto de un disparo?

—Mack —dijo Philip lentamente—. ¿Quién te lo dijo?

—Pete Goddard. Está bien… y Jeannie. Están ayudando en el control de las víctimas.

Así que algunas personas al menos iban a sobrevivir. Philip dijo:

—¿Y en cuanto a Harold?

—Oh. Oh sí. Va a ser… una carga para Denise.

—Lo supongo. —Esa maldita bruma mental no quería irse; era como intentar pensar entre la anestesia y el coma—. Pero ellos ayudarán, ¿no? Y además tenemos un poco de dinero, y…

—¡Oh, mierda,
Phil
! —Tan agitado, que tuvo que sujetarse al brazo de Philip para detener sus palabras. También en voz baja, privadamente—: Los bancos están cerrados, todo está cerrado aquí, y no hay ningún transporte que salga de la ciudad, nada,
¡nada!
Y Harold en estas condiciones… —agitó la mano.

—Pero he visto cosas peores que esta. Ser atendido por la Fundación de la Comunidad de la Tierra por ejemplo. —Hacía tanto tiempo, un chico con una pierna atrofiada cruzando la entrada del aparcamiento de Angel City en Los Angeles—. O auxiliado por la Doble-V. Quiero decir, Harold sólo es un chico enfermo.

—Han sido proscritas —dijo Doug.

—¿Qué?

—La Fundación de la Comunidad de la Tierra y la Doble-V. Ambas están en la lista de organizaciones subversivas a cerrar desde que el país se puso en pie de guerra. Así como todos los grupos pro derechos civiles, todos los editores de izquierdas… —Doug agitó la cabeza—. Y no quieren decirnos contra quienes estamos luchando.

—¡Contra ellos! —dijo el sargento. Philip no se había dado cuenta de que estaba escuchando—. ¡Es el ataque más despreciable de la historia! ¡Chicos como el suyo completamente locos! ¡Mujeres! ¡Todo el mundo! Ni siquiera matados limpiamente!

Philip asintió con lentitud.

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